Introducción
Escribí el siguiente texto como base para el pasado Festival Palabra celebrado en León. En el coloquio al que fui invitado junto a Ismael Martínez Biurrun (podéis ver la charla completa aquí), mi idea era utilizar mi libro de cuentos Conocerás el mar, esa ancha tumba para desarrollar el concepto de «la palabra ausente» y explorar cómo las obras de ficción pueden dejar huecos invisibles que impelen al lector a buscar algo con lo que rellenarlos. Finalmente, aquel evento derivó hacia un debate más natural e improvisado, cosa que siempre preferiré a la lectura de una reflexión más sesuda. Sin embargo, revisando lo que escribí para aquel evento, considero que se trata de un texto idóneo para publicarlo aquí.
La palabra ausente
Al hablar de creación de narrativas y de cómo los autores abordamos las distintas maneras de desplegar nuestro mensaje —sea este una simple moraleja o una emoción—, creo que es necesario tratar dos facetas que me parecen importantes y que, por algún motivo, no suelen destacarse. Me refiero a la fugacidad y a la ambigüedad.
Sobre la fugacidad, me gustaría empezar haciéndote una pregunta, querido lector. En esta era de monopolio audiovisual, ¿qué viste anoche? Estoy seguro de que no has de pensarlo mucho y que uno o dos títulos acudirán raudos a tu cerebro.
Pregunto esto porque vivimos inmersos en un fenómeno que me llama poderosamente la atención. Llevamos unos cuantos años (bastantes ya) en los que las series de televisión —o de plataformas— han ganado preponderancia con respecto a las películas. El mundo discurre cada vez más rápido y nos imprime un ritmo que nos deja poco tiempo para el ocio. Por ello, preferimos emplear ese tiempo en actividades rápidas y de recompensa inmediata. En este escenario aparecen, como un auténtico bulldozer, las series, cuyo formato basado en capítulos nos facilita disfrutar de 45 o 50 minutos de desconexión de la realidad en lugar de tener que emplear una hora y media o dos horas en ver una película. Me parece bien, es algo que yo también hago de vez en cuando (aunque los que me conocen saben que mi preferencia es el largometraje, aunque me vea obligado a dividir su visionado en un par de días).
Ahora bien, si trasladamos esta circunstancia al mundo literario, lo que nos dice el mercado es justamente lo opuesto. Los lectores prefieren mayoritariamente consumir una novela a leer un libro de cuentos. No sabría decir cuál es la proporción oficial, pero si nos fijamos en lo que se publica en materia de ficción, creo que no erraré demasiado si afirmo que el 90 % corresponderá a novela y el 10 % restante a libros de cuentos. ¿Cuál es el motivo de que suceda esto? Sinceramente, no tengo la menor idea.
Antes de seguir, diré que soy consciente de estar cayendo en una pequeña trampa al equiparar a las series con los libros de cuentos, porque una serie es en realidad una historia muy larga que se desarrolla a lo largo de varios episodios, con lo que, por justicia, se podría asemejar más a una novela y sus capítulos. A no ser, claro, que hablemos de series de capítulos independientes como Black Mirror. Sin embargo, hay algo con lo que sí que podemos establecer la comparativa a todas luces: los cortometrajes. Antiguamente —y soy lo suficientemente mayor como para recordarlo—, en los cines solía proyectarse un corto antes de cada película, práctica que tristemente se ha perdido. El cortometraje sí que presenta una historia autocontenida, con una identidad propia y un desarrollo breve pero completo. Y volvemos a la pregunta anterior: ¿por qué en plena era de la fugacidad preferimos historias largas con múltiples personajes y muchas tramas, en lugar de una historia breve que se centra en lo importante y se olvida del relleno insustancial?
La respuesta fácil es: porque venden más. De acuerdo, pero ¿por qué venden más? Es cierto que una novela (una buena novela) permite al autor hablar y reflexionar sobre varios temas y establecer de este modo una conversación con el lector. También es verdad que leer una novela es como realizar una excavación arqueológica. Uno va cavando poco a poco y, durante el proceso, se van encontrando piezas que nos causan cierta fascinación hasta que, finalmente, damos con un tesoro de valor incalculable. Es aquello que se dice de que lo importante es disfrutar con el viaje, y cuanto más largo sea este, más disfrutaremos.
En otras palabras, leer novela requiere paciencia, disciplina y cierto compromiso para que obtengamos una contraprestación satisfactoria.
