Relato: NUEVA ADQUISICIÓN (J. D. Martín)

por J. D. Martín

Introducción

El retrato de Dorian Gray. A buen seguro, este será el primer título que acuda a la mente de cualquier lector cuando se habla de la relación entre el arte pictórico y la literatura. La inmortal obra de Oscar Wilde supo retratar algunos temas inconfundiblemente humanos, y lo hizo de tal manera que resulta imposible no estremecerse ante su resolución. No podemos olvidar, sin embargo, la lejana reinterpretación que H. P. Lovecraft hizo de la temática, con su magnífico relato El modelo de Pickman

La relación entre arte y horror es tan antigua como el propio arte. Posiblemente, tanto como el propio ser humano. El miedo nace con nosotros, así como la pulsión por llevar ese miedo al lienzo, al papel, a la pantalla… Quizá sea tan solo una manera de exorcizarnos a nosotros mismos. 

Queremos recomendar dos relatos mucho menos conocidos. El primero es «IX», de Carlos Picazo, incluido en T.Errores: Una antología de terror y error. En ese cuento, la figura de un oscuro hombre centenario y el misterioso arte que producía le sirven al autor para homenajear al genio de Providence aportando un imaginario propio realmente estimulante. El segundo cuento a reivindicar es «Nefasto influjo de naturaleza pictórica», historia en la que José Martínez Moreno narra cómo el arte es capaz de mutar su propia naturaleza mientras altera nuestra visión de la realidad y, en última instancia, nuestra propia vida. El relato puede leerse en T.Errores: En el bosque ya estás muerto.

Nuestro compañero J. D. Martín aporta con «Nueva adquisición» una pieza basada en la construcción de escena y la generación de atmósfera. Con un tono moderno, el autor nos traslada a la soledad nocturna de una desangelada galería de arte, volviendo a transitar el terror en un cuento que bien podríamos imaginar como un escalofriante cortometraje. Esperamos que lo disfrutéis.

Nueva adquisición (J. D. Martín)

Raúl no pudo evitar una sonrisa al ver su foto en el periódico. Era una buena instantánea, con mejor definición que la acostumbrada en el triste semanario local. En la imagen se le veía a él, estrechando la mano de un tipo con uniforme de teniente de la Guardia Civil, y rodeados de otras «dignidades locales» como rezaba el empalagoso pie de foto, en la inauguración de una de las últimas exposiciones. Concretamente, «Reencuentro», una muestra fotográfica que culminaba el ciclo de actividades a favor de los antiguos emigrantes españoles que, tras toda una vida de trabajo en países sudamericanos, habían vuelto para pasar sus últimos años en la madre patria.

A Raúl, el joven encargado de la sala de actos, no le importaba demasiado el motivo de la exposición, siempre y cuando hubiese alguna.

A sus veintidós años, el joven combinaba sus estudios en la facultad de Empresariales con el trabajo como responsable de la sala, que era una de las «iniciativas sociales» de la caja de ahorros donde su tío había trabajado durante veinte años.

Dejó el periódico sobre uno de los sillones que cubrían el rincón derecho de la sala, una larga estancia de techos altos y forma rectangular, con las paredes pintadas de un tono blanco ya sucio por el tiempo. Pronto debería pasar un fin de semana entero pintando de nuevo aquellas paredes. Bueno, le pagaban por horas, así que no había problema alguno.

Siguió mirando la fotografía durante unos segundos. Vaya, cuantos polis a su alrededor. Cuanto inútil culogordo alimentado por los impuestos.

Cerró la puerta de madera de doble hoja, que estaba algo hinchada y rozaba el suelo con un ruido como de uñas rascando pizarra, y encendió un cigarrillo. El patio del viejo palacio donde se situaba la sala estaba desierto, y el aire del invierno refrescaba sus pulmones y desembotaba su mente medio dormida. Le gustaba aquel ambiente; lo que antes fue un palacio, perteneciente a una de las acaudaladas familias de comerciantes de la villa, había sido reconvertido en un edificio habitable, que aglutinaba varios apartamentos en torno al patio central. En los antiguos sótanos, el ayuntamiento encontró lugar para varias asociaciones juveniles, las oficinas del periódico local, una pequeña biblioteca cuya bibliotecaria nunca estaba presente, y la sala de exposiciones. Ahora, ni un alma se movía en el patio, porque todos los trabajadores y vecinos estaban descansando, supuso Raúl. Menos él, claro.

