A veces lo miro todo como si mi deber fuese transformarlo: lo baladí en sustantivo, lo cotidiano en extraordinario, y sobre todo: lo que no es terrorífico de por sí en terror.
Esta mañana, hablando con amigos, di una vuelta de tuerca a ese viejo cuento, que por cierto le ganaba ya en honores al dinosaurio de Monterroso antes de que Monterroso supiese escribir si quiera, «érase una vez Periquillo Sarmiento, que se fue a cagar y se lo llevó el viento». Bien; yo añadí una coda y el cuento quedó así: «érase una vez Periquillo Sarmiento, que se fue a cagar y se lo llevó el viento; se lo llevó a otra dimensión, donde lo desgarraron de fuera a dentro». Se ve a lo que me refería con ese afán de transformación.
Después de esta broma, que no era tan broma, sino más bien un ejercicio de seriedad bufa, estuve pensando en mi engendro. Pensé que al mentar una dimensión en que te desgarran de fuera a dentro, se le presenta a uno enseguida esa dimensión de Barker en que los cenobitas te hacen eso justamente: desgarrarte. Pensé también que algunos estados mentales que describe Lovecraft podrían ser esa otra dimensión en que al pobre Periquillo Sarmiento le hicieron eso. Porque se lo hicieron, ¿sabéis? Quiero decir que aún sin ser el personaje de mi autoría, yo lo cogí y lo metí en mi pesadilla, lo transporté a ese lugar protervo e hice que lo desgarraran cruelmente. El personaje, como se observa claramente, no tiene dueño: ningún personaje lo tiene. Así como nosotros, actores en ese gran teatro del mundo que dijo el borrachuzo aquel, no tenemos dueño, ni dios, ni ángel de la guarda: estamos expuestos, todo el tiempo, al albedrío letal de demiurgos socarrones, que a la mínima, siguiendo el dictado de su afán de transformarlo todo en terror puro, nos transportan a dimensiones aberrantes; cabrones. A veces su nombre es accidente de aviación, ataque al corazón, cáncer de próstata. A veces navajazo en un tugurio, violación grupal, broma macabra.
El pobre Frank (que no Franky) Cotton en Hellraiser. Sin piel y tan campante.
También pensé que el cuento, o la nueva mutación del viejo cuento, funcionaba; pero me paro en esta expresión: que algo funcione. Un cuento “funciona” cuando, por ejemplo, se lo cuentas, se lo lees a un niño y el niño lo hace suyo (seguramente con idea de contarlo él mismo más tarde). Esto se suele denominar “interiorizar la historia” a veces, y es expresión acertada: hacerla tuya. Es lo que hice con Periquillo, precisamente, para crear mi pastiche: lo robé, lo hice mío y lo usé, ya hecho, ya un personaje de enjundia, que vivía desde hace tal vez cien años en las mentes de miles o millones de personas, como me apeteció. A mí me lo contaba mi madre cuando era tarde para un cuento largo, y a ella, seguramente, se lo contaba mi abuela. (Esto de coger al personaje de otro lo vemos muy a menudo: con Conan lo han hecho un centenar de escritores, con Sherlock Holmes; o con Jack el destripador…).
Como iba diciendo: si el lector, o el oyente, hace el cuento suyo, se puede decir que la historia funciona, que es buena. Esto está muy cerca de aquello que nos enseñaron en el colegio sobre el “éxito comunicativo”: uno habla, el otro escucha y capta el mensaje: ¡albricias! el éxito comunicativo ha tenido lugar, la magia: la comunicación.
Pero hablaba del terror. ¿Acaso es tan sencillo como poner al personaje en un infierno, en una situación grotesca, o sobrepasado de impensable dolor? Pues sí.
Y no. De ahí que antes de que el autor empiece a joder al personaje nos cuente su vida, sus amores, sus sentires; volvemos a la interiorización, pero ahora con otro nombre: identificación. Cuando pasamos un tiempo con el personaje nos sentimos en mayor o menor grado identificados con él, en primer lugar simplemente por ser él también una persona, o acaso solo un ser pensante y sintiente, como nosotros. Después, el autor, ese demiurgo del que hablaba, solo tiene que joderlo, y entonces: te jode a ti también.
