Relato: UN MARCO INCOMPARABLE (J. D. Martín)

por J. D. Martín

Introducción (por José Luis Pascual)

Aunque no lo parezca en un inicio, Un marco incomparable forma parte del creciente universo del detective sobrenatural Jonathan Silencio. Pese a su condición independiente, el relato que presentamos hoy alberga cierta conexión con la mitología creada por J. D. Martín, y no solo por la localización en la que se desarrolla la trama. Será el lector quien deba averiguar ese enlace.

Por lo demás, presentamos un relato de corte clásico que introduce algunas novedades interesantes. Existe cierto juego oculto con la identidad del personaje protagonista, así como una fantástica ambientación y documentación del lugar en el que transcurre la historia. La construcción de la trama, así como el giro final, a buen seguro serán del gusto de los amantes de la literatura fantástica y de novela negra. Después del relato, os animamos a descubrir las novelas protagonizadas por Silencio.

Sin más, os dejamos con «Un marco incomparable». Esperamos que lo disfrutéis.

Un marco incomparable (J. D. Martín)

Por supuesto que no me alegré del fallecimiento de la tía Elisa. Pero hay que reconocer que llegó en un momento muy oportuno.

Hacía apenas un mes que me había divorciado, tras un proceso de visitas a Urgencias, denuncias por maltrato y terapia psicológica que a punto estuvieron de acabar con mi cordura.

Como tantas personas en mi situación, había tardado mucho en actuar contra ese trato abusivo, en asumir que no se trataba de algo anecdótico sino de un rasgo de carácter, una enfermedad de mi marido que no podía calificarse de otra forma que como pura maldad.

Tardé demasiado en ser consciente de que nadie tiene derechos sobre otras personas, de que alguien que trata, cada día, de rebajar a su pareja para someterla, para convertirla en un ser débil y dependiente, esclavizado y sumiso, no es más que un monstruo.

En ese momento creí que lo sabía todo de los monstruos.

El revulsivo que me hizo reaccionar fue el comportamiento de Joaquín, mi marido, con nuestro hijo Ramón. Le habíamos adoptado un año antes de que Joaquín empezase a ponerme la mano encima, cuando su maltrato era sólo una actitud dominante, que condicionaba mi vida y mis decisiones sin que apenas fuese consciente. Todo mejoró con la llegada de Ramón. Ambos le queríamos, aunque de muy distinta manera.

Empecé a darme cuenta de que Joaquín anulaba al pequeño con sus castigos, con sus continuos desprecios a los méritos y logros del niño, con su actitud de prepotencia. Me acusaba de ponerme siempre del lado de Ramón, de sobreprotegerle.

El estallido no lo provocó una paliza, ni los cada vez más frecuentes y violentos castigos que me propinaba. No, ya hacía tiempo que me consideraba incapaz de romper aquella rutina de maltrato, aquella situación que no pude o supe frenar en origen y que se había convertido en cotidiana, en algo fuera de mi control. Fue una explosión lenta, el hacerme consciente de que Ramón se estaba convirtiendo en un pequeño adulto amargado, sin confianza ni ilusiones, sin capacidad de decisión ni orgullo por sus logros diarios. En alguien como yo.

La separación, como tantas otras, no fue fácil. Joaquín no quería dejarnos marchar. Abogados, partes de Urgencias… La triste rutina de la dominación, saldada con dos órdenes de alejamiento y un juicio que se alarga como la agonía de un enfermo terminal.

Y así fue como me encontré, con casi cuarenta años y un niño de siete, durmiendo en un hotel barato y buscando un punto de inicio. Como si toda mi vida anterior hubiese sido un ensayo para una obra que no iba a representarse jamás.

Por suerte, mi trabajo depende sólo de un ordenador y una buena conexión a Internet, así que no tuve ningún problema para trasladarme desde Madrid hasta la pequeña localidad castellana de Nava del Rey cuando los abogados de tía Elisa contactaron conmigo.

Ella era en realidad tía de mi madre, pero siempre la traté como «tía» y nuestras relaciones, basadas en visitas durante las vacaciones de verano, postales en Navidad y encuentros en eventos familiares, fueron siempre buenas. Era una mezcla de abuelita entrañable y tía del pueblo, de esas que siempre te llenan dos veces el plato. Gracias a antepasados terratenientes, tía Elisa gozaba de una situación económica más que desahogada, y había comprado varias casas en Nava del Rey a lo largo de sus noventa y seis años de vida, legando ahora a cada uno de sus sobrinos una de ellas. A mí me tocó en suerte una de las mejores, situada en la calle González Pisador, junto a la plaza y la impresionante iglesia de los Santos Juanes.

