Hace una semana Franky, nuestro compañero, me envió un relato. Lo hizo por mensaje de WhatsApp, cosa que solemos hacer bastante a menudo —somos el círculo Franky, o el círculo Aragonés, es igual, el orden de factores no altera el producto—. Un relato maravilloso, en su línea habitual, algo costumbrista con cierto contenido filosófico relacionado con la negación y los deseos que se evaporan. Después de leerlo, le dije que yo tenía otro relato entre manos. Cosas ligeras de verano. Terror, me atrevería a decir, a la antigua, como en aquellos pasquines del romanticismo. Enseguida llegamos a la conclusión de que somos dos gilipollas que no podemos dejar de escribir.
Por mi parte, quiero compartir mi relato con vosotros. Sin pretensiones. Mero entretenimiento. Por aquellos escritores que abrieron la senda del terror y lo extraño.
LO EXTRAÑO
Podría empezar por una descripción, como hacen los genios. Incluso darle un toque costumbrista y decir que el protagonista trabaja en un taller de coches y que su vida es anodina. Podría decir que esta obra es algo por encargo. Escrita en tercera persona. En pasado. O como en esas novelas policíacas que todo el mundo lee cuando se tira en la playa. Podría regalar al gran público un personaje principal que sufre un extraño dolor en el pecho y le pega a la botella —a la lejía, al whisky, al alpiste—. Podría convertirlo en una mujer. O en un niño. O en una mierda que habla.
Nada, tranquilos. No lo voy a hacer así. Ya me conocéis. Lo mío es la metaliteratura. Pisar terrenos experimentales. No usar comas, o las mínimas.
Perdonad por tanta palabrería. Voy al grano. Lo extraño es la misma historia de siempre. Habla sobre un tipo que puede parar el tiempo y usa su poder para leer en librerías. Para masturbarse en la Plaza Mayor y correrse encima de un bocadillo de calamares cualquiera. No roba bancos o cajas registradoras porque el dinero no tiene valor para él. Hace tiempo que coge lo que quiere sin necesidad de tener que comprar. Ha cambiado el concepto de su existencia.
¿Decoro?
¿Indecoroso?
Quizás lo más adecuado sea indoloro. Un gran poder cargado de indiferencia hacia el mundo. Y de esa indiferencia mana algo todavía más insustancial que transforma al personaje en algo similar a un indigente.
Está leyendo La historia interminable cuando ocurre. ¿Desaparece o lo hace el mundo? No importa. Ahora está en el mismo sitio. La diferencia es que el color ha desaparecido. Su mundo es ahora en blanco y negro. Nadie puede verlo. No es capaz de tocar a ningún ser vivo. Se ha convertido en algo etéreo. Un caminante vacío que no hace otra cosa que pensar en el arrepentimiento. Nulidad vital.
¿Desesperación?
¿Desesperado?
Con el paso de las horas descubre que no tiene hambre. No se cansa. Solo es capaz de observar. Nada más. Como cualquier vagabundo que duerme en la puerta de un banco o un supermercado. El sentido de la vida multiplicado por cero. Su alimento son las vidas ajenas.
Intenta parar el tiempo de nuevo. Pero ya no es capaz porque ya lo ha detenido del todo. Su tiempo ya no vale nada. O lo vale todo. ¿No es esto lo que deseaba?
Ahora os contaré por qué sé todo esto y lo curioso del asunto.
Estoy haciendo fotos en blanco y negro cuando mi cámara capta algo extraño. Jardín Botánico. Un extraño hombre junto a un árbol. Todo a su alrededor detenido del todo. Miro por el objetivo. Dejo de hacerlo. Vuelvo a mirar. El tipo solo existe en la instantánea. Es entonces cuando me acerco hasta él. Le hablo a través de la pantalla. Como si fuese algo interactivo.
Hola, le digo.
¿Puedes verme?
Eso parece.
¿Por qué, si nadie puede?
Puedo inmortalizar el tiempo. Será por eso, le contesto.
Yo antes podía detenerlo. Pero ahora vivo atrapado en él.
Entonces me cuenta su historia. De principio a fin. Y yo le miro como si fuésemos la misma persona.
Me tengo que ir, digo.
Yo no sé qué voy a hacer a partir de ahora.
Como dije al principio, esta historia es algo extraño dentro de un mundo gris.
Daniel Aragonés
Redactor