Ahora bien, ¿acaso el cuento (el buen cuento) no nos proporciona esa recompensa inmediata que tanto propugna la era de la fugacidad? Además, hemos de contemplar que el cuento no ha de ser necesariamente breve. La metamorfosis de Kafka, en una edición normalita, se puede ir fácilmente a las 60 páginas. Stephen King tiene algún relato que casi alcanza las 80 páginas. Distancia de rescate, de Samanta Schweblin, se publicó como novela pero no deja de ser un cuento largo. Hay muchos ejemplos.
Pero, centrándonos en el cuento breve, cada cuento funciona como una historia con entidad propia e independiente. El buen cuento ofrece una historia completa en la que el lector no va a echar en falta a personajes poco importantes ni va a necesitar tramas secundarias. El buen cuento presenta una circularidad total y un cierre claro. Un todo encerrado en un contenedor diminuto. Para lograr eso, por supuesto, es necesaria la economía de palabra, la palabra ausente. Los que escribimos cuento debemos acertar de manera extrema con la elección de cada una de las palabras, de las escenas, de las líneas de diálogo, porque no va a haber muchas. Debemos olvidarnos de vericuetos y subterfugios e ir directos al grano.
Hay quien dice que escribir cuentos es más sencillo porque empleas menos tiempo, porque te centras en algo muy concreto, porque no tienes que esforzarte en crear muchos personajes… Sin embargo, los códigos que debemos manejar son tan estrictos que resulta muy difícil escribir un cuento satisfactorio. Al mismo tiempo, contamos con toda nuestra imaginación y con una meta clarísima en la mente: el impacto. Todos habremos leído novelas que no nos han dicho nada, quizá porque no son buenas novelas, o simplemente porque no son para nosotros, o tal vez porque el autor o autora no pretendía hablarnos a nosotros sino mostrar algo que nos resulta demasiado ajeno. Con el cuento puede suceder lo mismo, pero es cierto que resulta más efectivo en cuanto a su misión porque esa misión (la de impactar o llegar al lector de algún modo) no está tan difuminada, sino que está marcada a fuego en la intención del autor.
En este caso, la fugacidad juega a nuestro favor, porque nos permite adentrarnos sin ambages en una situación determinada y explorarla desde el ángulo que queramos, sin tener que distraernos en mostrar nada más. Es verdad que hay autores que entienden el cuento como una novela resumida, y lo estructuran en capítulos, exploran personajes, estiran la trama en múltiples escenas… Me parece válido y respetable, pero yo entiendo el cuento breve como la oportunidad de respirar dentro de un ataúd por el limitado tiempo que nos permite el oxígeno que se acaba. Es decir, creo que el cuento ha de concretar desde un punto pequeño y, a partir de ahí, hacerlo latir pero no hacerlo crecer. Y cuando uno logra escribir un buen cuento, y lo reconoce como tal, porque llega un momento en que se reconoce, te das cuenta de que ese latido se va a quedar con el lector durante mucho tiempo.
Hasta aquí la fugacidad, vamos con la ambigüedad.
Ojo, porque la definición de ambiguo es «aquello que puede entenderse de varios modos o admitir distintas interpretaciones y dar, por consiguiente, motivo a dudas, incertidumbre o confusión».
Bajo mi punto de vista, no hay mejor cualidad que se pueda imprimir a un cuento. Otorgarle al lector la posibilidad de elegir una explicación entre varias posibles es un regalo que a mí, como lector, me parece impagable. Por otro lado, también es una herramienta para hacer trabajar al lector y para, de algún modo, obligarle a leer de otra manera. Todos los que estamos aquí somos lectores y asiduos de librerías de todo tipo. Como yo, estaréis hartos de ver en los escaparates los libros de los grandes grupos editoriales y habréis comprobado que los títulos más vendidos tienen que ver más con la fugacidad que con la ambigüedad. Digo esto porque ese tipo de obras se basan en tramas ligeras, lineales y sin muchas dobleces, que el lector puede seguir sin problema alguno porque no existe la ambigüedad. Y eso está muy bien, pero cuando uno solo se dedica a leer este tipo de libros, al final hay una parte muy importante de la literatura que se está perdiendo.
Por eso, yo quiero reivindicar lo ambiguo y “reeducar” al lector para que, al menos, alterne obras ligeras con otras de mayor poso. Creo que es un reto muy bonito tanto para los autores como para los lectores.