Mis padres, siempre dispuestos a echarme una mano desde que decidí tomar las riendas de mi vida, se harían cargo de Ramón durante una quincena. Iban a pasar esos días de vacaciones en un hotel de la costa, y como Joaquín no sabía dónde ni tampoco tenía noticia de mi reciente herencia, yo dispondría de dos semanas tranquilas para ver la casa y decidir si me mudaba allí con mi hijo. A un lugar sin miedo, sin el temor a que mi exmarido apareciese en la puerta, violando la orden de alejamiento y amenazándome de nuevo. Cuando aparqué frente a mi nueva casa, no pude evitar unas lágrimas de alivio y di las gracias en silencio a tía Elisa.

*

Necesitaba calmarme, así que entré en el bar España, que quedaba frente al edificio, y pedí un té verde. No había mucha gente en el local. Sólo una cuadrilla de ancianos disfrutando su vinito de mediodía y un hombre solitario, con pinta de obrero —camisa de cuadros, vaqueros desgastados, viejas botas de trabajo—, que leía el periódico junto a la ventana mientras bebía lo que me pareció un whisky. Me quedé mirándolo unos segundos, en parte porque me llamó la atención su rudo atractivo, pero sobre todo por su bebida. Aunque Joaquín no es bebedor, relaciono sin querer el alcohol con el maltrato por las muchas experiencias de otras personas que he conocido durante mi proceso de separación. El obrero me miró con una leve sonrisa de medio lado, pero aparté la vista en seguida. No me gusta la gente que bebe fuerte tan temprano, y además no era momento para flirteos.

Mantuve una breve y banal conversación con el camarero antes de adquirir una botella de vino de la zona, y después dejé el bar, cogí mi maleta del coche y entré en la casa.

Un nuevo suspiro de alivio surgió de mi pecho al cerrar la puerta a mi espalda, suspiro que se convirtió en un leve jadeo de asombro al notar el frescor intenso del ambiente, sorprendente en pleno agosto. Puse la cadena de seguridad y dejé la maleta junto a un viejo paragüero de latón decorado con La bata rosa de Sorolla. Me quité los zapatos y recorrí las diversas estancias, ornamentadas con el gusto recargado de una anciana, disfrutando el frescor de las viejas pero lujosas baldosas en mis pies descalzos. Los cuadros mostraban paisajes castellanos, blancos crudos en el invierno y el amarillo y verde propio de los campos de cereal y los bosques de pino o encina, y cada mesita, aparador y comodín estaban cubiertos de tapetes de ganchillo y figuritas de cristal o cerámica. Una fina capa de polvo atestiguaba el tiempo que llevaba la casa deshabitada. Los dos amplios balcones que daban a la calle González Pisador me permitían ver la terraza del bar España, y sus marcos de madera crujieron levemente al abrirlos. Pensé que los cambiaría por aluminio, más limpio y moderno, y sonreí al darme cuenta de que empezaba a ver la casa como mi casa.

Acaricié aquellos marcos de madera antigua, suaves y oscurecidos por mil barnizados, plagados de muescas viejas que el tiempo o el descuido habían dejado, como cicatrices, como recuerdos de otras vidas, de gentes que habían sido felices en aquella casa. Ramón y yo también seríamos felices allí, me prometí, sintiendo un cosquilleo en los dedos que atribuí a la emoción del momento.

La puerta del bar se abrió y vi salir al obrero, que se detuvo en la acera para encender un cigarrillo y colgarse al hombro una vieja mochila. Paseó su mirada por la calle y sentí por un instante que me miraba, que observaba las ventanas de la casa con disimulo. No. No tenía sentido. Pura aprensión, instinto de víctima. El obrero se marchó calle arriba, hacia la iglesia, y yo decidí guardar el vino en la nevera y olvidarme de él. Olvidar el miedo. Joaquín no podía encontrarme allí y eso era lo importante.

*

No sé en qué momento me venció el cansancio, pero desperté cuando el sonido del timbre rompió la calma de la tarde. Tenía frío, la boca algo pastosa y un leve, en realidad agradable, mareo tras las dos copas de vino que había disfrutado en el sofá del salón, escuchando música en mi móvil. Apagué el reproductor y abrí la puerta, ahogando un bostezo.

En el descansillo había dos hombres trajeados, serios, con portafolios de piel oscura. Tras ellos, en un segundo plano, estaba el obrero al que vi en el bar. Reconozco que me asusté durante un momento, hasta que el más joven de los trajeados sonrió y me habló en tono cortés.

—¿Don Ignacio Gil, por favor?

—Sí, sí… soy yo —respondí, aún desconcertado.

Nos estrechamos las manos mientras se presentaba.

