El terror (XV)

por Daniel Aragonés

Sobre la podredumbre y lo cotidiano

Como si de un golpe naturalista se tratase, digno de Zola o Maupassant, nos adentramos en esa parte del terror, la que nos abre la puerta de la costumbre existencial. Aquello que nos rodea sin necesidad de monstruos, fobias o bichos ancestrales. Esa jauría de iguales capaces de arrancar nuestros corazones y comérselos sin remordimiento. La propia vida en nuestra contra. El trabajo. Salir a hacer la compra. Calcular hasta la extenuación con el objetivo de adaptar el sueldo a nuestras necesidades básicas. En definitiva, vivir en la normalidad sin pasar por el aro de la discordia. Se considera válida la opción de la indigencia, la ocupación y la deshonra social. Forman parte de lo que digo esos infraseres que se levantan odiando todo cuanto les rodea y revientan un gato a patadas. Pidiendo a gritos que un tipo como yo les rebane el pescuezo con un cuchillo cebollero.

Otra cosa no puedo decir, salvo que llevamos una valiosa lección aprendida en este compendio de artículos. Llegados a este punto, toca hurgar en el calendario, en los horarios, rascar en ese espejo tan típico en el que se refleja nuestro gemelo. Toca sudar tinta china y empatizar con la persona que está al otro lado. Exacto, ahora es cuando la rutina entra en nuestros planes y rompe la calma. Nos obliga a caer en una dinámica anodina y cruel. Madrugar, caminar por la calle a horas intempestivas, esperar al autobús en paradas desiertas, junto a una farola apagada y unos contenedores que llevan días sin recoger. Pasear al perro por una escombrera o un parque lleno de cristales rotos y ratas y drogadictos y pandilleros. O como le ocurre a un buen amigo, currar en un hotel a las afueras de ninguna parte y tener que conducir durante una hora por una carretera solitaria. Mientras todo esto sucede, piensas en ese relato o pasaje del maestro King y te sientes pequeño, un poco muerto por dentro, apartado, carente de energía vital.

El terror de querer asesinar a todo bicho viviente en un momento determinado, sin motivo aparente, solo porque la vida te ahoga cada día un poco más. A mi mente acude esa sobredosis de realismo sucio que absorbió mi juventud lectora. La lucha. Las borracheras de Bukowski. La reivindicación de William Burroughs y su intrusión en el surrealismo. Un beatman entre aullidos. Henry Miller y sus ladillas. Momentos que, en primera instancia, parecen alejados del género del terror, pero que en realidad son opresión, tortura, muerte enlatada. El mundo de las drogas o las adicciones, ese querer y no poder. El intento continuo de parecer una persona normal. Formar una familia, prestar servicio a tu país sin abrir la boca. De casa al curro y del curro a casa, como si estuviésemos dentro de 1984 y Orwell tuviese su mano dentro de nuestros culos.

Hablar de la crudeza del día a día es terrorífico. No olvides que el público necesita empatizar. Irvine Welsh sabe de lo que hablo, sin duda. En su obra Escoria nos presenta al personaje más representativo de la podredumbre, bajo mi punto de vista, por supuesto. Hablo de Bruce Robertson, un policía que no es precisamente lo que entendemos como agente de la ley. Aconsejo su lectura si pretendes convertirte en un escritor de culto, en un maestro del terror, la discordia y la amada locura de esta segunda división en la que nos movemos los más inconscientes. Maestro de nada, por supuesto. Porque empatizar debe convertirse en todo lo contrario cuando manejas bien el término. Aprender, interiorizar, memorizar y luego reventarlo todo y volver loca a la persona que está al otro lado. Para salirse de lo convencional hay que conocer cada rincón.

Se ve raro que una obra de género se base en algo absolutamente normal, ¿cierto? El mercado nos tiene acostumbrados a la rareza, a lo inexplicable, al monstruo, al asesino, al autor de moda que disfrazan de bestia moderna. A mí me gusta pensar que muchos relatos de Bukowski son en realidad terror. ¿Por qué no elaborar una obra de género basando el argumento en algo cotidiano y podrido? Ya lo sé, costaría demasiado, aunque King, y lo vuelvo a nombrar, suele arropar sus historias con una buena dosis de realidad, lo cual las hace especiales. Decidme, ¿cuántos aspectos de vuestra vida os resultan asfixiantes? Ya, lo sé. Y sin fantasmas o demonios. Sin sangre. Esa factura imposible de pagar sin sudar sangre. El abono transporte. La avería del coche. La gasolina. Una dieta rebosante de grasas, azúcares, sal, harinas refinadas y ni un minuto libre para ir al gimnasio o cocinar en condiciones. Los profesores de tus hijos mandando tareas a los padres. Tu jefe o jefa enviando, a deshoras, mensajes por WhatsApp, Telegram, email y demás mierda. Cerveza de marca blanca. Regalos de reyes. Cumpleaños. El jodido San Valentín. ¡Uh, sí, no das para más! Y encima tienes que ir de pie en el tren, maquillarte en el coche, follar el día que toca y reprimir todas y cada una de tus malditas emociones. Deja de comer pipas y empieza a fumar, o mejor, deja el tabaco y sufre.

Es innegable que somos lo que producimos, lo cual genera una ansiedad endémica. No hace falta ningún componente ajeno a la realidad para vivir ahogado, en una especie de terror desdibujado y cruel. Al final, de forma irremediable, la sociedad acaba por pudrirse y generar infinidad de subgéneros grupales. Barrios enteros sumidos en cierta bajeza que acaba por convertirse en algo peligroso. Es una cadena alejada de la alfabetización. Los niños van al cole no solo para aprender cuatro cosas básicas, también hay que inculcar el dogma del perdedor, de la víctima en la que quieren convertirle. Cuanto más tontos, más vulnerables, más capaces de creer en cualquier cosa y más sumidos en el miedo. La propia vida es una historia de terror. Nuestra propia película. Somos la novela que terminaría por atenazarnos por completo. Si no lo ves así, quizás estés leyendo al autor equivocado.

Quiero regar este artículo de hoy con un poema del gran Juan Cabezuelo, sustrato de realidad y podredumbre mental:

Esa noche (Juan Cabezuelo)

La gente

estaba saliendo a la calle

en tropel;

alguien había ganado algo

y todos ellos

se creían parte de aquello;

quizá un equipo

de fútbol,

quizá un partido

político

o quizá sencillamente

la ignorancia

estaba dándoles la felicidad

de nuevo;

lo único que sabía con certeza

era que yo

no entendía muy bien

lo que estaba sucediendo,

pero aquello no se salía

de la normalidad.

No solía entender

muchas cosas,

ni el fútbol, ni la política,

ni las tradiciones,

ni el resto de

rituales sociales,

eso me convertía en único,

genuino, singular,

en un auténtico

y tradicional

ser humano ignorante

y feliz.

Que la muerte me lleve

si aquello

no era la mejor cosa

que me había sucedido

en toda mi vida.

Puedes encontrar todas las entregas de esta serie de artículos aquí: El Terror

3 comentarios

Vicente abril 7, 2023 - 9:58 am

Estamos rodeados de grandes y pequeños terrores.

Responder
Daniel Aragonés abril 7, 2023 - 10:35 am

La propia vida es terrorífica si lo analizas bien. Un abrazo.

Responder
Carmen abril 7, 2023 - 2:06 pm

Terroríficamente cierto

Responder

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