el único secreto de la magia (Carlos Ruiz Santiago)
Rodrigo Carnerero, guerrillero veterano, avanzaba con la cabeza alta por el pasillo. No le quedaba otra cosa a la que agarrarse más que esa. Su condena, su salvación, todo lo mismo. Todo dependía de la perspectiva.
Con un gesto leve, Rodrigo arrancó ese pensamiento de su cerebro. No había perspectivas, solo la verdad, intangible e indisoluble a un tiempo. Si no existía de ese modo, como una estatua cincelada en las rocas que conformaban montañas, nada más quedaba. No solo se perdía la esperanza, sino también las defensas contra los arquitectos del destino, contra los usureros con tiempo para esperar.
Aparentemente, ese trance vital había hecho que Rodrigo aminorase su paso, porque uno de los soldados que lo escoltaban hasta el paredón le golpeó con el cañón del fusil en el omoplato para que aligerara. Rodrigo obedeció. No tenía sentido desobedecer. No ahí, no ahora. No, los gritos no sirven si nadie más los escucha.
El pasillo era amplio, blanco impoluto a pesar de la sangre que allí se derramaba. Ojos pequeños y cuasi opacos observaban desde las rejas de las distintas celdas del resto de disidentes del Generalísimo Laurento, el último de una casta que la ya no quedan. Una leyenda viva, un animal mitológico, una visión fugaz en los ojos del universo. Un hijo de puta poderoso.
El pasillo era tan artificial como su dictatorial mandato, una careta como la que siempre vestía de puertas para afuera, algo tan perfecto e impoluto que no podía ser más que incierto.
Las pantorrillas le dolían de tanto andar. El pasillo no se acababa por muchos kilómetros que recorriera, por muchas eternidades que pasaran. Los guardias avanzaban casi tan pesarosos como él, caminando solo por mera fuerza de voluntad. No la suya, por supuesto. No, la voluntad del país había sido sometida bajo la del Generalísimo. Así funciona la magia, así lo había descubierto el último de una familia olvidada.
La hechicería no es más que imponer tu voluntad. A la gente, a las cosas, a la realidad misma y la naturaleza. A un pasillo para que no acabe, a unos hombres para que avancen, a un ejército para que no muera o a un hombre para que sí lo haga.
Sí, Laurento se había vuelto bueno en aquello de la magia. Quizás era algo que corría por sus venas, a falta de miedo a la crueldad, tal vez. O el amor por la sangre, ya puestos.
Rodrigo no sabía cuándo había sido la última vez que había comido o bebido, bajo la irrealidad pálida de la luz de los fluorescentes ya no estaba seguro de nada. O de casi nada. Todo lo que era le iba en ello. Era estúpido aguantar más allí. Ni el momento ni el lugar.
La magia tenía sus reglas, Laurento lo sabía y por eso le iba tan bien. Por eso y por su ojo afilado, por andarse con cuidado. Quería garantías, quería ganar de sobra, no arriesgarse. Rodrigo sabía lo que quería y, si pretendía conseguir su objetivo, se lo tendría que dar.
El guerrillero cayó al suelo. Primero de rodillas, luego en posición fetal entre las baldosas. Y lloró. Fue un lloro amargo y patético. No le costó, había muchas cosas por las que llorar. Desde que el Generalísimo dio el golpe de estado, siempre había alguien por el que derramar lágrimas. Se retorció como un gusano en su propia y miserable existencia y aquello fue lo más sencillo que había hecho en la última década. Lo difícil fue no perderse, mantener la llama encendida, la confianza. Voluntad, todo era un juego de voluntades y la baza con la que contaba Rodrigo era delicada cuanto menos.
Cuando el guerrillero abrió los ojos, no le sorprendió no estar en el pasillo, sino en una plaza pública. Miles de personas lo observaban con ojos consternados y las cabezas gachas. Algo les aplastaba el alma con una fuerza inusitada. Casi se podía ver, morado y negruzco sobre sus cabezas. Una losa, un agujero negro. Una voluntad ajena.