Mi admirado Stanley Kubrick dijo en una ocasión lo siguiente:
«Podríamos apreciar de otra manera La Gioconda si Leonardo hubiera escrito en la parte inferior del cuadro: Esta mujer está sonriendo de esa manera porque tiene los dientes cariados o porque está escondiendo un secreto de su amante. Hubiera quitado la apreciación del que lo contempla y le hubiera puesto en otra realidad distinta de la suya propia. No quería que eso pasara».
Esto ilustra a la perfección lo que quiero transmitir. Cualquier obra, de cualquier disciplina artística, es susceptible de escamotear algunos detalles a quien se enfrenta a ellas. Si La Gioconda representa un pequeño misterio (y aquí conectamos con las palabras de Ismael) es porque su autor se aplicó para generar ese misterio y para no dar explicaciones innecesarias. Estoy seguro de que todos los aquí presentes tendréis en vuestra cabeza alguna obra que os plantea ese misterio, y también estoy seguro de que eso convierte a la obra en una de vuestras favoritas.
Ahora bien, ¿cómo se consigue esto en literatura? Pues más o menos de la misma manera. El autor debe contemplar la imagen completa de su obra en su cabeza, pero no ha de trasladar al papel esa totalidad, sino solo detalles o piezas que, unidos, logren que el lector también vea la imagen completa. Puede parecer algo muy difícil, y lo es, pero quizá no tanto como la gente pueda pensar. El problema es que nos han acostumbrado a la explicación certera, a que se nos proporcionen todos los detalles, a que el misterio quede resuelto en las últimas páginas. ¿Y si dejamos el misterio abierto y que sea el lector quien trate de resolverlo después de finalizada la lectura?
Julio Cortázar tiene entre su producción literaria muchos cuentos que ejemplifican todo esto a la perfección. Por decir uno, voy a mencionar «La noche boca arriba», no sé si lo conoceréis. Se trata de un cuento en el que un personaje tiene un accidente con su moto, un accidente que parece de poca importancia, pero se lo llevan en una ambulancia y lo ingresan en el hospital. Allí, se queda amodorrado varias veces y sueña con que es una especie de guerrero en la época de los antiguos aztecas, y siempre se ve corriendo por la selva mientras es perseguido por otros guerreros que quieren apresarlo para sacrificarlo a los dioses. Esta pesadilla se repite en varias ocasiones durante el cuento, hasta que al final lo apresan y él ve cómo lo llevan a la pirámide en la que lo van a sacrificar. Disculpad que os reviente el cuento entero, pero lo interesante es cómo Córtazar lo narra. El caso es que, al final, el personaje reconoce que la verdadera realidad es la que está viviendo en la pesadilla y que su accidente de moto y traslado al hospital es el verdadero sueño. Os animo a leerlo si no lo habéis hecho, porque la ambigüedad aquí es absoluta. Al final, uno no sabe con qué versión de la historia quedarse, y la magia del cuento radica en esa amplia posibilidad de que cualquiera de las dos versiones pueda ser la verdadera.
Voy a poner otro ejemplo que seguramente sí conoceréis, porque con el tiempo se ha convertido casi en un cliché, y es el célebre microrrelato «El dinosaurio» de Augusto Monterroso.
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Solo siete palabras le bastan a Monterroso para definir la ambigüedad. Si acudimos de nuevo a la definición del diccionario de la Lengua, tenemos aquí el claro ejemplo de algo que puede entenderse de varios modos o admitir distintas interpretaciones y dar, por consiguiente, motivo a dudas, incertidumbre o confusión.
Como en el cuento de Cortázar, aquí el dinosaurio también puede ser un resquicio del sueño del narrador, o quizá ese narrador quedó inconsciente por un ataque del animal y, al despertar, ve que sigue allí. Quizá el dinosaurio no sea más que la obsesión de un escritor que trata de librar su obra de elementos fantásticos pero no puede impedir que el dinosaurio siga obcecado como idea en su cabeza, un poco a la manera del Moby Dick de Melville. Las interpretaciones son innumerables, y es posible que cada lector tenga la suya. Conseguir eso en un cuento breve, y especialmente en un microrrelato, es un logro magnífico y me parece una cualidad a la que debemos aspirar.
