Hay algo encantador en la manera en que Gemma Solsona trata sus obras. Partiendo desde el homenaje, la autora abraza aquellas obras referenciales que marcaron su personalidad como escritora y las deconstruye para que se adecuen a sus propias reglas. Una vez conseguido esto, envuelve el resultado con una prosa elegida minuciosamente en cada relato, y después nos lo regala.

Lo que se esconde al final de la escalera reivindica el cuento clásico para llevarlo a nuestros días como algo fresco, cautivador y, en muchas ocasiones, perverso. El compendio de cuentos aquí integrados puede leerse como un majestuoso tributo a otro tiempo. Un tiempo en el que las casas encantadas eran epítome del horror y en el que abundaban las series de televisión episódicas con historias cuyo giro final provocaría traumas y pesadillas a toda una generación. Un homenaje que va más allá de las temáticas y los nombres de los personajes, y que nos remite a Historias para no dormir, a Creepy, a Shirley Jackson, a Poe. Pero lo hace de tal modo que revitaliza a sus referentes y los actualiza, en esa prosa envolvente e incuestionablemente sofisticada que se toma su tiempo y proporciona un placer lector innegable.

Resulta delicioso comprobar cómo Gemma desliza palabras, expresiones o sensaciones determinadas que logran que sus cuentos se bamboleen entre la narrativa moderna y la clásica. Siempre, por supuesto, desde una óptica oscura y principalmente anclada en la mirada infantil. Así, el lado tenebroso de los niños queda maravillosamente naturalizado en cuentos como «El antojo de Flavia», «La rebelión de los Reyes Magos» o «Veo, veo. ¿Qué no ves?». Estas voces infantiles son ecos que retumban feroces a lo largo del libro, resonancias que le sirven a la autora para explorar algunos sentimientos y comportamientos universales. La envidia, la mirada hacia el otro como un espejo de la imagen propia, la picazón del abuso… Tremenda subversión.

La permanente elegancia de Solsona se rompe en determinados momentos, como durante ese maravilloso y oscurísimo «Exvoto» (quizá mi favorito) que se aprovecha de la tenebrosa imaginería católica para hurgar en la culpa y el dolor físico de una manera arrebatadora. La tercera persona y el torrencial fluir de pensamiento nos descubren sin tapujos una faceta de la autora sin filtros, una prosa que se adentra en la turbiedad sin sutilezas, y que aun así conserva un espléndido regusto literario.

«Antes ahí no había nada. Solo un lugar donde los niños jugaban a la pelota, roían pipas y derrochaban años. Ahora, sin embargo, desaparecieron los niños, sus padres y el tiempo. Pero entonces, durante aquellos días en los que eso no era más que un solar inofensivo, no sospechábamos que nos quedara tan poca vida, claro está».

Voltear la inocente mirada infantil es una de las misiones de este libro, pero no la única. También se advierte una clara demostración de cómo mantener la perversión en segundo plano, pero siempre acechante. Encontrarla de manera explícita y, a la vez, implícita en el subtexto, no está al alcance de cualquiera.
El juego es continuo. Por ejemplo, es muy curioso que un relato con espejo se titule La ausencia, pero es que los cuentos de Solsona tienen mucho de espíritu que se va perdiendo, de vida que se escapa, de inocencia que se oculta hasta desaparecer del todo. ¿Tal vez sea pura ausencia lo que realmente se agazapa al final de la escalera? 

Si hay algo que defina el conjunto de cuentos aquí incluidos, es el espacio empleado. La belle maison sans merci, como certeramente apunta Ana Martínez Castillo en el prólogo, es omnipresente. La hermosa casa como recipiente de lo inmisericorde. Pero, llevando el concepto un paso más allá, o tal vez más acá, consideremos la propia colección de cuentos como la verdadera casa sin piedad, un hogar que nos regala un cómodo confort al principio gracias a su encanto y que, una vez nos hemos dejado embaucar, comienza su macabro baile para su diversión, para nuestro deleite lector, para nuestra perdición.

Es este volumen una llamada de atención sobre las virtudes del cuento. En un mercado editorial saturado de novelas, el cuento se erige no como escolta o acompañante, sino como una verdadera alternativa. El placer de paladear una buena historia corta es incomparable, y ofrece recursos y satisfacciones a los que la novela no puede alcanzar. Por algún motivo, el relato no vende, no se publicita, no interesa. Deberíamos empezar a contemplarlo, aunque sea a través de un espejo.