Rodrigo fue levantado a duras penas por los dos soldados mientras se recomponía. El sol estaba alto, le bañaba la cabellera rubia, los rasgos cincelados en piedra por la angustia y el dolor. Millares de pares de ojos pobres e indefensos clavados en él desde las gradas. La responsabilidad, la falta de cobijo en el asfixiante silencio. Y las lágrimas aún quemándole en los ojos. Si hubo algún momento donde la certeza de su fracaso fuese completa, fue entonces.
Rodrigo avanzó frente al paredón y cerró los ojos un par de latidos de corazón. Lo justo para tirar una moneda al aire. Su voluntad, solo su voluntad quedaba.
Más le valía.
Los soldados se apartaron. Todo quedó vacío, estático. Nadie monta semejante congregación si no es para darle un espectáculo digno, por supuesto. Porque la voluntad se vuelve poderosa al subyugar otras, porque así funciona la magia, como cualquier fuerza de la naturaleza: un animal carnívoro.
Rodrigo abrió los ojos para ver cómo aparecía junto a él un hombre enjuto y algo barrigudo, medio calvo y con bigotillo ridículo. Rodrigo tragó saliva, pero no se movió. Había visto un millar de veces al Generalísimo, pero nunca en persona. Y, desde luego, nunca tan cerca. Su presencia era corrosiva y, a cada paso que daba, se sentía más pequeño y patético, las lágrimas quemándole como si hubiesen sido coladas de lava. Algo fácil, eso es lo que quería y eso es lo que Rodrigo le había dado.
El hombre se acercó a él con paso tranquilo, desarmado. Tenía el arma más poderosa que nadie podía pedir. Tenía en sus manos al líder de la resistencia, lo tenía bajo su voluntad, bajo esa magia oscura. Y lo iba a matar en vivo y en directo, con público. Iba a arrasar con toda posibilidad de rebeldía, iba a extender sus tentáculos y a someter al país de una vez por todas.
La voluntad es una magia delicada, sin lugar a dudas. Se alimenta de otras, muere de un golpe.
A apenas unos pasos, el dictador se detuvo y, con una sonrisa de suficiencia, habló:
—De rodillas.
Rodrigo obedeció. «Como si alguna vez hubiera tenido otra opción», pensó para sí con amargura. Laurento se sacó del bolsillo de su chaqueta militar un casquillo de bala. Algo diminuto e inerte, pero con el suficiente significado como para que todos lo entendieran. A la magia no le hacía falta mucho más.
El dictador alargó la palma de la mano con el casquillo. Si Rodrigo tuviese la voluntad suficiente, le hubiera podido arrancar un par de dedos de una dentellada. No obstante, sabía que no valdría de nada. No, no se podía aplastar esa voluntad de hierro.
—Traga.
Rodrigo obedeció, no quedaba otra opción. Un pensamiento del Generalísimo y la bala se disparó dentro de su cabeza. Trozos de cráneo y cerebro entremezclados ante el aterrorizado público, chorros de sangre carmesí cubriéndolo todo. Victoria para el dictador, una vez más.
Hasta que los gritos rompieron la quietud colectiva. Los alaridos, los aullidos de dolor. La sangre quemando el rostro del dictador. Nadie se movió, ni siquiera sus guardias. No era odio ni rencor ni nada similar. Era simple estupefacción.
La sangre del guerrillero disolvió la carne de Laurento como si fuera cera y penetró por el cráneo hasta licuarle el cerebro. Entre cataratas de sangre purulenta, el Generalísimo Laurento murió ante los ojos de miles de personas.
Porque a las voluntades de hierro no se las puede rebatir, no, pero se las puede deslegitimar. Y Laurento había olvidado algo que Rodrigo no, el único verdadero secreto que la magia tiene.
Que morir por lo que se cree vale más que matar por lo que se ansía.
Carlos Ruiz Santiago
Redactor
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Laurento tuvo lo que merecía.