Cuenta la leyenda del folclore mexicano que hay una anciana que vive alejada del mundo. Que camina por el desierto recogiendo huesos de animales muertos: cuervos, venados.
Lobos.
Cuenta la leyenda que la anciana agrupa con ellos un esqueleto completo. Y que con una canción tan vieja como lo viejo de la leyenda, logra que esos huesos cobren vida.
Músculos, carne, pelo.
Todo se une para dar forma a un ser.
Un ser tan horrible como el mismo miedo…
Hace unos días, y tras un fin de semana intenso en la intensa Móstoles, mi chico y yo, extenuados del arduo trabajo de beber y reír con amigos en La Asturiana, centro neurálgico para nosotros del municipio madrileño, decidimos ponernos una película que suponíamos de esas para “no pensar mucho”. El tipo de entretenimiento ligero y sin expectativas que te hace adentrarte lentamente y sin muchos sobresaltos en la caprichosa estela del sueño.
Elegimos para tal fin Huesera, una película mexicana de la que no habíamos oído hablar, pero cuya sinopsis parecía ofrecernos la dosis justa del terror necesario para mantener el interés sin sentirnos culpables ante una posible cabezadita involuntaria.
Y ahí comienza un viaje que me mantuvo en vilo durante los noventa y tres minutos que dura esta inquietante, perturbadora y simbólica obra.
Sí, tiene terror. Más que terror, digamos que es tremendamente angustiosa. No quiero desvelar nada, porque sería una lástima que alguien se adentrase en esta película condicionado; hay que ir a ella limpio de ideas preconcebidas, con la mente abierta, eso sí, pero totalmente virgen ante lo que nos ofrece Huesera. Lo que sí diré es que aparté la vista un par de veces y no fue necesaria una imagen grotesca, vísceras, sangre ni asesinatos espeluznantes para provocar esa sensación de asfixia, de ahogo, de dolor, el que nace dentro y se refleja fuera. La película nos ofrece imágenes poderosas, de las que se anclan a la retina y perforan, de las que te atrapan en una espiral de turbación tan tentadora como esquiva.
Y aun así, teniendo esa dosis de terror tan embriagadora, no es el punto fuerte de Huesera. Y es que Michelle Garza Cervera, la prometedora cineasta mexicana creadora de esta maravilla, ha sabido conjugar a la perfección la metáfora más desgarradora con el suspense más comercial, la simbología adaptándose en perfecto equilibrio con la incertidumbre de la escena, ha sabido, con gran maestría, contarnos una historia dentro de otra historia, como capas de una cebolla que se ha podrido en la despensa sin que nadie se dé cuenta.
Y es que no puede existir mejor símil: en Huesera algo se pudre. Algo que tiene que ver con la exigencia. Una exigencia perniciosa que se clavará en la retina y el alma de aquellas que hemos pasado por la maternidad, (esa que siempre dicen que será la mejor experiencia de nuestra vida y casi termina por volvernos locas). La obligación, la negación, la pérdida de la identidad se conjugan en un verbo que Natalia Solián, acriz principal, sabe pronunciar como nadie. Quién no ha sentido la desesperación, la duda, la cuasi locura que provoca tener que darle forma y sentido a un ser en tu vientre, el sentimiento de perder parte de ti por ofrecérselo a una persona a la que ni siquiera conoces, las imposiciones sociales que te dicen que debes estar feliz, que debes alimentar, proteger, cuidar.
Consolar.
Renunciar al yo y renunciar también a ese deseo que en la película se muestra como algo prohibido: hablamos de un amor segado por la intolerancia del mundo. Hablamos de tener que llevar la vida que la vida espera de nosotros. Hablamos de soledad. Ese monstruo terrible que se mete en la cama cada noche y te habla en el más cruel de los silencios.
Hablamos de madres. Hablamos de dolor, porque es inconcebible crear vida sin el daño, porque no puedes separar sufrimiento y amor de la misma forma que no se puede separar feto y placenta.
Sí, Huesera es un interesante producto de terror.
Pero no solo del que te provoca un susto y se va sin más, sin dejar una muesca en el cerebro ni un restregón en el alma.
Huesera es la vida. La puta vida.
Y solo por eso merece la pena.
Lorena Escobar
Redactora