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Tras la intensa Que Dios nos perdone (2016), había expectación por el siguiente filme de Rodrigo Sorogoyen. Pese a sus imperfecciones, el debut cinematográfico de Sorogoyen mostraba una inclinación hacia el thriller potente con escenas de impacto. Con El Reino, el realizador pega un volantazo en cuanto a la temática, pero conserva y perfecciona el regusto de intensidad.
«El Reino» se mete de lleno en una trama política que, tristemente, nos parecerá totalmente fiel a la realidad. La película sigue a un político aspirante a escalar peldaños en su partido, y nos muestra los chanchullos y tejemanejes que se producen en el camino al poder. Al individualizar la historia en un personaje, asistimos a la total decadencia del protagonista, clara metáfora de la degeneración de la sociedad y de sus intentos por revolverse cuando todo explota.
La película se edifica alrededor de un puñado de secuencias magníficas en las que el director se muestra en estado de gracia. La misma secuencia inicial ya es una buena declaración de intenciones, pero a lo largo del metraje encontramos escenas como la del balcón (humorística a su pesar), la persecución en coche o el propio desenlace, impresionante punto y ¿seguido? para la historia.
La película se edifica alrededor de un puñado de secuencias magníficas en las que el director se muestra en estado de gracia. La misma secuencia inicial ya es una buena declaración de intenciones, pero a lo largo del metraje encontramos escenas como la del balcón (humorística a su pesar), la persecución en coche o el propio desenlace, impresionante punto y ¿seguido? para la historia.
El ímpetu que demuestra la dirección de Sorogoyen queda representado en un tono de intensidad contenida que va creciendo a medida que el protagonista se va viendo arrastrado a un callejón sin salida. El director maneja el tempo de forma extraordinaria para atrapar al espectador durante las más de dos horas de duración, demostrando así que ha aprendido a reducir los valles de su anterior producción. El final, abrupto y seco al más puro estilo de No es país para viejos (Hermanos Coen, 2007), es el último golpe sobre la mesa del artefacto construido por Sorogoyen, que mueve a reflexión y apela al sentido crítico del espectador.
A estas alturas, no cabe duda de que Antonio de la Torre es un seguro de vida como actor, y aquí vuelve a demostrar su polivalencia con un personaje que marca con maestría el tono de la película. Una vez más, el actor malagueño merece un aplauso. De igual manera, el amplio abanico de secundarios que desfila por esta producción sirve para dar lustre a la función, destacando la labor de Josep María Pou, Ana Wagener o Francisco Reyes. La presencia esporádica de Bárbara Lennie explota durante la secuencia final, en un enfrentamiento cara a cara con Antonio de la Torre de los que dejan huella.
En conclusión, «El Reino» apuntala y mejora todas las virtudes que prometía Rodrigo Sorogoyen con «Que Dios nos perdone», construyendo un producto mucho más redondo y profundo. La crítica que hace la película no se queda solo en el estamento político, sino que termina dibujando el sombrío panorama de una sociedad que todos hemos ayudado a construir. Y cambiarla ahora, como bien parece decir la película, se antoja imposible. Magnífica.