—Soy José Luis Márquez, uno de los abogados del bufete que lleva los asuntos legales de su tía abuela doña Elisa Cañizáres Gil. Me acompaña don Ernesto Ramos, también abogado. Queremos manifestarle nuestro más sentido pésame por el triste deceso.

—Sentimos enormemente interrumpir su duelo —siguió el otro hombre, ofreciéndome su diestra—, pero siendo usted el heredero y, por tanto, propietario a todos los efectos de este inmueble, nos vemos en la obligación de tratar ciertos detalles legales a la mayor brevedad.

Su voz era gris, neutra, y me hizo pensar en los hombres que trabajaban en el banco de tiempo de Momo, aquella vieja novela en que los adultos perdían su imaginación y su alegría de vivir.

—Bueno, la verdad es que acabo de llegar y…

—Por supuesto, entendemos lo precipitado del caso, pero estoy seguro de que no necesitaremos robarle mucho tiempo —dijo Ramos.

—Tal vez deberíamos haber concertado una cita telefónica y…

Ramos cortó a Márquez, en un tono igualmente neutro pero que traslucía cierto enfado. Como la vibración de una cuerda tensa que amenaza con romperse.

—Sin duda será más cómodo para todos si entramos en la casa y hablamos tranquilamente. No pretendo, por supuesto, inmiscuirme en su intimidad, señor Gil, pero mis obligaciones para con mis clientes me incitan a tratar este asunto a la mayor brevedad. En unos minutos podrá usted verse libre de nuestra presencia, por la que le pido disculpas de nuevo.

El abogado se había metido en la casa mientras hablaba, de forma que no me dejó más remedio que cederle el paso o bloquearle con mi cuerpo. Desconcertado como estaba, me encontré con los tres hombres dentro antes de haber tomado una decisión consciente.

—¿A qué clientes se refiere? —pregunté, mientras les guiaba hacia el salón—. Mi tía es… era, claro, su cliente, ¿no es así?

Llegamos al salón e invité a mis visitantes a sentarse en el sofá, escogiendo para mí una cómoda butaca que recibía la luz de los amplios balcones. Me sentí algo avergonzado por la botella de vino y la copa, pero los abogados ignoraron elegantemente su presencia.

—Verá, señor Gil, yo represento a su tía y, en disposición de su testamento, también defenderé sus intereses en adelante. Como ya le comunicó mi bufete, existe un fideicomiso que garantiza la cobertura legal de todas sus necesidades. En cuanto al señor Ramos, su cliente mantenía una relación contractual con doña Elisa, que es de la que queremos tratar con usted en el día de hoy.

Ramos había abierto su maletín mientras tanto, y extrajo dos carpetas que colocó frente a él, sobre la mesa. Me entregó una de ellas mientras me explicaba su contenido.

—Como podrá comprobar en estas copias, cuyos originales obran en poder de sus abogados y de mi propio bufete, su familia mantiene una larga relación contractual con mis representados. Se basa en una antigua costumbre local, repetida en muchos pueblos cercanos, sobre el uso de los balcones para disfrute de fiestas y actos públicos en fechas señaladas. No es extraño que los dueños del inmueble vendan o alquilen sus balcones a terceras personas para que los usen en dichos eventos, llevando asociados en ocasiones estos contratos otros derechos.

Revisé rápidamente los papeles mientras él hablaba. Algunos eran del siglo pasado, y el más moderno, el único que pude entender en un primer vistazo, había sido firmado catorce años atrás. Por lo que sabía, en las fechas en que tía Elisa compró la casa.

—La familia a la que represento —siguió el abogado— lleva más de dos siglos utilizando este balcón y pagando puntualmente un alquiler, nada modesto como verá, por dicho uso en las condiciones concertadas. Nuestra intención es asegurar la prórroga de este compromiso y la integridad del balcón alquilado en las condiciones pactadas.

—¿Me está diciendo… me está diciendo que mi balcón no es mío? —inquirí, sorprendido.

Seguí revisando el legajo de documentos mientras los abogados, alternándose al hablar, me explicaban la situación. Mi familia había firmado un acuerdo que daba derecho a los huéspedes a usar el balcón y la sala anexa en las fiestas del 15 de agosto, 8 de diciembre y en las misas que se celebrasen desde el balcón de la cercana iglesia. También hacía alusión a las «fiestas de toros» desarrolladas en la plaza, al pie de la iglesia, pero tales actos habían quedado obsoletos tiempo atrás, siendo cada vez más escasos, y los pocos que se mantenían se desarrollaban en la plaza de toros construida unos años antes en la calle Hermano Antonio. El contrato original y sus prórrogas vinculaban a las dos familias, de forma que los herederos estábamos obligados a respetar los términos o resolver la relación mediante el pago de una cantidad que, sinceramente, estaba muy lejos de mis posibilidades económicas.

