Relato: OJOS DE SERPIENTE (Hernán Fariñas)

por José Luis Pascual

Con manos temblorosas le ganó la batalla al pestillo. Cerró la puerta tras de sí y se recluyó en el baño, la música entrando quebrada tras él. Atenazado el estómago, desbordando el sudor por sus poros. Algo iba mal, algo iba muy mal…

Oleadas de agujas a través de su espinazo. Oleadas que no era capaz de contener llegando a su garganta, el aire alcanzando apenas sus pulmones exhaustos. Olor a cañerías, paredes acechando. Manos que se agitan y buscan asidero en la penumbra.

Le desfallecía la vista.

Trató de mantener la calma, trató de controlarse.

Piensa… repitió para sí mismo. Piensa, Manuel, piensa.

El frío del mármol en sus manos. Claustrofobia. En aquel baño no había ventanas. ¿Qué hora era? ¿Cuánto tiempo llevaba allí dentro?

Acabas de entrar. Manuel…acabas de entrar…

Cerró los ojos. Susurró su propio nombre sin hallar cobijo en aquel mantra. Extraños pensamientos, ideas oscuras que se ciernen, que estrechan el cerco.

¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto?

¡Acabas de entrar!, gritó sin saber si en voz alta o para dentro. ¿Acaso importaba? Algo no iba bien, pero él no sabía qué era.

Enfrentó su reflejo en el espejo: la mirada frágil y las bolsas alrededor de los ojos; el pelo ralo, escaso y grasiento, triste sobre la frente; la piel macilenta y las orejas de soplillo tratando de escapar con patetismo a cada lado; el diente mellado en una esquina y la mirada abatida de siempre. Todo estaba allí… ¿en su sitio?

El espejo… aquel rostro en el espejo… era como el suyo. Aquella parecía su cara. Todas las piezas estaban allí, se decía, dedos vagando sobre sus facciones una a una, una vez y otra vez y otra vez después de la anterior. Y sin embargo… sin embargo eran ojos de serpiente los que veía allí dentro.

Tiritando los huesos. Extraviada la noción del tiempo observándose… ¿a sí mismo? Observando aquel reflejo que casi parecía él, que casi parecía una réplica perfecta de Manuel mismo.

—¿Quién eres? —se escuchó preguntando.

—¿Quién eres? —respondió su reflejo.

—Soy yo, Manuel.

—¿Lo soy?

—¡Soy yo!

—¿Lo soy?

—¿Estoy perdiendo la cabeza?

—¿Estás perdido en tu cabeza?

No podía separarse. Le pitaban los oídos, le dolían los brazos, el sudor le escocía en los ojos y la sed le quemaba en el vientre. El rostro en el espejo le devolvía la mirada. ¿Interrogante? ¿Severo? A Manuel le costaba distinguir lo que tenía delante, el pitido en los oídos creciendo insoportable.

—Esto no es real.

—¿No lo es?

—¡Esto no es real!

—¿Y qué significa real?

El rostro le mordía en el espejo. Una silueta lejana se acercaba. Algo había cambiado, algo asomaba que antes solo se intuía. Logró apartarse, derramarse lejos del cristal, la habitación cerrándose inexorable como un cepo.

—Tengo que salir de aquí. ¡Tengo que salir de aquí!

—¿Estás seguro? —el tono era ahora burlón; el rostro menos familiar, el semblante más extraño.

Manuel se giró buscando la puerta pero no había puerta tras él. No había puerta a su derecha ni la había a su izquierda. Aquel baño era un ataúd. Cuatro paredes y ninguna salida.

Una trampa.

Un foso.

Un pozo.

—¿¡Dónde está la puerta!?  —Lágrimas huérfanas, implorantes. Con horror, Manuel observó cómo el reflejo que el espejo le devolvía cada vez le recordaba menos a sí mismo. Las facciones habían cambiado: más duras, más dementes, más viejas y despóticas.

