DAHMER: MONSTRUO, LA HISTORIA DE JEFFREY DAHMER

por Lorena Escobar de la Cruz

Un asesino, ¿nace, se hace, se fabrica por estímulos ajenos a él o tiene un condicionante genético, una distinción que desde el momento en el que viene al mundo lo predispone a la crueldad absoluta? ¿Todos somos, en un momento determinado, capaces de arrebatar la vida de otra persona?

La violencia existe desde que el mundo existe.

El odio es el germen que abona el territorio de la bestia, las relaciones entre semejantes, la estirpe de cada una de las civilizaciones que nos han dado forma y proforma.

Crecemos con la impronta del pecado original, de un terrible asesinato entre hermanos, del sacrificio, de la traición. Crecemos con la impronta de la posesión y las invasiones, de tomarlo todo por la fuerza. Somos semillas, semillas de una especie que no concibe esa utopía carne para poetas llamada paz. Esperanza.

No, no nos engañemos: la vida, nuestra vida, se encuentra más cómoda en el enfrentamiento que en la conciliación. En la sangre de la amapola que en las raíces que la sustentan. En el daño, que en la cura.

Pero ¿por qué?

Responder a eso sería un tema demasiado complejo para una simple reseña, para un simple artículo, incluso para millones de ellos. Sin embargo, es inevitable referenciarlo para comentar la serie que os traigo hoy, recién salida del horno, y cuyos diez capítulos he degustado en tan solo un fin de semana: tal es la atracción que ejercen sobre nosotros los monstruos, tal es el morbo que despierta la desgracia ajena, tal es el interés que nace en la boca del estómago ante el salvajismo más prolífico o la ausencia absoluta de empatía. Los asesinos en serie han copado no solo titulares, sino películas, libros, documentales, series de televisión. Indagar, buscar, arrastrar basura y más basura en busca del detalle escabroso, de la mutilación racional, de la cuasi excitación que nos provoca el preguntarnos: ¿cómo?

Y, vuelvo al principio,

¿Por qué?

Eso le pregunta incesantemente Lionel Dahmer a su hijo Jeff en uno de los capítulos de la serie. Eso es lo que nos preguntamos nosotros, los que aún nos mantenemos, solo el demonio sabe la razón, al otro lado de la línea roja. ¿Por qué unos sí y otros no? ¿Por qué esa gente hace lo que hace? ¿Por qué, Jeff? ¿POR QUÉ?

Como madre, la desesperación del padre de un asesino en serie se me antoja terrorífica. Como madre, el desgarro de las víctimas una cruel posibilidad con la que llegamos a este sitio: ni el verdugo ni el muerto llevan una etiqueta diferenciadora. Los crímenes de Jeffrey Dahmer no son, por desgracia, un hecho aislado, una perturbación de esta vieja osamenta, curvada y llena de aristas, llamada mundo. La maldad no es un acto extraordinario. Qué salvajada.

Con esos sentimientos encontrados me he enfrentado a los diez capítulos que dan voz al criminal y los asesinados. Porque sí, lo que nos ofrece Monstruo: la historia de Jeffrey Dahmer es voz. Es causa. Es consecuencia. Es conocer el otro lado, el que, ajeno al morbo que en los mortales, pobres mortales, despiertan este tipo de acontecimientos, sufre de verdad las consecuencias. Y las sufre a largo plazo. Y generan úlceras que ningún antibiótico cura. Y te restriegan la pesadilla por la cara, sin que ningún diazepam pueda regalarte la bendición de un sueño sin sueños. Dahmer, producción creada por Ryan Murphy e Ian Brennan y magistralmente interpretada por un desquiciante y desquiciado Evan Peters (odio decir esta palabra, pero BRUTAL. No existe otra en todo el diccionario para describir la interpretación), no te va a ofrecer un entretenimiento vano. No va a mostrarte imágenes duras, no te va a provocar la arcada, no busca la inquietud más gratuita, el mórbido interés malsano. No. La importancia de Dahmer es otra. La valía de Dahmer es otra. La moraleja de Dahmer resulta más importante que la serie en sí, que el argumento, ya conocido por todos, al alcance de todos a golpe de click, de por qué un tipo mata a otros tipos y se los come.

No. Dahmer no va de eso.

Dahmer va de las víctimas, las que no se recuerdan cuando los focos se apagan y el interés de las multitudes se desvía hacia otro asesino, otro caso, otra maldad. Dahmer va de las víctimas indirectas: familiares, vecinos, amigos, marcados para toda la vida con la letra escarlata del desaliento. Dahmer va de racismo, mucho, de incapacidad policial, mucha, de cómo afecta la maldad a todas las escalas: edificio, barrio, comunidad, país. Va de indefensos y protectores, va de errores humanos, algunos consentidos y otros completamente involuntarios. Dahmer va del rastro. La baba que deja el caracol del crimen. Va de lo que no se ve porque no genera morbo: va de la madre desolada, va de la pregunta sin respuesta, va de aquellos que, por puro (y puto) azar del destino se convierten en una lista, la mayor perversión que pueda sufrir una persona normal, alguien como tú y como yo. Alguien que un día también tuvo sus sueños, sus manías, sus vicios. Su espacio en tiempo y forma. Dahmer te habla de la desesperación de un padre ¿qué he hecho mal? Y se hacen muchas, muchas cosas mal. Dahmer va de cómo intentar prever, de cómo intentar educar, va de tantas, tantas cosas, que reducir la serie a la historia del caníbal de Milwaukee a «otra serie más de asesinos en serie» sería una frivolidad facilona e incorrecta.

Creo que necesitamos más series de este tipo, series que muestran la verdad del otro lado, la reducida a estadística, la que no despierta el interés del gran público, más centrado en esa violencia de la que hablaba un poco antes. Necesitamos saber que detrás de esos casos que tanto nos gusta comentar en podcast, artículos, directos, existen personas. Personas con una voz cercenada a las que producciones como Dahmer tratan de otorgarle la consideración que merecen, la que el monstruo les quita.

Creo que debemos detenernos un instante, aunque solo sea un segundo, a hacernos a nosotros esa misma pregunta: ¿por qué?

Seguramente quedará sin respuesta.

Pero quizá es la única forma de separar corazón de garra.

Humano, de bestia.

1 comentar

Vicente octubre 4, 2022 - 5:27 pm

Habrá que verla, que me ha picado la reseña

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