Mi abogado me explicó que los acuerdos seguían vigentes y que mis huéspedes, por así llamarlos, tenían derecho a sentarse en mi sala y usar mi cocina en las fechas señaladas. Como faltaban pocos días para el 15 de agosto, festividad de la Asunción de la Virgen, habían querido asegurarse cuanto antes de mi posición respecto al contrato. Aunque no me hacía ninguna gracia que unos extraños pasasen la tarde en mi nueva casa, no tenía más remedio que ceder. No podía pagar la anulación del contrato, y además el dinero del alquiler me vendría muy bien. Ramos sonrió cuando me mostré de acuerdo, y señaló con un gesto al obrero, que hasta entonces había permanecido apoyado en la pared junto a un viejo aparador.

—Nuestro operario comprobará ahora que el balcón sigue intacto, como consta en el contrato, y habremos terminado. Le agradezco su paciencia.

—Claro, no hay ningún problema… —asentí con desgana.

El aludido se acercó a la ventana, sacando del bolsillo de su camisa unas gafas oscuras que se puso antes de examinar el marco. Tuve una extraña visión, tal vez una ilusión óptica causada en sus ojos por el reflejo del sol, que entraba a raudales. Sus iris parecieron oscurecerse hasta fundirse con la pupila, una negrura plateada que refulgió durante un segundo hasta que los oscuros cristales les cubrieron. Eché la culpa al vino y los nervios.

El obrero sacó de su bolsillo un pequeño aparato, algo más grueso que un teléfono móvil y de parecido tamaño, y manipuló una pantalla que yo no podía ver. Recorrió el marco con el aparato, que emitía una extraña secuencia de pitidos discontinuos, mientras su mano izquierda acariciaba la madera con sensual lentitud, como si percibiese cada muesca y cada poro. Se detuvo en varios puntos, manipulando la pantalla o tocando con más lentitud y atención el marco. Estuve tentado de preguntar qué hacía, pero mi abogado ya estaba recogiendo sus papeles y Ramos observaba la operación con cierta actitud de cansada incredulidad, ya en pie. Preferí no decir nada para que se fuesen cuanto antes. Tenía frío y estaba nervioso, destemplado sin duda por mi intempestiva siesta en el sofá.

El obrero terminó su trabajo y asintió, quitándose las gafas de sol. Por supuesto, sus ojos eran tan normales como los de cualquiera.

—El marco está en perfectas condiciones. Eso sí, hay muchas capas de barniz superpuestas durante años, así que si quieren dejarlo con su aspecto original necesitarán un buen trabajo de restauración. Puedo hacerles un presupuesto.

—No será necesario, gracias —dijo Ramos con cierto desprecio en la voz.

—Entonces, mi trabajo ha terminado —respondió el obrero, sonriendo de medio lado.

—Así es. Puede irse.

El obrero se despidió con un movimiento de cabeza. Cuando me levanté con intención de acompañarle hasta la puerta, él extendió una mano abierta para detenerme.

—Puedo encontrar la salida solo, no se moleste. Hasta otra.

—Bien, don Ignacio —dijo mi abogado—, pues todo está en orden. Ahora el señor Ramos le entregará el cheque por el importe del alquiler de este año.

—Por supuesto, por supuesto… —Ramos se interrumpió durante un instante al escuchar el golpe de la puerta de la calle—. Aquí está, y si es tan amable de firmarme el recibo…

Guardé el cheque tras lanzar una rápida mirada a la cifra, esperando que no se me notase mucho el entusiasmo. Ese inesperado dinero me vendría muy bien para empezar mi nueva vida con mi hijo. Después, firmé un documento acusando recibo y Márquez lo hizo como testigo. Los tres volvimos a estrecharnos las manos junto a la puerta de la calle y nos despedimos.

Regresé al salón, pensando en tomar otra copa de vino y darme una ducha caliente antes de bajar a comer en algún local cercano. Me detuve en el umbral, sintiendo que la respiración me fallaba. Sobre la mesa seguían la botella y la copa, pero esta estaba llena. Un jadeo de puro terror surgió de mi pecho. Estaba seguro de que la había dejado vacía. Sin pensar, más asustado de lo que recuerdo haber estado nunca, cogí una pesada figura de cerámica en forma de arlequín y me dirigí a los balcones, cerrándolos tras echar una mirada  a la calle, vacía en la calurosa tarde de agosto.

Recorrí la estancia con mi mirada, el oído atento a cualquier sonido, temeroso de que alguien hubiese entrado en la casa. Temeroso de que Joaquín me hubiera encontrado.