«Alguna ley debería prohibir el trabajo los domingos», se dijo, como cada domingo por la mañana. En fin, la exposición estaba clausurada, y solo faltaba pasarse aquella tarde un rato descolgando las fotos de sus marcos y guardándolas en las cajas acolchadas antes de que el lunes los chicos de la empresa de transportes pasasen a recogerla y trajesen las nuevas. Otro día, otro euro.

Por la tarde, Raúl consiguió que uno de sus amigos, David, le acompañase a la sala para ayudarle a desmontar la exposición. David, desde luego, no le ayudó por simple solidaridad (carecía de toda empatía con el género humano, del que a veces parecía apartado por años luz), sino por aburrimiento. El resto del grupo de amigos no había salido aquella tarde. El cielo gris sucio, el frío y la amenaza de lluvia los desanimaron casi tanto como la resaca que sufrían todos ellos.

—¿Y no visteis a las tías del otro sábado? —preguntaba Raúl.

Su amigo sacó dos cigarros de un arrugado paquete blando, los enderezó suavemente deslizándolos entre sus dedos y pasó uno a Raúl, negando con la cabeza.

—No, pero casi mejor —encendió el cigarro, aspirando con fuerza—, porque ya llevamos cuatro findes con ellas, tío.

Raúl sonrió. Aquello casi podría considerarse una relación para algunos de sus amigos. Algo que no se les daba bien.

Cruzaron la vieja arcada que daba entrada al palacio y, como siempre, David se entretuvo unos segundos observando el deteriorado escudo de armas tallado en la piedra angular del arco. Raúl sonrió. Pese a su falta de estudios y estar ya trabajando, su amigo tenía una buena cultura general, y entendía algo de heráldica, pero era incapaz de traducir las inscripciones del escudo de armas. Como él mismo decía, sabía muy poco de casi nada.

—Vamos, tú —le llamó—, que el latín no se traduce solo…

David exhibió una sonrisa torcida, arrojó el cigarrillo contra Raúl en un gesto de enfado fingido y entró tras él, aún mirando el escudo. A punto estuvieron de chocar cuando Raúl se detuvo de repente, mirando a la puerta de la sala.

—¡Coño, tío! —se quejó David—. ¿Qué te pasa?

Raúl señaló un voluminoso sobre, de tamaño DIN-A4, que descansaba apoyado en la verja de la entrada a la sala. Sin saber por qué, un escalofrío recorrió su columna vertebral al ver el sobre, un sobre que no significaba nada a priori pero que no tenía tampoco ningún motivo para estar allí.

David, siguiendo su mirada, vio el sobre. De pronto saltó hacia atrás, agazapándose tras una de las columnas que bordeaban la entrada principal y uniendo las manos con los dedos índices y pulgares estirados como si llevase un arma.

—Cuidado, agente Scully —susurró—, ese sobre puede habernos visto. Creo que lleva un arma… ¡un matasellos!

Raúl se giró para mirarle, y sintió un profundo alivio cuando el sobre salió de su campo de visión, como si hubiese tenido un trapo empapado en agua fría sobre la cara y, al moverse, el asfixiante trapo hubiese caído al suelo.

—Qué tontolapicha eres, macho.

David se levantó, riéndose.

—Perdona, tío, pero es que has puesto una cara… Como si en vez de un sobre fuese una serpiente Dos Pasos, o algo así.

Siguieron caminando hacia la sala, David riéndose y Raúl tratando de vencer la súbita e inexplicable aprensión que sentía hacia aquel objeto apoyado en la puerta como lo estaría el chulo del colegio, esperando en la verja de entrada, justo donde acaba la autoridad de los profesores, para sacudir a los pequeños. Una ráfaga de viento sacudió la esquina del sobre, balanceándola, y fue como si les saludase con una mano lacia, helada.

—¿Qué serpiente es esa? —preguntó Raúl.

—Una que vive en Sudamérica, creo. Te pica, das dos pasos y te mueres. El veneno más rápido del mundo.