—¿Qué puerta? —le espetó el rostro.

—¡Déjame salir! ¡Déjame irme!

El espejo graznó una carcajada fúnebre, una carcajada que sonaba a huesos rotos. Manuel no fue capaz de aguantar su mirada. Se apartó. Giró en redondo, desorientado como un niño perdido en el bosque.

¿Cuánto tiempo llevaba allí dentro?

Entonces notó algo a su espalda y allí estaba la puerta. Confuso y temblando quitó el pestillo. Como si fuera el último umbral del mundo se abatió contra él, cruzó la salida.

En la distancia, el rostro del espejo le observó entrar. Apenas recordaba a Manuel ya. Era una cara adulta, del doble de edad que la suya. Sus ojos más descarnados, más inyectados en sangre. Aquel rostro era todos los rostros. Aquel rostro era insultos y mentiras, palabras de odio y caminos que terminaban en miseria. Aquel rostro era días grises y corazones negros. El rostro de una araña. Aquel rostro era todos los rostros que Manuel había conocido en su vida….y sin embargo el baño era el mismo, y Manuel no comprendía.

Empujó la puerta y estaba en el baño. Estaba en un torbellino de luz enferma que agotaba los ojos, de baldosas barnizadas de mugre, de peste a cañerías profanando su olfato.

El rostro no dijo nada, y lo miró en silencio.

Manuel empujó la puerta pero seguía en el baño. Un torbellino de olor a cañerías en el olfato, baldosas y mugre, luz agotada como agotados estaban sus ojos.

El rostro no dijo nada, y lo miró en silencio.

Empujó la puerta con toda su fuerza… pero seguía en el baño. Allí aguardaba un rostro que se burlaba, y un torbellino que lo agitaba, que lo envolvía en baldosas y mugre, en cañerías que profanaban su olfato, en una luz que moría como también parecía hacerlo él.

El rostro no dijo nada, y lo miró en silencio.

Implorante, empujó la puerta…pero seguía en el baño. Allí un rostro burlón, una cara en un espejo. Olor a cañerías. En aquel baño no había ventanas. Allí la luz era enferma y formaba un torbellino, y Manuel, maniatado, estaba en su centro.

El rostro no dijo nada, y lo miró en silencio.

Empujó la puerta y cayó de bruces…

…pero seguía en el baño.

El rostro.

No dijo.

Nada.

Y lo miró en silencio.

—Déjame salir —exhaló Manuel, abatido.

El espejo habló al fin, la voz afilada, metálica como la sangre.

—¿Hay algún sitio en el que debas estar? ¿O acaso ya estás allí? ¿Estás seguro de que no es aquí donde debes estar? ¿Eh, piojoso? ¿Has pensado en eso? ¿Has pensado que quizás tu sitio está aquí? ¿Aquí conmigo? A ti nunca se te ha dado bien pensar, ¿eh, piojoso? ¿O acaso me equivoco?

“Míralo”.

“Patético”.

“¿Por qué va tan sucio?”.

Se volvió buscando voces, buscando sombras. Las palabras habían sonado en su cabeza. El espejo lo miraba y callaba de nuevo. Voces llegando a sus oídos. Voces jóvenes y homicidas, voces decrépitas de ultratumba que hablaban sobre él, que lo insultaban, voces que se amontonaban unas sobre otras, confundiéndose en una madeja de ruido en sus oídos. ¿Cuánto tiempo llevaba allí dentro?

¿Cuánto tiempo?

¿Cuánto?

Una colmena de voces. Un avispero.

—¡¡Callad!!

Embistió contra la puerta, trató de escapar. Estaba de nuevo en el baño y las voces gritaban más alto. El rostro del espejo reía y reía, y sus carcajadas se alzaban sobre el fuego en sus oídos.

Cedió al pánico. Intentó salir.

Estaba de nuevo en el baño.

