Hoy he visto cómo mataban a una sirena.
La he observado desde lejos, con la barrera de los cobardes.
Ella miraba sin ver mientras la furia iba alimentándose del músculo acuoso, de la humedad latente, mientras le arrancaban de cuajo el cuajo, de cuero el cuero, de boca la boca en la que ya nunca más sonarán los acordes que destruyen al marinero.
Hoy he visto cómo trituraban a una sirena.
Estaba cerca de la orilla, soñando con poder andar. El cabello le caía como el manto de ninguna virgen, tapando pecho y vergüenza, vergüenza y latitud nexa y conexa de aquellos que ya no creen ni siquiera en la magia del mar.
Triste, triste como el oleaje sin espuma.
Como la espuma sin piernas que lamer.
Lloraba, o lloró, hasta que la furia le arrancó los ojos y se los ofreció a la tenue desnudez de la mañana.
Dios, qué manera de sangrar.
El agua vertida y pervertida jugó con un carmesí inmerecido, reflejando entre brillos y espasmos el atardecer que ya nunca follará con la marea.
Con la luna que no bajará para rendir cuentas.
El agua llegó hasta mis botas y pintó un lienzo en rojo intenso, rima descolorida, metáfora triste de triste poeta que vomita versos sin ninguna rima.
Y yo, absurda, no pude (ni quise apartar la vista).
Hoy he visto cómo violaban a una sirena.
La cola de pez se resquebrajó como arcilla secada a medias. Dejando a la vista un sexo perecedero. Abriéndola en canal para embestirla con pérfidos aleteos.
Dios, qué manera de chillar.
Escuché el desgarro de las cuerdas vocales y las mías respondieron con la vergüenza de los cobardes; ni aun así pude dejar de mirar.
El cielo se tiñó de un gris desconocido, expulsado de cualquier paleta. Me reprendió con el dedo índice, como la madre que castiga al niño al que el perro le ha comido los deberes y vomita estrofas sin terminar. Se tiñó de gris por pura decencia, la que me faltó cuando la furia arrancó uno a uno los dientes de la sirena. Llévate uno, me dijo el viento. Como ofrenda por tu amabilidad.
Dios, qué manera de suplicar.
No, hoy no he visto morir a ninguna sirena.
Es un manuscrito difícil de acabar.
Para entonces yo ya estaba enamorada de la arena: me besaba como nunca me besó mi madre, como nunca me besó la nada, me besaba con una lengua que sabía o que sabe a guijarros sin sal.
Para entonces yo me metí en el agua y la furia me quitó una ropa arrugada de ser y estar.
Me abrió de piernas y extirpó mi vello.
Se metió en mi interior y desgarró mi ego.
Me arrancó dientes y pestañas, dejándome como una novia sin velo.
Y cuando clavó garras y uñas y celo en una piel cosida con cicatrices de pasados inmunes a las infecciones del más letal de los virus, las algas coronaron mi cabeza rota y loca de albergar nichos sin dueño.
Entonces, solo entonces, supe que las mentiras sobre los monstruos son verdades escritas en cuentos.
Hoy me he visto morir bajo el gris de un cielo que no podía dejar de mirar.
Dios.
Vaya final.
Lorena Escobar
Redactora
5 comentarios
Nos vamos desnudando ante la vida, ella misma lo hace sin pedir permiso, y morimos una y mil veces sin que nadie pueda hacer nada.
No solo me encanta, es algo más.
Un besazo.
Qué brutalidad, hermana. Qué manera de escribir.
Sublime, un relato que deja sin aliento. ¡Enhorabuena por semejante talento!
Qué nivel! Magnífico.
He leído una sirena morir, o morirse, o desnudarse la vida para vestirse la muerte y así dejar de desentenderlo todo y empezar a observar la única regla posible: escribe, Lorena, escribe.