Relato: Al otro lado de un río de asfalto (Borja Alonso)

por José Luis Pascual

Ilustración original de Fanone-art (@fanoneart_stayawayfromme en Instagram)

La chica caminaba al borde de la carretera cuando el hombre del cadillac apareció en el horizonte. Ella dio por hecho que no era más que otra alucinación fruto del sol inclemente que insistía en apisonarla como un martillo. Aquel yermo muerto no ofrecía nada salvo un calor asfixiante y una carretera sin fin que dividía el desierto en dos como una cicatriz negra. La chica se limpió los ojos escocidos por el sudor y ahí estaba él, a su vera.

Apoyado en la ventanilla del cadillac del 59, el desconocido exhibía un diente de oro engarzado en una sonrisa inquietante. La muchacha se vio reflejada en sus Ray-Ban.

—Hola, muchacha, ¿te has perdido? Supongo que es una pregunta de mierda, porque solo hay un lugar al que ir. —Señaló hacia atrás con el pulgar—. ¿Quieres que dé media vuelta y te lleve? Tengo sitio de sobra. —Palmeó la carrocería.

—No, gracias. Voy bien sola.

El desconocido metió marcha atrás y aflojó el ritmo hasta igualar su paso.

—¿Estás segura? Sea adonde sea que crees que vas, te va a costar como cien años llegar. ¿Con cuántos viajeros te has cruzado de momento, eh?

—Ninguno. —La chica se detuvo, lo mismo que el cadillac. Le costaba rehuir aquella mirada tras las gafas de sol—. ¿Qué hace aquí? ¿De dónde viene?

—¿Acaso importa? —El conductor sonrió, mostrando de nuevo aquel diente de oro que brillaba como un diamante en una mano mugrienta.

—¿No tendrá un poco de agua por ahí?

—¿Agua? ¡Me sobra! —rio el extraño. Tras rebuscar bajo el asiento le lanzó un botellín.

El agua estaba fresca, aunque sabía a rayos.

—Gracias. —Al limpiarse, notó los labios agrietados. ¿Cuánto tiempo llevaba en aquel maldito desierto? Señaló al coche con un ademán—. ¿Puedo subir?

—Depende. Cobro peaje —dijo el conductor, y por tercera vez exhibió aquella sonrisa que parecía llegarle hasta las orejas. La chica dio un paso atrás y el extraño levantó las manos del volante—. ¡Tranquila, muchacha! Hablo de pasta, no te equivoques. No soy de esos.

La chica hurgó en los bolsillos. Nada. Rebuscó un poco en la mochila y al final encontró una cartera raída que habría jurado haber guardado en un cajón hace años. Dentro había algo de dinero y una foto desgastada de ella de niña comiendo un helado con sus padres. Era un recuerdo agridulce, pues al poco de tomarse la fotografía, ambos fallecieron en un accidente.

—Solo tengo esto —dijo la chica con reservas. Le mostró un puñado de billetes arrugados y sudados. También había un par de monedas de cuarto de dólar.

—Llevas de sobra. —La puerta del cadillac se abrió con un clack—. Sube.

El coche rugió, dió media vuelta y enfiló aquella maldita carretera inacabable dejando tras de sí una estela de polvo. La muchacha se soltó el pelo. El viento en la cara, aunque árido, la reconfortó. Hasta aquel momento no había sido consciente de lo muchísimo que le dolían las piernas. Se quitó las zapatillas. Tenía los pies llenos de ampollas. Aquella autopista parecía tierra envenenada escupida por el horizonte. ¿Es que acaso no tenía fin?

—Tranquila, no te queda mucho de viaje —dijo el conductor.

La chica frunció el ceño y miró al extraño de reojo. No parecía muy viejo —quizá treinta y tantos—, pero su melena ceniza sugería lo contrario. En su rostro se dibujaba una sonrisa perenne e inquietante, pero su mirada seguía oculta tras las gafas de sol. La chica sintió un escalofrío por la espalda, pero también algo de alivio. Al fin y al cabo, estaba sentada en un asiento de cuero y tenía a mano agua de sobra. Tampoco estaba tan mal.

—¿Cuándo llegaremos? —preguntó al rato.

—Al anochecer, por supuesto.

***

Durante el trayecto, la pareja apenas intercambió palabra. Atravesaron aquella negrura de asfalto en silencio. En ocasiones el conductor silbaba alguna canción y la muchacha bebía un poco de agua. Pasaron horas, quizá algo más, y así siguió hasta que un punto al frente rompió la monotonía del desierto.