Lo primero que me llamó la atención fue el aparador junto al que se había colocado el obrero. Sobre el polvo que cubría su superficie había nueve números escritos. Nueve números, el primero de los cuales era un seis. No tenían sentido para  mí, y sólo pude suponer que el extraño trabajador era quien los había escrito.

Recorrí habitación por habitación, siempre con el pesado arlequín en la mano derecha, abriendo armarios y mirando bajo las camas, encendiendo todas las luces, cerrando cada puerta al salir para que nada ni nadie pudiese escapar a mi registro. Una de las alcobas tenía fundidas las bombillas, así que abrí el armario y el baúl de ropa que había al pie de la cama alumbrándome con la linterna del móvil, mirando las viejas mantas y edredones como si pudieran saltar sobre mí en cualquier momento. En aquella estancia, el frío era más intenso que en el resto de la casa, o tal vez, quise pensar, se debiese a que no tenía ventanas y llevaba mucho tiempo cerrada, y al sudor que el miedo había extendido por mi piel como una pátina fría y viscosa. Entré iluminando el oscuro bulto del armario, pensando que tal vez alguien se ocultase en él, y me golpeé la rodilla derecha contra un viejo y gran baúl colocado a los pies de la cama, que no había visto en la penumbra. Presa de una reacción casi histérica, temeroso de tocar aquella tela antigua, levanté mi pie derecho y pisoteé varias veces la ropa de cama guardada en el baúl, tirando después las mantas del armario hasta ver el fondo, arrancando con violencia los cajones como si pudieran ocultar alguna amenaza. Rendido, agotada la energía que la ansiedad me había provocado, caí sentado sobre la cama y lloré durante un tiempo que se me antojó eterno.

*

Ya era media tarde cuando regresé al salón. Desahogarme me había venido bien, me había tranquilizado. No quería recurrir a los calmantes y antidepresivos de los que dependía unos pocos meses atrás, no quería volver a esa rutina asfixiante y demoledora. Esta era mi nueva vida, nuestra nueva oportunidad, y no iba a rendirme.

Supuse, más bien me convencí de ello, que yo mismo había servido la copa en algún momento de la conversación con los abogados, olvidándolo luego. En cuanto a los nueve números escritos en el polvo, estaba claro. Formaban el número de teléfono de aquel obrero irritante y caradura.

Recordé la fijeza con la que me había mirado en el bar, y supuse que dejar su número era un intento de flirteo. Me hizo sonreír, y a la vez me enfadó. No estaba  yo para coqueteos, aunque tenía que reconocer que el hombre era atractivo, con ese aspecto de fuerza nervuda, contenida.

Pero lo deseché al pensar en el whisky que bebía por la mañana, y en mi actual situación. Lo primero que tenía que hacer era asentarme en mi nueva casa y tranquilizarme. Di otra vuelta por todas las habitaciones, ya no tan frías ni oscuras como me habían parecido antes, presa de los nervios.

Me reí de mí mismo mientras me duchaba y cambiaba de ropa. Qué tontas aprensiones, como si fuera el protagonista de un mal drama. Bastante curiosa era ya la realidad, con mi situación sentimental y la perspectiva de recibir a unos desconocidos en una casa que apenas conocía, sólo dos días después.

Me vestí y bajé al cercano bar España, donde comí, o merendé, a base de tapas y buen verdejo de la tierra. Después pasé por un supermercado que había calle arriba y regresé a casa y, aunque reconozco que volví a mirar habitación por habitación para asegurarme de que no había nada extraño, me sentí mucho más cómodo. Coloqué en la cocina todo lo que había comprado, principalmente comida y elementos de limpieza doméstica, y pasé el resto de la tarde quitando el polvo, pasando la mopa por los techos y molduras, retirando tapetes de ganchillo y viejas figuritas que guardé de cualquier manera en el gran baúl de la alcoba, y limpiando los cristales de las ventanas hasta que parecieron no estar allí. Lavé las viejas sábanas del dormitorio principal, que se secaron antes de que me acostase. Menos mal, porque no había tenido tiempo ni ganas de rebuscar en el abundante ajuar.

*

Los dos días siguientes pasaron en un suspiro. Seguí limpiando la casa, hablé mucho con mis padres y con Ramón por videoconferencia y conseguí que un cerrajero colocase una nueva cerradura de seguridad. También cobré el sustancioso cheque, aunque aún no me lo había ganado.