Por fin estaban ante la puerta. El sobre permanecía de pie, apoyado en la verja. Raúl se fijó en que estaba por la parte de dentro, tal vez para evitar que el viento lo derribase y lo arrastrase. Sacó las llaves y abrió la verja, con manos que temblaban por algo más que por el frío reinante. Tiró con fuerza del enrejado. Perdido su apoyo, el sobre cayó hacia delante, como los cadáveres de las películas de miedo cuando algún imprudente abre el armario.

PLAF.

Un sonido seco, ominoso, demasiado brusco en el vacío patio. Como una palmada. Raúl dio un respingo y retrocedió un paso.

—Oye, macho, ¿se puede saber qué te pasa? —preguntó su compañero—. ¿Esperas una carta bomba o algo así?

Raúl sonrió para disimular, pero la verdad era que aquel sobre lo asustaba como pocas cosas lo habían asustado hasta entonces, y no sabía por qué. Cuando David se agachó para recogerlo, estuvo a punto de gritarle «no lo hagas, está vivo». Pero se contuvo. Y, de pronto, David abrió el sobre.

—¡¡No lo toques, está vivo!!

El recuerdo llegó raudo, como invocado por aquella frase. Tenía siete años. Sus padres y él estaban de vacaciones, en la serranía de Béjar. El mundo olía a pasto, a humedad y a azul. Sí, el mundo olía a azul y parecía recién pintado en aquel verano, trece años antes, cuando todo era posible.

Ocurrió mientras su padre y él paseaban por la sierra, siguiendo el curso del río Cuerpo de Hombre, por parajes casi vírgenes en los que Raúl podía imaginar que era un explorador, tal vez Pizarro o Livinsgtone, cruzando tierras que ningún hombre blanco había pisado hasta entonces. Encontrar aquel inmenso lagarto, de más de cuarenta centímetros de largo y grueso como el brazo de un adulto, tumbado panza arriba sobre una roca plana, recorrido su cuerpo por un millón de moscas, parecía parte de la aventura. Adelantándose a su padre, Raúl corrió hacia la roca y espantó a los insectos con un palo. No se apreciaban heridas en el cuerpo verde grisáceo del reptil, pero Raúl era un niño de siete años, no un médico forense. Fascinado por aquella piel escamosa, por la posibilidad de tocar al dinosaurio en que su imaginación metamorfoseó al lagarto, Raúl soltó el palo y extendió su mano.

—¡No lo hagas, puede estar vivo! —gritó su padre tras él.

La criatura percibió tal vez la mano del niño, o quizás se asustó por el grito (aunque Raúl no pensó que fuese el grito, porque eso sería como culpar a su padre, y aún estaba en esa edad en la que nuestros padres son más listos que ningún hombre y podrían vencer a Superman sin problemas).

Lo importante es que reaccionó, girando todo su cuerpo en un imposible salto, y aterrizó sobre la roca plana con un leve ruidito, ¡Plaf!, como una palmada. Clavó sus agudos y minúsculos dientes en la mano extendida del niño y corrió después, buscando la protección de los húmedos arbustos de la orilla del río. Raúl, demasiado sorprendido y asustado para sentir el dolor de la carne punzada y desagarrada, se quedó mirando cómo la criatura se perdía entre la vegetación, con su larga cola agitándose furiosa de lado a lado. Entonces rompió a llorar.

La fuerza del recuerdo fue tal que Raúl sintió un fuerte calambre en la mano derecha, justo donde las finas líneas de viejas cicatrices cruzaban su piel. Retrocedió un paso, como si esperase que el lagarto saliese del sobre, y luego se contuvo, avergonzado por lo absurdo de la idea. Si David se daba cuenta de su miedo, estaría burlándose de él un mes seguido.

Pero David estaba ocupado sacando del sobre un cartel, que extendió sujetándolo para que ambos pudiesen verlo. La fotografía representaba un cuadro, que Raúl juzgó como un óleo por su aspecto, y en el que se representaba un paisaje de espléndido colorido. Al fondo del cuadro se dibujaba una cadena montañosa, tras la que el sol se ocultaba, y los jirones de niebla que envolvían sus cumbres aparecían teñidos de escarlata. En primer término, un prado de flores —tulipanes, al parecer— llenaba de amarillos, azules y rosas el ojo del espectador. Era un cuadro hermoso, e hizo que el miedo de Raúl desapareciese, dejando solo el regusto amargo del propio ridículo en su paladar.