Intentó salir.

Pero estaba de nuevo en el baño.

Su mirada cayó a plomo sobre el espejo. Aquella cara… nada allí recordaba ya a… ¿a quién? ¿a quién debía recordar?

“Es un piojoso”.

“Siempre lo ha sido”.

Miró a los ojos de la serpiente y esta devolvió su mirada, y sus pupilas podían ver dentro de él.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Tú no eres nadie. Tú no existes.

Y después la serpiente sonrió, y su espinazo (¿el de quién?) parecía a punto de quebrarse como una rama.

Y entonces su cara y la cara en el espejo comenzaron a derretirse, a colapsar sobre sí mismas. A deshacerse y gotear sobre el suelo. Y él (¿acaso tenía nombre ya?), intentaba gritar, tocar su rostro, pero sus manos se derretían también, y trató de gritar de nuevo y solo un burbujeo acudía a su garganta, y su rostro se derretía sobre un charco en el suelo. Y él (¿quién? ¿cuál era su nombre?) se agachó tratando con manos inútiles… (¿el qué? ¿qué trataba de hacer?) y de entre aquel charco en el suelo surgían aullidos, fauces que le atacaban, dentelladas intentando alcanzarlo. Y algunas fauces gritaban, y otras reían, y en aquel baño solo había voces que gritaban y carcajadas que le helaban el alma, y las risas y los gritos resultaban indistinguibles unos de otros. Y él, quienquiera que fuera, se había disuelto, se había derretido, había dejado de existir. Y desde el suelo, pataleando, revolcándose, vio cabezas y manos surgir de las paredes. Rostros de gárgola. Rostros atormentados. Rostros sin rostro escupiendo frases que no comprendía, en idiomas muertos que no conocía. Manos que eran garras y lo sujetaban y lo zarandeaban. Manos que le arañaban la cara y herían su carne. Voces que lo maldecían y gritaban en sus oídos…

…y entonces…

…con crueldad y misericordia…

Se hizo el silencio.

El silencio.

Silencio.

En ese momento, Manuel (¡Manuel!) se vio a sí mismo sobre el suelo del baño, acurrucado. Las manos sobre la cara, empapado en azufre, su corazón latiendo entre arritmias. Ahora el sonido de la fiesta entraba pálido, amortiguado. Manuel no recordaba cuándo lo había escuchado por última vez. Confuso. Perplejo. Doblegado por las migrañas, atravesado por el llanto y el sudor que empapaba su ropa.

Intentó incorporarse, luchando apenas contra el temblor de sus piernas, de sus huesos famélicos. Cara congestionada. Delirios de una noche de tormenta. Trató de ponerse en pie y cayó de rodillas, conteniendo apenas las arcadas antes de alcanzar el retrete y vomitar abandonado a su suerte, envuelto entre estertores que sonaban como ríos de lágrimas… como los ríos de lágrimas que se derramaron cuando el fin del mundo fue cancelado a pesar de todo.

Por momentos le costaba recordar qué había ocurrido, recordar dónde estaba. Entonces veía de nuevo las siluetas y los aquelarres. No alzó la vista hacia las paredes.

No alzó la vista hacia el espejo. Con él iba ahora el rastro moribundo que dejan las reses bajo los ojos del cuervo. Sobre su espalda cargaba los restos de algo que acaba de romperse allí dentro, algo que quizás ya no pudiera volver a reconstruirse. Con esa pregunta sobrevolando sobre él, con cadenas en sus pies, Manuel abrió la puerta y salió del baño.

Hernán Fariñas Vales

Hernán Fariñas Vales (Salamanca, 1988) ha sido finalista del IX Certamen de Relato Corto de la editorial Booket/Austral, así como publicado en diversas revistas digitales. Su primer libro, «Exigimos al autor que se presente», una antología de relatos en los que se ajustician todo tipo de géneros, verá la luz en los próximos meses

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