En mi libro hay más de uno y más de dos cuentos que acuden al abrigo de la fugacidad y de la ambigüedad. En algunos recurro al onirismo, aunque en un sentido distinto a como lo hacen Cortázar y Monterroso, ya que trato de trasladar al lector la sensación de incoherencia que nos proporcionan aquellos sueños que nos desconciertan y a los que intentamos en vano buscarles un sentido. Pero me gustaría mencionar un cuento que quizá sea el más aterrizado en la realidad pese a que, a nivel formal, pueda resultar el más ambiguo de todos. Su título es «Greyhound bus» y se ubica en la mente de un asesino que mató a cuatro niños. Desde su mente caótica se nos narran tres realidades que transcurren de manera simultánea: su estancia en una celda, el momento de los primeros crímenes que cometió junto a un río y el último asesinato que realizó dentro de un autobús. Aunque el cuento describe algo muy real (de hecho, está basado en un suceso auténtico), la manera de presentar los acontecimientos lo inscriben dentro de la más absoluta ambigüedad, ya que hace dudar al lector en todo momento, genera la incertidumbre y la confusión, y obliga al lector a buscar su propia interpretación. Al mismo tiempo, busco la fugacidad en la economía de palabras, en la sucesión de frases necesarias para que cada una aporte un porcentaje de información, y en huir de todo el relleno insustancial que, al final, aporta poco en un cuento breve.
Espero que lo leáis y que os guste.

José Luis Pascual
Administrador
3 comentarios
El texto es una maravilla. Me encanta la reflexión.
“se centra en lo importante y se olvida del relleno insustancial”, dices, amigo. Pero vuelves a caer una trampa y al parecer de esta no te das cuenta: cuidado con el “relleno insustancial”, porque a veces un autor necesita describir cientos de pequeños detalles (la temperatura, una tormenta, el color de las paredes, el tipo de adminículos y ropas que lleva un personaje, los primeros quince años de vida de otro, etc.) para conformar correctamente “lo importante”, entonces a esto no lo tenemos que llamar lo importante sino más bien lo sustantivo, o lo capital, o acaso el momento álgido: pero tan importante es el primer capítulo como el último, y por tanto a aquello otro tampoco hemos de colocarle el apelativo de insustancial. Sé por dónde vas y no quiero enmendarte la plana, pero, al igual que a Sócrates, me gusta darle vueltas a las cosas. Mira El castillo, por ejemplo, de Kafka.
Por supuesto que sí a la metáfora arqueológica, y por supuesto que sí a lo de encontrarte tesoros ocultos, pero esto no quita lo anterior.
Y ahora sí voy a enmendarte la plana:
“Los que escribimos cuento debemos acertar de manera extrema con la elección de cada una de las palabras, de las escenas, de las líneas de diálogo, porque no va a haber muchas. Debemos olvidarnos de vericuetos y subterfugios e ir directos al grano”. Aquí sustituye cuento por novela y pon en afirmativo el “porque no va a haber muchas”. Y tendrás un aserto totalmente cierto y verdadero para referirse a la novela. Y ya si quitas el “porque no va a haber muchas”, y al principio dices los que escribimos, sin especificar cuento o novela, el parágrafo se convierte en sentencia apisonadora.
Al final y todo se va a reducir a la maestría del autor (sé que debería poner a continuación “o de la autora” para ser socialmente aceptado y políticamente correcto en estos tiempos abstrusos y oscurantistas, pero no me sale de los cojones).
Por otra parte lo que llamas novelas planas, historias ligeras, “lo que triunfa”, es sencillamente basura y está hecho para borregos y subnormales: el común de la gente, la gran masa. Hay historias fáciles de entender, por otra parte, y con gran enjundia, como las de King o Bradbury, ¡o Dickens! Pero ya habría que irse a un debate interminable, y divertido, que desafortunadamente no podemos desarrollar aquí ☹️
En verdad estamos de acuerdo. Con “lo insustancial” no me refiero a todos esos aspectos que mencionas; de hecho, estoy escribiendo una novela y estoy tirando de esos recursos para, espero, crear una atmósfera, un decorado creíble, personajes con peso, etc. Todo ello lo considero necesario e importante. Me refería a la tendencia de muchos novelistas de llenar las páginas con descripciones que no vienen a cuento y que no tienen más propósito que el del aumentar el grosor de su obra. Y claro que se puede usar en cuento, aunque ya sabes que soy amigo de prescindir de cuanto lastre sea posible.
En cuanto a la elección de palabras, también te doy la razón. Mi exposición apunta únicamente al cuento, pero es tan válida como apuntas para obras largas.
Aquí sí que habría un verdadero “Forjadores de relatos” para hacer en rabioso directo! Un abrazo.