—Al borde de la carretera. —La muchacha achicó los ojos—. Es otro autoestopista.

—Lo sé. —El conductor no aminoró la marcha.

—¿Es que no piensas parar a recogerlo?

—Mira, muchacha, la última vez que llevé a dos a la vez la cosa no acabó bien. Los muy cabrones prometieron pagarme con uno de estos. —Señaló su diente de oro—. Me aseguraron que venían de parte de una conocida mía que echa las cartas. Cabrones. Luego resultó que no tenían ni un pavo y acabaron dándome una paliza. Los llevé hasta el final de la carretera, claro, pero aquello me costó un año en la trena. ¡De locos!

—No sé qué tendrá que ver una cosa con la otra, pero no podemos dejar a ese pobre ahí tirado. Mira, nos ha visto. Nos hace señas. Para, por favor.

—Joder. Está bien, está bien…

El cadillac comenzó a aminorar la marcha. El autoestopista se volvió hacia ellos agitando los brazos y pidiendo ayuda a gritos. Parecía ser un viejo harapiento, un mendigo.

—Vaya, vaya, vaya, ¿pero quién tenemos aquí…? —murmuró el conductor con retintín.

—¿Qué?

—Nada. Hazme el favor de abrir la guantera, chata. Pásame la caja… No, esa no, la otra. La de madera. Gracias. —El conductor agarró el estuche y lo apoyó entre las piernas.

Cuando el cadillac llegó a la altura del autoestopista, este se hizo a un lado como un animal asustado, pero al momento se abalanzó sobre la puerta del copiloto. La chica paladeó el almizcle apestoso que rodeaba al harapiento, mezcla de orines y sudor enquistado.

—¡Piedad! ¡Llevadme! ¡No soporto más este calvario! Las moscas anidan en mi boca y los ojos se me secan al sol. —El hombre no exageraba. Tenía la piel apergaminada, el pelo socarrado y sus labios eran barro cuarteado—. ¡Piedad! Llevo en este yermo desde…

—Cálmate y habla más despacio —le cortó el conductor—. No me importa de dónde carajo vengas, o cuánto tiempo lleves a pinrel. La pregunta es si tienes con qué pagar, o no.

—N-no tengo dinero que ofrecer, tan solo mis manos llenas de llagas y mis pies cubiertos de ampollas. —El viejo miró a ambos con profunda incomprensión, casi locura—. Piedad…

—Aún es pronto, entonces. —Arrancó el motor—. Ya nos veremos.

La muchacha agarró al conductor por el hombro.

—Pero por dios, ¡déjele subir!

—No. Aún es pronto —declaró tajante, soltando la mano de la chica de un tirón.

—¡Piedad…!

—¿¡Pero pronto para qué!? —preguntó ella—. Si es por dinero, a mí aún me queda algo.

—Guarda esos billetes, muchacha. Cada uno se paga su viaje. Mi cadillac, mis normas.

—Pues si no es por las buenas… —La voz del mendigo ya no sonaba a súplica—. Será por las malas.

En cuanto la chica se volvió hacia el mendigo, sendos orificios de una recortada la encañonaron. Olió el metal de la escopeta acariciándole la nariz. Cerró los ojos y empezó a chillar. De pronto le agarraron del pelo con nula galantería y la estamparon contra el salpicadero. Un estallido de pólvora le inundó la garganta. La explosión enmudeció el mundo, dejando paso a un pitido agudo. Al levantar la cabeza, la chica se vio reflejada en el retrovisor del coche. Tenía la cara empapada de sangre y algo sanguinolento le colgaba de la oreja. A su derecha, tirado en la arena como un muñeco roto, yacía el mendigo sobre un charco rojo. Tenía un agujero en la cabeza al que era mejor no mirar directamente. La chica reprimió una arcada, aunque tampoco tendría qué vomitar.

—Ya me conozco a estos. —El conductor guardó el revólver humeante en la cajita de madera—. Me engañaron una vez, dos incluso, pero ya soy perro viejo. ¿Estás bien, muchacha? Toma, límpiate la cara con este pañuelo. Y tranquila. Ya casi hemos llegado.

