Bebía del río y vomitaba lágrimas que ni siquiera eran saladas.
Olas.
Olas.
Olas.
No existe otra cosa que calme el dolor de las venas rasgadas en carne abierta.
Ni antibiótico que cure la infección.
Necesita acantilados
(bebe de acantilados. Es su limón, sal y tequila).
Necesita arena supurando y supurante de unas cuencas abiertas que a veces miran llenas y, a veces, vacías.
Cuencas que solo piensan en azul.
Ese azul.
Es azul mar
(no existe mejor definición ni metáfora más cristalina).
Fue lo primero reconocido y reconocible en el rostro que la contempló de lejos.
Que la besó de cerca.
Él
(él)
poseía unos ojos del color insomne de los valientes.
Del suicidio de las vírgenes que pierden himen y credo.
Ojos del color de un cielo sin nubes, por no llamarlos ojos de mar
(para que se jodieran un rato las sirenas).
Olía
(quizás aún huele)
a terapia de las caras. Confesión de las hirientes. Penitencia que purga lecho y amanecer.
Sabía
(quizás aún sabe)
a carne reciente y besos pasados.
Sabía, joder, a la pala que cava el nicho que cobija vivos y no muertos.
La abrazaba y subía la marea.
Después, se retiraba.
Y bajaba la luna a besar la estela que barría con su saliva salada
(siempre salada).
Horas, horas de un tiempo que (él) decía (dice) que ni siquiera existía (existe) se vertieron en el fondo colmado de sexo ansioso y canciones fuera del pentagrama. Dibujando y desdibujando albas con olor a piel trémula y baile de lenguas, flujos, vaivenes.
Eran (éramos) un tren en movimiento sobre raíles torcidos.
Vías vivas.
Vivas con sangre de acero.
Se enamoró
(eso pensaba ella).
Como solo sabe amar el mar la mar de su cauce.
Se enamoró como cuentan los poemas (maldito verso que se enquista entre líneas de mugre histérica).
Se enamoró.
Qué más da si en pasado, futuro o no presente.
Sin embargo,
en ocasiones,
el océano también se seca.
La dejó (él)
tajante.
Cruel (rima impostada).
La dejó con alevosía frente a una playa que no estaba llena pero tampoco desierta y donde el oleaje sonaba a verdades que fingen orgasmos de mentira.
Los cuervos llevaron el mensaje: alas negras palabras azules cuasi negras.
Ya no eres nada en mi vida.
Oh, epítetos de lana rasposa.
(Soy yo, no tú, esta soledad que empacha, este laberinto trucado del que solo se sale haciendo giros a ninguna izquierda.
Necesito
echarte
de
menos).
Terminó su parlamento el pirata y con el último suspiro se dio la vuelta.
Le dio la espalda.
En cuerpo.
Entrepierna.
Y alma.
Fin.
Sin embargo, ella bebía del río y vomitaba lágrimas que ni siquiera eran saladas.
Y él tenía el iris en hiel viva de un azul que cuasi encelaba a la orilla.
«Yo te quería. Como solo se puede querer al mar».
Él se rio.
«Pero no puedes llevarte el mar contigo».
Corte
(cortes)
limpios o sucios
(a fin de cuentas lo que pasa en la costa se queda en la costa y la sangre se la comen los cangrejos).
Vació
(con mimo)
las cuencas dormidas de su amante antes despierto.
Y cuando los pasos viceversos reflejaron sin imagen cómo los cuervos picoteaban un rostro ya sin nada que mirar, arrancando placebo y pestañas, ella se fue acariciando la masa viscosa que aún observaba con espanto cómo había fallado su predicción sentenciosa.
Su ignota verdad.
«¿Ves, amor?
Sí que puedo llevarme el mar».
Lorena Escobar
Redactora
2 comentarios
Siempre hay esperanza, ¿verdad?
¡Bravo!
Muy bonito.
Bua desgarrador!!!
Cuando escribes estas cositas desde las entrañas me encanta.
Enhorabuena. Ya me tienes esperando al próximo…
En besazo!!!