La isla de los muertos es una serie de cuadros (o, mejor dicho, varias versiones de un mismo cuadro) pintada por Arnold Böcklin, pintor simbolista suizo, entre los años 1880 y 1886. Puede que no os suene, pues no es una obra muy famosa a día de hoy, pero sin duda en el siglo XX fue uno de los cuadros que más dio que hablar, pues se caracteriza por encandilar e incluso obsesionar a todo tipo de personalidades.
Dicen que algunos de los ilustres personajes que se sentían atraídos por este conjunto de cinco lienzos en los que vemos cómo una barca con dos personas llega a una isla llena de cipreses (árboles que simbolizan la muerte y ascensión de las almas y que, por eso, suelen colocarse en los caminos que conducen a los cementerios y en el interior de éstos) en medio de una noche de aspecto turbulento fueron Nietzsche, Lenin, Dalí o Freud. Sin embargo, hubo alguien que sintió un interés mayor aún por la obra, podría decirse que incluso desmedido (como todo lo que este hombre pensaba y sentía): Adolf Hitler, que llegó a considerarlo su cuadro favorito. De hecho, llegó a tener una de las cinco versiones de este cuadro, que no obstante es en mi opinión de las más luminosas y que, por tanto, pierde parte de su siniestro encanto.
Otra de las cinco versiones, la única que no se conserva hoy en día, habría pertenecido a Heinrich Thyssen (padre del barón Thyssen que todos conocemos), pero habría ardido durante uno de los bombardeos de Berlín en la Segunda Guerra Mundial, resultando ello muy apropiado para un cuadro cuyo tema principal es el viaje al reino de los muertos.
Pero, además de encandilar a todo tipo de famosos de la época, esta obra cautivó también a la gente de a pie, pues Nabokov afirma en su novela Desesperación que podía encontrarse una reproducción de este famoso cuadro en todos los hogares de Berlín, a pesar de lo poco apropiado que parece este cuadro para colocarse encima de la chimenea y contemplarlo desde la mesa del comedor en la que se realizan las reuniones familiares.
Una de las cosas más interesantes de esta obra es que el autor nunca explicó claramente el significado de su obra, lo cual lo convierte en un misterio que desentrañar, una críptica imagen de la que desmenuzar todas sus partes con la esperanza de extraer de ella, al final, algo oscuro e interesante, así que es a ello a lo que nos dirigimos.
Versión oscura de La isla de los muertos
En el lienzo, además de los alargados cipreses, vemos cómo la diminuta isla cuenta con dos paredes, una de ellas con una puerta y otra con ventanas que a mí me recuerdan inevitablemente a un hospital, y que parecen haber pertenecido a una construcción hoy en día abandonada, aunque también se dice que podrían ser sepulcros abiertos, en los que aún no hay difunto. Ambas parecen “cerrar” la isla, reducir el espacio que hay en ella, dándole por tanto a este lugar un carácter opresivo. La masa de agua que rodea la isla, por su parte, no podría ser otra que la Laguna Estigia, lugar mitológico que, según la cultura clásica, atraviesan las almas hasta llegar a su nuevo hogar.
En cuanto a los dos personajes previamente mencionados, resulta lógico pensar que aquel que lleva una túnica blanca es Caronte, el barquero que, de nuevo perteneciente a la cultura clásica, conduce a las almas de los fallecidos al Más Allá. Su acompañante parece vestir como un caballero, tal vez algo anacrónico para el siglo XIX, y la caja blanca que llevan en el barco es presumiblemente un ataúd, seguramente el del muerto al que conducen a la isla de los muertos. Cabría pensar que el personaje vestido de caballero sería el dueño del cuerpo que hay en el interior del ataúd, aunque también hay quien dice que ese es Caronte, y que el hombre de túnica blanca es, en realidad, el fallecido rodeado del sudario con el que se le ha enterrado.
El hecho de que este pintor simbolista estuviese relacionado con la muerte, sin embargo, no es críptico ni misterioso, sino tan lógico como doloroso: había perdido a ocho de sus catorce hijos, y sabemos que muy cerca del estudio que tenía en Florencia, donde se trasladó a vivir, se encontraba el cementerio donde descansaban los restos de María, una de sus pequeñas fallecidas, por lo que esto podría haberle inspirado para tratar de plasmar las pérdidas sufridas en su vida al más puro estilo simbolista: dejando interrogantes en el aire, fascinando con el misterio, resistiéndose a explicarlo todo.
Sin embargo, a pesar de toda la incertidumbre que rodea esta obra, es evidente que no hay desbordamiento de sentimientos ni teatralidad en esta obra que plasma algo tan doloroso como es la muerte, sino que se acerca más bien a las Vanitas, cuadros en los que, mediante bodegones de objetos que plasman el paso del tiempo (relojes de arena, flores marchitas, calaveras…) se habla de la muerte con parsimonia, plasmando básicamente su inevitabilidad de forma pausada, sin caer en el dramatismo.
Sofía Guardiola
Redactora