—Parece que tienes otra exposición, muchacho —dijo David, leyendo el título—. «Luces y sombras», qué original.

 

No tardaron demasiado en desmontar las fotografías, embalarlas y prepararlas para que al día siguiente fueran cargadas sin problemas. Después, Raúl se dio cuenta de que ninguno de los dos tenía tabaco y propuso acercarse a un bar para comprar y tomar un café.

—Vale, vamos al… —en ese momento David se interrumpió, llevándose la mano al bolsillo del vaquero—. Hay que joderse…

Sacó del bolsillo su teléfono móvil y miró la pantalla, con una sonrisa traviesa en el rostro.

—Es Sara, la de Segovia. Qué plasta.

—¿La que conocisteis el finde que yo no salí, cabrones?

David asintió, llevándose el teléfono a la oreja.

—Hola, guapísima, estaba a punto de llamarte yo… —mintió, mientras se llevaba el dedo índice a la boca y ponía cara de asco, como si dijera «Voy a vomitar». Sacudiendo la cabeza, pero también sonriendo, Raúl indicó por señas que se iba a por tabaco, mientras David se acomodaba en uno de los sillones y, tal vez por distraerse, cogía el sobre que habían dejado allí.

 

 

Los primeros copos de nieve cayeron perezosamente mientras Raúl regresaba a la sala. Había tardado algo más de lo previsto porque añadió al café un pincho de tortilla y una croqueta, pero supuso que David seguiría hablando, así que no importaba. Al llegar a la sala, le sorprendió no ver a su amigo en ella. Sobre el sillón, uno de los catálogos de la nueva exposición aparecía caído descuidadamente, con las páginas abiertas, como un pájaro herido de muerte.

Raúl recogió el catálogo, molesto ante la actitud de David, y vio la ilustración reflejada en sus páginas. No era como la del cartel, un despliegue de color. En este caso, todos sus colores eran matices del negro y el gris, colores casi perlas en las zonas más claras y negros tan profundos que amenazaban con tragarse la luz en los puntos más oscuros. Una sensación de inquietud y desasosiego recorrió a Raúl de nuevo.

—¡David! —llamó, preocupado—. ¿David?

Pero nadie le contestó. Miró las puertas al final de la sala. Una de ellas daba al servicio, y la otra al almacén. Ambas parecían cerradas, igual que cuando él se fue. ¿Dónde, entonces, estaba su amigo?

Observó de nuevo la fotografía, tratando de descifrar el significado del cuadro. No representaba paisaje ni escena alguna, pero cuando uno dejaba de buscar detalles concretos y miraba el cuadro en general, cuando prescindía de la visión normal que busca figuras e imágenes, y simplemente dejaba que sus ojos paseasen sobre las manchas informes, entonces parecía posible atisbar una figura, un rostro tan velado por la negrura que uno no estaba seguro de haberlo visto. Dos manchas grises semejaban los ojos de la persona retratada, pero toda la imagen se perdió cuando Raúl pestañeó.

Fascinado por aquella imagen ilusoria, Raúl pasó las páginas y miró el resto de los cuadros. Todos ellos reflejaban escenas y motivos distintos, pero con una línea común. Aquel conjunto de sombras que apenas podría llamarse rostro estaba siempre presente, de una u otra forma.

En el retrato de una hermosa mujer, sentada en una habitación soleada, se veía una oscuridad extraña, humanoide pero inconcreta, recortada en la ventana del fondo. En el paisaje que ilustraba el cartel, la figura estaba también presente, como el recuerdo de un sueño al pie de las montañas bermejas, como una amenaza que se acerca lenta pero inexorable.

Tan lejano en el paisaje, y tan cercano, ocupando todo el lienzo, en aquel otro cuadro por el que estaba abierto el catálogo… A punto estaba de percibir la conexión cuando la mano, helada y húmeda, se posó en su nuca tan suave como el ala de una mariposa, y sintió que su corazón se detenía por un segundo y que un grito brotaba de su garganta con tal fuerza que casi pudo sentir cómo se desgarraban sus cuerdas vocales.

Su corazón tardó casi cinco minutos en recuperar el ritmo normal, mientras David, sentado en el sillón, seguía riéndose de la broma. Al salir del servicio había visto a Raúl enfrascado en el catálogo, y regresó al baño, se mojó las manos y se acercó despacio, poniendo luego sus palmas empapadas en la nuca de su amigo, que se había llevado un susto de muerte.