¿Pero por qué ha muerto este o aquel en tal o cual novela, por qué diablos? Es una pregunta que me ha hecho, indefectiblemente, mi hermana en cientos de ocasiones, a menudo después de leer una novela de terror, de King sobre todo; y a menudo también con lágrimas en los ojos. Y yo, igual de indefectible, le respondo: tienen que morir, o les tienen que sacar los ojos, o violarlos, si no, ¿qué? ¿cómo íbamos a sufrir con ellos si todos salen bien parados, si nadie es jodido? No, imposible: si quieres terror, tienen que pasar cosas malas.
Pero alto: ya nos salimos, casi sin darnos cuenta, del terror. Cuando en Ana de las Tejas Verdes muere la mujer, recién parida, de uno de los personajes, Sebastian, también nos mesamos las barbas y exclamamos ante los inconmovibles dioses: ¿por qué, por qué, por qué?
Acaso, como ya he insinuado en anteriores ocasiones, hablar de género sea una sandez, hablar de terror, o de lo que sea. Hablamos de una historia, y si es buena, nos conmueve, es decir: nos toca por dentro, nos cabrea, nos hace llorar, de felicidad o de pena, nos pone los pelos de punta, nos hace recordar movidas que preferiríamos mantener en el olvido. Conmueve, conmociona. He ahí la magia. (Recordad cómo se mosqueó la peña con Doyle cuando se le ocurrió matar a su personaje, le exigían que se retractase, se negaban a creer esa tontería de que Sherlock había muerto).
Este mecanismo se ve, de forma burda pero divertida, en las llamadas películas slasher: nos martirizan cuarenta y cinco minutos sin que muera nadie, nos enseñan cuatro tetas, dos canutos, nos presentan al “guapo”, a la “tonta” (normalmente con gafas), a un par de “salidos”, etcétera, en un campamento, o en una universidad… es una convención, digamos, y una guasa, y además: te permite, en el cine, ir a comprar palomitas o a mear, sin preocuparte de perder nada sustantivo. Al volver a tu asiento le preguntas a tu colega: ¿se han cargado ya a alguien? ¿No? Uf, menos mal.
Si no queremos hacer sufrir especialmente a nuestro personaje, podemos recurrir a lo fantástico. Contamos su vida, lo presentamos, le damos un pasado, unos amores de verano, lo que queramos, y entonces, en el medio del camino de su vida: pum: le hacemos ver un fantasma, o un ovni, o lo que nos dé la gana; y ya lo tenemos, otra historia ha tomado forma. Lo siguiente, la resolución, es otro cantar… Y el tema de hacerlo con mayor o menor gracia, también (volvemos a lo de siempre, la buena literatura puede tocar cualquier tema, da igual: ahí tenemos las absurdeces que pasan en El castillo de Otranto, por ejemplo, ¿y qué? Por absurdas que sean nos encantan, simplemente por estar bien escritas, solo por eso).
Y hasta aquí, queridos niños, mis reflexiones de hoy sobre los mecanismos del terror: recordad: en las historias de terror pasan cosas malas. Parece una tontería pero me huelo que incluso esto nos lo van a censurar al final, y nos encontraremos con novelas de terror sobre personas que no hacen nada en un mundo aburrido en el que solo suceden cosas justas y buenas. Qué asco.
Fco. Santos Muñoz Rico
Redactor
4 comentarios
Grande Periquillo. A ver si vuelve y se hace con él la historia que merece.
Magistral este artículo!!!… Y si, si es terror, van a pasar cosas malas, muy malas…que si no, es novela dulce o por lo mucho Sci-Fi… Que viva el Periquillo!!! 🙌😇
Estás peor que Don Quijote. Te hace falta un año sin literatura.
Y lo bien que sienta tb cuando muere el malote de turno horriblemente, y tú como lector lo disfrutas como un loco, a ese que lo maten y que yo lo vea! Cuánto más sufra mejor! Juaaajuajuajuaaaaaaa ( risa de demoña)