***

A la chica le costó sobreponerse del tándem de ser encañonada y que le volaran la cabeza a un desconocido a un palmo de la cara, pero cuando lo consiguió se quedó dormida como un tronco. Entre sueños, las palabras del conductor la guiaron hasta el sopor. «Duerme, chiquilla, duerme…». Mecida por el rítmico ronroneo del motor, entreabría un ojo y veía aquel río de asfalto extendiéndose frente a ella, sin fin. En una ocasión creyó distinguir a su izquierda una manada de coyotes persiguiendo vete tú a saber qué; durante otra ensoñación juró ver de nuevo a ese viejo harapiento haciendo señas desde el borde de la autopista. Al tiempo, una mano se aferró a su hombro y la sacudió, pero sin violencia. La chica despertó y se topó con su reflejo en aquellos anteojos. El conductor, cómo no, sonreía.

—El viaje ha terminado. —Señaló un área de servicio desde donde comenzaba una calzada que se adentraba en el desierto. Había luz en el interior, pero no se veía a nadie por los alrededores, a excepción de un mastín negro que dormía en el porche—. No te dejes llevar por las impresiones. En un rato habrás llegado a… Bueno, a donde creas que debes ir.

—Gracias por el viaje —dijo la chica, aliviada. Aún ignoraba el motivo—. El loco de la escopeta. ¿Cómo supiste que iba armado?

—Conozco a los de su calaña. Siempre hacen lo mismo, los muy imbéciles. Intenté que te ahorraras el mal trago, pero como insististe en parar…

—Lo siento. He soñado con él, ¿sabes? Una pesadilla, supongo.

—Sí, claro, una pesadilla. —Rio—. Estamos en paz, muchacha, ya pagaste tu viaje. —Sacó los dos cuartos de dólar de un bolsillo—. Venga, márchate y no alarguemos más la despedida.

La chica abrió la puerta e hizo ademán de bajarse, pero se quedó a mitad del gesto. El conductor, repantigado y con el brazo apoyado en la ventanilla bajada, miraba al cielo estrellado. ¿Cuándo se había hecho de noche?

—No llegué a decirte mi nombre.

—Se me olvidaría, muchacha. Es lo que tiene la edad. —Sonrió, esta vez sin sorna.

—Al menos dime el tuyo.

—¿Mi nombre? Hace mucho que no lo pronuncio, pero como quieras. —Carraspeó—. Me llamaban Carón, Caronte o simplemente El Barquero, aunque hace tiempo que cambié mi barca por esta preciosidad… —Palmeó la carrocería, pero esta vez no solo esbozó su mejor sonrisa inquietante, sino que se bajó las gafas un par de centímetros.

En el lugar donde debería haber dos ojos la chica encontró sendos pozos negros. No sintió ningún miedo, sino que sonrió con la certeza de que por fin iba a volver a ver a sus padres.

Borja Alonso

Borja Alonso (Remolinos, Zaragoza, 1989) se define
como el auténtico fracaso renacentista. Químico,
nutricionista, polifriki y cocinero; todo regulero y nada
bien. En sus ratos libres escribe en Cajadeletras y
Relatosymentiras, y a veces, la gente le lee. Primer
premio en Diversidad Literaria (Antología de primavera,
2018), Librería París (Navidad, 2019) y FreakCon
(Relatos de fantasía, 2020). Autor en #OrgulloZombie #ShowYourRare. En julio, si el coronavirus quiere, publicará su primera novela.

8 comentarios

C.G. Demian julio 3, 2020 - 12:11 pm

Simplemente espectacular. Una gran revisión del mito griego. Quizás la escritura se te dé un poco mejor que regular ?

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Borja julio 3, 2020 - 6:01 pm

¡Hummm! Siempre hay margen para mejorar, pero con este relato quedé muy satisfecho 😛

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Sergiboyslim julio 3, 2020 - 10:14 pm

Buen relato, mola además complementarlo con la ilustración, que es guapísima por cierto, para ponerle cara al conductor del infierno. ?

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Borja julio 5, 2020 - 11:19 pm

La ilustración mola la hostia, la verdad. Muy road movie oscura

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Román julio 3, 2020 - 5:53 pm

Hasta que el final nos deja en la buena senda y con una sensación de contundente lectura, el relato me ha enganchado y me llena de inquietantes enigmas.
Buen texto!

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Borja julio 5, 2020 - 11:19 pm

¡Muchas gracias! Ahora lo difícil es intentar dar forma a otros tantos con el mismo nivel

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Franky julio 5, 2020 - 6:37 am

Me ha gustado. El aire onírico está muy conseguido y casi lo puedes ver, a ratos, como si fuese una peli de David Lynch.

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Borja julio 5, 2020 - 11:20 pm

Nunca pensé que me compararían con Lynch.
Inquietante y gozoso, a la par.

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