—Tío, si te ves la cara… ¡ja, ja, ja! —reía David—, te cagas, macho.

—Joder, cabrón, tú no sabes el susto que me has dado.

David cogió un cigarro del paquete y lo encendió entre breves toses provocadas por la risa.

—Haber elegido la muete

—Bueno, anda —Raúl cogió de nuevo el catálogo —. ¿Has visto estos cuadros?

Aspiró el cigarrillo hasta el filtro, mientras David repasaba las fotografías con atención. Pasaron un par de minutos que a Raúl se le hicieron eternos, y después su compañero devolvió el catálogo al sobre.

—No sé, tío —dijo luego—, yo no entiendo de arte. Algunos molan, pero el manchurrón negro ese… No sé, algunos no me dicen nada.

Raúl iba a hablarle de la extraña figura, de cómo parecía acercarse paulatinamente en cada nuevo lienzo, aunque el orden en el que los cuadros aparecían en el catálogo no era el correcto para reflejarlo. Sin embargo, no lo hizo. No supo por qué, tal vez por encontrar ridícula la amenaza que veía en aquella figura, ahora que trataba de expresarla en palabras para que otra persona la entendiera.

 

 

Al día siguiente Raúl fue solo a la sala, porque sus amigos estaban todos estudiando o trabajando. Encontró a dos operarios de la empresa de transporte esperándole, con la furgoneta ya abierta y algunas cajas en el suelo, junto a la puerta.

—Ya era hora, tú —protestó uno de ellos, un hombre rechoncho con la cara picada por las cicatrices de un acné mal curado.

—No sabía que traíais otra exposición —protestó Raúl.

—Pues ya ves. Lo que nos han mandao, macho.

Raúl abrió la puerta de la sala, sorprendido por el frío que surgió de la penumbra, como un animal amenazado que encontrase de pronto una vía de escape. Incluso los transportistas retrocedieron, presas de un escalofrío involuntario.

En cuestión de media hora, todas las fotografías de la anterior exposición estaban cargadas en la furgoneta y los nuevos cuadros depositados en el interior, aún sin desembalar pero ya a salvo del frío de la calle.

Después, los de la empresa de transportes se marcharon, dejando solo a Raúl. Éste encendió un nuevo cigarrillo, se sentó en el sillón y repasó el albarán que acababan de entregarle. Casi inmediatamente, vio el error.

Habían descargado veintiséis bultos, veintiséis cuadros que se alineaban ahora junto a la pared. Pero en el albarán solo se detallaban veinticinco. Alguien se había equivocado.

—No me avisan de la exposición, me dejan los catálogos en la calle, no me dicen cuándo los traen, y ahora esto… Joder.

Enfadado y nervioso, Raúl fue hasta el almacén, donde guardaba algunas herramientas, marcos de repuesto, atriles y un teléfono. De paso, subió el termostato. Hacía mucho frío, más del que justificaba el clima exterior.

Cerró la puerta del almacén y se sentó ante la vieja mesa de picnic donde reposaba el teléfono. La silla, una de esas incómodas sillas de tela que siempre usan los directores de películas, estaba rajada en el respaldo, y Raúl siempre se decía que tendría que comprar otra, pero siempre lo dejaba para más adelante.

Marcó el número de la oficina central de la caja, y después la extensión que le pondría con la responsable de la Obra Social, su jefa. Eran las dos menos cuarto de la tarde, así que aún estaba a tiempo de hablar con ella antes de que saliese.

Habló con ella durante cinco minutos, y al acabar se sintió empapado en sudor. De pronto, la puerta cerrada que lo separaba del almacén parecía una floja barrera entre lo cuerdo y el absurdo. Y, más allá, aquellas figuras oscuras, con su latente promesa que aún no podía descifrar.

Raúl siguió sentado, fumando, durante más de media hora. Miraba aquella puerta continuamente, sin moverse más que para dejar caer la ceniza en el bote de Coca-Cola recortado por la mitad que utilizaba como cenicero.

Durante aquella media hora pensó en lo que había hablado con su jefa; ella no sabía nada de aquella colección de cuadros. De hecho, no esperaba que le llegase nada durante toda aquella semana, y la siguiente exposición prevista en su sala era la de la filatelia local, que todos los años se celebraba en las mismas fechas.