Pensando en mis forzosos invitados, compré algunos quesos y vinos de calidad, deseoso de ofrecerles un ágape adecuado. Me informé en la Oficina de Turismo sobre las celebraciones de la Virgen de Agosto, que al parecer consistían en una romería en que la Virgen, normalmente ubicada en una ermita fuera del municipio, era bajada hasta la plaza situada al pie de la iglesia. En su balcón, el párroco celebraría la misa, para que el pueblo pudiese seguirla desde las calles, y luego habría una exhibición de danzas tradicionales y música popular. Entre unas cosas y otras cabía suponer que mis invitados estarían en casa desde las nueve hasta al menos las doce de la noche, ya que por tradición la misa empezaba a la hora canónica denominada «completas», que según me explicó el amable funcionario era la última oración de los monasterios antes de irse a dormir.

Durante el resto del día no tuve ninguna sensación extraña en la casa, ni sentí el frío ni más ruidos que los propios de mis viejos muebles de madera. Así que estaba de muy buen humor cuando, a las ocho y media de la tarde, el timbre de la puerta sonó anunciando a mis visitantes. Sólo tenía que aguantarles durante unas horas y sería un hombre libre, con dinero en el bolsillo y una nueva vida por delante.

*

Me encontré conque mis invitados eran una pareja, cuarentón él y casi adolescente ella, pese al maquillaje de salón de belleza que adornaba o tapaba su rostro, ambos bien vestidos con trajes que yo me pondría para ir a una boda pero que sobre todo el hombre llevaba con la naturalidad de quien viste ropa confeccionada a medida cada día. Su blanca sonrisa destacó, perfecta como un amanecer, en el rostro bronceado, y nos estrechamos las manos con firmeza. Me pidió que le llamase simplemente Manuel, y presentó a la muchacha como Cristina, su sobrina y heredera de las tradiciones. Me alargó una bolsa isotérmica, en la que llevaba un par de botellas de Pintia del 2012, un vino de Vega Sicilia que costaba unos cien euros por botella. Me avergonzó pensar en los vinos,  baratos en comparación, que guardaba en mi nevera.

—Espero que aceptes compartir con nosotros este vino mientras disfrutamos juntos del evento, nos ha parecido lo menos que podemos hacer para compensar en parte las molestias…

—Vaya, muchísimas gracias… Tengo un poco de queso que creo maridará perfectamente. Por favor, pasad y poneos cómodos.

Cristina avanzó por el pasillo, con el mismo aire ausente y aburrido que tenía desde que abrí la puerta, mientras Manuel se apartaba para dejar paso a una tercera figura, que yo no había visto en la penumbra del descansillo. Se trataba de un anciano de edad indeterminada, aspecto imponente y mirada penetrante, aunque ya acuosa por lo avanzado de su edad.

—Mi abuelo, don Servando —le presentó Manuel mientras el anciano y yo nos estrechábamos las manos.

Cerré la puerta cuando pasaron y puse la cadena, acompañando al trío hasta el salón. Mientras Manuel indicaba a la muchacha dónde sentarse, don Servando se acercó al balcón abierto y acarició su marco con delicadeza.

—Está en perfectas condiciones —murmuró con voz seca.

—Así lo afirmó el obrero que trajeron y su abogado, sí… —contesté.

—Perfecto, entonces —dijo Manuel alegremente mientras sacaba una botella de la bolsa—, brindemos juntos por las viejas tradiciones y las nuevas amistades.

—Las viejas tradiciones —dijo don Servando tras el brindis—. Supongo que se preguntará usted de dónde viene esta que nos ha reunido para tan agradable velada.

Asentí, paladeando aún el espeso y rico sabor del vino. Don Servando se asomó al balcón, contemplando el cielo y la plaza. Las luces de la calle estaban apagadas, y las estrellas eran visibles en el cielo despejado. Tras un nuevo sorbo de vino, la voz del anciano se suavizó y se transformó en la de un viejo y cansado, pero aún hábil, cuentacuentos. Mientras las calles iban poblándose de fieles que sostenían velas encendidas y Manuel se ocupaba de que mi copa no permaneciese vacía, nos narró viejas historias sobre antiguos dioses paganos, celebraciones de la cosecha de cereal o que rogaban por una buena vendimia, ambas tan importantes en aquella tierra castellana. Celebraciones, por tanto, de la renovación de la vida. Nos contó cómo el imperio romano, y más tarde el auge del cristianismo, habían respetado aquellos festivales dedicándolos primero al culto del emperador, y después a la virgen María, cambiando el objeto de la fe pero evitando todo conflicto religioso. Su voz se volvía más rica, más profunda, a medida que avanzaba la historia. Me sentí embelesado por ella, trasladado a otro tiempo, y en gran medida adormilado por su narración, adornada ahora por los murmullos de las primeras oraciones que el pueblo, dirigido desde el balcón de la fachada de la iglesia por el párroco, empezaba a desgranar en las calles.

