“Esta madrugada el ciempiés del techo ha reventado. Lo ha puesto todo perdido de agua. Se volvió gordo, muy gordo. Insoportable. Cruel.”
No sé si debería contar esto para que no se me acuse de parcialidad, pero conocí a Adolfo Gilaberte en un pequeño taller de cuentos de terror. Allí me enteré de que iba a publicar una novela, aunque él mismo me dejó claro que no se trataba de un libro de terror. Lo compré para apoyar la causa, y una vez leído y dejando clara mi objetividad, puedo decir que Ezequiel es un debut literario apabullante.
A la hora de explicar de qué trata «Ezequiel» hay que decir que no cuenta con una trama al uso, ya que la novela es un compendio de pasajes en los que el protagonista, desde un presente desolador, rememora los momentos vitales que más huella le han dejado. Por tanto, se nos ofrece un recorrido no lineal por la vida del protagonista, en una narración siempre vertebrada en torno a su relación con la misteriosa Ana.
Estamos ante una obra que desprende un aura especial, una suerte de magia extraña que hechiza. Desde las primeras páginas adivinaremos que el Ezequiel del título es un ser con profundas marcas emocionales, inmerso en un puzzle que poco a poco nos irá ofreciendo las piezas que lo integran. En el alma de «Ezequiel» late la melancolía, el pesar por los golpes de la vida, pero también se adivinan retazos de optimismo, comienzos nuevos construidos a partir de recuerdos enquistados. Dicho de otra manera, cualquiera que haya vivido lo suficiente podrá sintetizarse con el Ezequiel protagonista, al menos con alguno de sus fragmentos. Adolfo Gilaberte crea un microuniverso redondo en el que cabe toda una vida, y logra con aparece sencillez una traslación a la infancia, dibujando con maestría un pasado reconocible y nostálgico. Pero también utiliza ese pasado para mostrarnos el momento en que el personaje despierta realmente a la vida, una vida que contiene muchos claros pero también muchos terrores. Por cierto que el terror se asoma por las páginas del libro. No es Ezequiel una novela de terror, ni mucho menos, pero en un par de capítulos se desliza un estremecimiento inquietante que alcanza al lector.
La estructura de la novela es uno de sus mayores atractivos. Cada capítulo es una pequeña instantánea que muestra un momento especial, un pensamiento profundo o un recuerdo familiar inolvidable. Cada personaje que se asoma a las páginas del libro tiene su propio trasfondo que enriquece la historia; son personajes que con pocas pinceladas quedan perfectamente dibujados, y esa es una de las grandes virtudes de esta novela. Si a ello le añadimos una prosa que se me antoja magnífica, de esas que hacen fácil lo difícil, tenemos una obra de una entidad importante. Las palabras de Adolfo son certeras, y conjugan una calidad literaria incontestable con una naturalidad asombrosa con la que consigue tocar la fibra del lector de un modo que le desarma. Ello resulta en un estilo que tiene la extraña virtud de enganchar desde el principio y maravillar con algunos de los recursos que utiliza. Hay un buen puñado de capítulos, como el de la abuela llevando al nieto a visitar a su amiga moribunda, que me parecen demoledores en su desarrollo y en su desenlace, tanto que cuando los acabas te dan ganas de cerrar el libro, levantarte y aplaudir.
Es complicado describir lo que una obra de este tipo puede generar en quien la lee. Evidentemente, todos tenemos nuestras propias experiencias vitales, y posiblemente no se parezcan en nada a las que se cuentan aquí. Pero creo que, de alguna manera, todo el mundo podrá convertirse en Ezequiel al sumergirse en esta lectura. De vez en cuando uno necesita leer libros como este, que demuestran de una manera asequible y brillante que la calidad literaria se esconde en rincones inesperados. Maravilloso.