Tampoco sabía nada de los carteles enviados, ni quién los habría encargado en la imprenta, aunque aseguró que hablaría con ellos inmediatamente para enterarse. Después de todo, esos cuadros habrían salido de algún sitio, y la imprenta siempre cobraba una parte del importe como señal antes de realizar el trabajo, así que ellos encontrarían enseguida a quien hubiese cometido el error, ya que no podía ser otra cosa que un error.

Al cabo de un rato, el teléfono sonó, rompiendo el silencio como si fuese una capa de hielo fino, y sus astillas se clavaron en los tímpanos de Raúl antes de que fuese consciente de que se había quedado dormido.

Solo era el teléfono móvil, un mensaje de Alberto, uno de sus amigos, que le preguntaba si ese fin de semana se apuntaba a un viaje. Concretamente, el mensaje decía «ns vms d finde a Segvia, t apnts? Tnms ksa alli, s l kmple d l yegua, jeje». Se demoró unos segundos hasta que sus neuronas consiguieron reagruparse con éxito, y tradujo el mensaje. Un fin de semana en Segovia, con aquellas chicas que conocieron la semana anterior. ¿Quién era la «yegua»? David tenía la estúpida costumbre de olvidar el nombre de la gente, sobre todo de las chicas, y lo sustituía por motes como aquel, una especie de mnemotécnica de alcantarilla, lo llamaba él. Tampoco Raúl recordaba muy bien a las chicas, tal vez porque pasó gran parte de la noche del sábado hablando con el viejo Jimmy Bean.

En todo caso, no era mala idea. Desgraciadamente, tendría que trabajar el domingo por la mañana si aquella extraña exposición se confirmaba, pensó mientras salía del almacén y se dirigía a la calle para tener mejor cobertura. Se detuvo en medio de la estancia, paseando sus ojos alucinados por la fila de cuadros, ahora desembalados y al descubierto, que se apoyaban contra la pared. Como un pelotón de fusilamiento dispuesto a disparar a la orden del sargento.

Todos los cuadros.

No los toques, pueden estar vivos.

Estaban desembalados. Todos, a excepción de uno, que permanecía al final de la hilera. «Ese debe de ser el sargento», pensó incoherentemente Raúl. Olvidó responder al mensaje, y el móvil quedó en su mano laxa, inútil como una espada ante… bueno, ante un pelotón de fusilamiento.

Trató de recordar cuándo habían desembalado los cuadros, pero estaba bastante seguro de no haberlo hecho. Completamente seguro, podría jurarlo ante un tribunal. Clavó sus ojos en el cuadro que, según su criterio, culminaba la colección, el que representaba a la figura oculta entre los trazos negros y grises. El título del óleo, según el catálogo, era «A tu lado». Se acercó despacio, buscando con la mirada aquellos ojos insinuados en pinceladas grises, mientras continuaba andando, con la lentitud pegajosa de un mal sueño. Una nubecilla blanca de aliento condensado surgió de su boca pese a la calefacción.

Estiró la mano

No los toques.

para tocar el marco, sin apartar la mirada de aquellos ojos irreales, y en ese momento

Pueden estar vivos.

la vibración sacudió todo su cuerpo, haciendo que saltase hacia atrás, que se apartase de la desconocida fuerza que surgía del marco como un calambre, como una descarga de baja potencia. Cayó al suelo y se arrastró hacia atrás, usando los talones y los glúteos para impulsarse, pero la vibración se repitió, y Raúl supo que aquello, lo que fuese, le había atrapado… hasta que percibió que la vibración surgía solo de su mano izquierda, donde aún apretaba el teléfono móvil. Miró la pantalla. Solo era Alberto, llamando. Raúl no pudo contener la risa y cayó cuan largo era en el suelo, mientras las carcajadas sacudían su cuerpo. Se llevó el teléfono al oído y pulsó la tecla, tratando de contener su risa, cada vez más histérica e irracional.

—Dime, tío.

—Oye, soy Alberto.

La obviedad del comentario desató un nuevo ataque de risa.

—¿Qué te pasa, tío? —la voz de Alberto sugería que la risa se le estaba contagiando, y Raúl pensó que tal vez la risa también mordiese—. ¿Estás bien?