Quise levantarme para asomarme al balcón y ver la fiesta en directo, pero una extraña pereza, una cómoda somnolencia, me lo impedían. De pronto, la copa resbaló de mis manos, rebotando en la blanda alfombra y derramando el poco vino que quedaba en ella. Un hormigueo cálido se extendía desde mi estómago a mis extremidades, y aunque quise excusarme por mi torpeza, apenas un balbuceo torpe salió de mis labios.

Manuel sonrió, recogiendo la copa del suelo y dejándola sobre la mesa, mientras don Servando sacaba del interior de su chaqueta un objeto envuelto en trapos. Al desenvolverlo, resultó ser una daga de dos palmos de largo. Sobrecogido por el terror, traté de levantarme, pero mis músculos no respondían. Mis intentos por gritar fueron igualmente vanos, y me sentí apenas capaz de respirar.

—Succilnicolina —dijo Manuel en tono didáctico—, esa es la base del anestésico que ha ingerido con el vino. Nosotros, claro, habíamos tomado el antídoto antes de venir. En cuanto a nuestra invitada, su voluntad ha sido anulada por un compuesto a base de escopolamina. Ni usted ni ella sufrirán… más de lo imprescindible.

Mientras hablaba, el anciano se había vuelto hacia el balcón, abriéndolo por completo. Con los brazos en cruz y la daga en la mano derecha, entonaba una ininteligible letanía cuyo ritmo se fusionaba con el de las oraciones cristianas, pero en un idioma extraño, imposible de entender, que mi instinto me dijo era tan antiguo como esas tradiciones de veneración a deidades olvidadas.

—La renovación de la cosecha. De la vida —dijo Manuel en un tono respetuoso—, algo que mi familia ha practicado desde hace siglos. La postergación de la muerte, nuestro invierno vital, ha sido siempre posible a base de grandes sacrificios. Durante mucho tiempo hemos esperado este día, en que los astros y los dioses están en las posiciones ideales para que esa renovación reúna todo su poder.

Señaló a la muchacha, cuyo aspecto ausente no había cambiado pese a lo que estaba sucediendo.

—El sacrificio de una vida es un precio pequeño a pagar. Por desgracia para ti, también tu vida acaba aquí. En años anteriores la casa estaba vacía, pero tu inoportuna llegada ha modificado nuestros planes.

En ese momento, los marcos del balcón parecieron vibrar levemente, y los viejos grabados arcanos empezaron a brillar con una luz cruda, de un sucio tono blanco marfileño. Mi cerebro abotargado no supo interpretar las figuras y símbolos que iban apareciendo, pero el cosquilleo que enervó mi piel entumecida se intensificó hasta convertirse en un dolor agudo, mil agujas lacerándome, mil insectos devorando cada centímetro de epidermis.

Manuel sacó de su americana un estuche de piel rectangular que abrió tras colocarlo sobre la mesa, y extrajo de él una jeringuilla y una ampolla.

—Una sobredosis de heroína pura —me explicó en un susurro— será lo que te mate.

Me esforcé por ponerme en pie, por hacer que mis músculos se moviesen, obedeciendo a mi voluntad, pero no conseguí más que un leve temblor en las piernas. Sentí un calor sucio extendiéndose por mis pantalones cuando mis esfínteres se relajaron, dejando escapar un chorro de orina. El miedo y la vergüenza, el casi imposible esfuerzo de seguir respirando, eran apenas suficientes para combatir la locura, para aferrarme a la poca cordura que me quedaba.

Iba a morir.

*

Servando se giró, cuchillo en mano, mientras Manuel rodeaba el sofá, colocándose tras la joven sin voluntad y tomando su cabeza por la mandíbula para levantarla, ofreciendo el cuello desnudo al anciano. Con su mano libre, Servando colocó una de las copas vacías sobre el pecho de la joven, disponiéndose a recibir la sangre que iba a derramar. Un crujido de madera llegó a mis oídos, mientras una ráfaga de viento hacía balancearse las puertas del balcón y un escalofrío antinatural me recorría. En el exterior, la voz del sacerdote se elevaba en una homilía de homenaje a la virgen. Concentrados en su pagana oración, Servando y Manuel hicieron caso omiso del viento, del brillo en las extrañas marcas y de los crujidos de madera que pasaron de pronto a convertirse en un ruido de telas flameando, como banderas sacudidas por la brisa.

Un segundo de oscuridad cruzó mis ojos, y pensé que la muerte me envolvía ya, robándome la luz, pero pasó tan rápido como había llegado. Una vieja sábana cayó sobre los dos asesinos, mientras un hombre pasaba corriendo junto al sofá, embistiendo a Manuel y lanzándolo por encima del respaldo, de forma que arrastró al anciano y ambos cayeron sobre la mesa, destrozando el tablero.

El extraño obrero que había revisado el balcón, pues no era otro el atacante, rodeó el sofá y, mientras aquellos dos locos trataban de desembarazarse de la blanca sábana, empezó a acuchillarles a bulto, salvaje e imparable, sin hacer caso de sus gritos desesperados, ahogados por la tela. La joven, aún inmóvil, aún con la cabeza alta, miraba al techo con expresión ausente mientras yo, obligado testigo de aquella carnicería, me esforzaba por respirar y moverme. Un leve temblor produjo un pequeño movimiento en mis manos, y noté que el aire entraba con más facilidad en mis pulmones, pero no pude hacer más para incorporarme, y pensé que aquel loco vendría a por mí en cuanto hubiese acabado con ellos.

Los gritos bajo la sábana cesaron pronto, y también el movimiento. El obrero la retiró, dejando al descubierto los dos cuerpos, pese a la dificultad que representaba la sangre adhiriéndose a la tela.

—Se os han pegado las sábanas, chicos… —dijo con sorna mientras clavaba su cuchillo en el corazón de Servando y después en el de Manuel, con una frialdad profesional más terrible que el salvaje ataque anterior. Después me miró, guiñándome un ojo, y se dirigió a la joven. Pensé que le cortaría el cuello, pero se limitó a bajarle la cabeza hasta una posición más natural. Mientras tanto, el efecto de la droga estaba desapareciendo, y noté que ya podía mover las manos y respirar con más normalidad. El obrero se acercó a mí, separando los párpados de mi ojo derecho para observarlo de cerca y tomándome después el pulso.

—La dosis ha sido baja —dijo con voz ronca— y pronto habrán pasado sus efectos. Mientras tanto, yo meteré los cadáveres de los brujos en ese arcón donde llevo escondido desde la otra tarde, y cuando pase la fiesta, usted me ayudará a cargarlos en su cochazo.

—¿Qué… qué ha ocurrido? —pude decir al fin.

Se encogió de hombros mientras limpiaba la daga en la sábana y la guardaba en su bota.

—Estos dos brujos querían aprovechar cierta conjunción astral para sacrificar una virgen y ganar con ello la inmortalidad. Usted era un testigo incómodo. A mí me contrataron para verificar que las runas del marco funcionarían, y aproveché para ocultarme en su casa y cargármelos, porque soy el bueno de la historia, salvo a la gente y todo eso. Así de fácil.

Conseguí levantarme con su ayuda, y poco a poco sentí que mis músculos volvían a funcionar.

—Pero… pero tendré que escapar de aquí… la policía… perderé a mi hijo… —sentí que la histeria me embargaba.

Me sacudió un bofetón que volvió a sentarme en el sofá, y después sacó una petaca de la que bebió antes de pasármela.

—Estos dos son los últimos miembros de la familia. No tendrá que preocuparse de más brujos. Esta noche su vehículo aparecerá estrellado en la carretera que va a Medina del Campo, y me ocuparé de que coche y cuerpos estén tan calcinados que la autopsia habrá que hacerla con microscopio. Evitaremos así las sospechas sobre asesinato y la resurrección de los hechiceros.

Tomé un par de tragos de whisky mientras él hablaba, sintiendo que mis músculos volvían a la normalidad.

—¿Resurrección?

—Los brujos tienen esa costumbre. Por eso siempre los incinero. Antes limpiaremos esto, dejaremos a la chica en su casa, donde despertará sin recordar nada de esta noche cuando se le pase el colocón, y si todo sale bien, ninguno de nosotros volverá a encontrarse nunca en este mundo.

Mientras yo seguía recuperándome, el obrero guardó la daga de Servando y salió de la habitación, volviendo con varias sábanas más, con las que empezó a envolver los cuerpos.

—Usted sabía lo que iban a hacer. Por eso dejó su número de teléfono escrito en el polvo, y por eso se quedó en la casa.

Asintió.

—Hasta llené su copa de vino para que notase que había algo raro. Me habría gustado preparar esto mejor, pero como usted no me llamó, tuve que improvisar —dijo.

—Está claro que me ha salvado la vida. Y también la de esta mujer… y ni siquiera sé su nombre.

Dejó de trabajar con los cuerpos y extendió su mano derecha, ensangrentada hasta las uñas. No me importó y se la estreché con efusividad.

—Me llamo Jonathan Silencio.

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FRANKY mayo 31, 2024 - 8:44 pm

Casi lo he visto como una película!!!
Este autor debería plantearse escribir algún guion para cine.

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