—Sí, sí. —Se sentó en el suelo—. Bueno, dime.

—Nada, que Sara, la tía esa de Segovia, ha llamado a David…

Raúl recordó con más claridad. Sara era la chica con la que se enrolló David, y tenía tres amigas. Otra, de nombre María, o tal vez Marta, se había enrollado con Jorge, y los demás estuvieron con las otras chicas, hablando, bailando un poco (haciendo el oso, más bien), y tomando unas copas.

—… y le ha invitado a su cumpleaños. Bueno, nos ha invitado a todos, tío, en una casa de allí.

—Joder, ¿en una casa solo con ellas?

—Ya te digo. Viven allí, compartiendo piso y eso, y dicen que vayamos. De todas formas, ahora a las siete ha dicho David que va para la sala y habláis. Pero apúntate, tío.

Desde luego, Raúl tenía intención de apuntarse, porque las perspectivas de un fin de semana con cuatro tías en su propia casa eran, como poco, prometedoras.

—Bueno, ya hablaré con mi hermano para que venga el domingo por la mañana…

Y en ese momento cayó en la cuenta. ¿Ahora a las siete? ¿Llevaba allí toda la tarde? ¿Cuánto tiempo había dormido? Miró su reloj de pulsera. Marcaba las seis cincuenta. Jooder, se dijo. Más valía que aprovechase el tiempo y empezara a colocar los cuadros, antes de que su jefa llamase, confirmando la exposición. Si no, no tendría tiempo para colocarla al día siguiente y abrir a la hora.

Bueno, todos los cuadros medían exactamente lo mismo y el marco era igual, tan solo variaban en el contenido. Eso simplificaba las cosas, ya que resultaba mucho más difícil combinar los distintos tamaños y lograr un efecto agradable. Aunque tal vez el artista no pretendiese, precisamente, un efecto agradable. Más bien podría desear inquietar al espectador.

En principio, pensó colgar los cuadros en el mismo orden en que figuraban en el catálogo, lo que ayudaría a los visitantes a la hora de encontrarlos y seguir un criterio. Además, cada página del folleto incluía un comentario, a veces una descripción del cuadro y en otras ocasiones unos versos que alguien consideró adecuados.

Pero después siguió su propio criterio, que era lo que solía hacer. Colocó primero el paisaje montañoso, donde la sombra era tan pequeña que apenas se apreciaba. Como si se acercase desde el horizonte. O como si surgiese de las raíces de la montaña, tal vez.

Continuó así, colocando los cuadros de forma que marcasen el acercamiento de la misteriosa figura. A las siete, cuando David llegó, había puesto ya diez pinturas en sus ganchos. Las demás estaban en el suelo, pero ya ordenadas y listas.

—Hola, chaval —saludó su amigo—, vaya frío hace aquí, ¿estás ahorrando en calefacción?

Raúl miró a su amigo, y David tuvo la misma sensación de incomodidad que sentimos cuando despertamos a alguien de un sueño profundo, en esos instantes en que nos mira sin conocernos, en que sus ojos pasean sobre nosotros sin vernos realmente, como si no existiésemos, como si fuésemos objetos desenfocados. Una sensación que nos desestabiliza, tal vez a un nivel puramente atávico. Porque, ¿de qué otra forma podemos estar seguros de la propia existencia, más que a través de la percepción de aquellos que nos rodean?

Y, sin embargo, la idea no fue formulada como un pensamiento consciente, ni siquiera como una impresión. Simplemente, Raúl parecía distraído, espeso, lejano.

—Bueno, bueno… —David miró el cuadro que Raúl colgaba en ese momento—, nos vamos a Segovia, ¿no?

En el cuadro, la hermosa mujer se sentaba en una silla de mimbre y aprovechaba la luz de la ventana para trabajar en una labor de bordado que sostenía en su regazo. Su rostro, ligeramente ladeado e inclinado hacia la labor, era pálido y delicado, y los ojos entornados brillaban con fuerza, reflejando una personalidad poderosa, remarcada por la línea firme de la mandíbula.

Sin embargo, si uno se fijaba bien, podía darse cuenta de que los ojos no estaban enfocados hacia la labor, sino girados hacia la ventana, como si tratase de captar en el extremo de su campo de visión a la sombría figura de la ventana. Tal vez, se dijo Raúl, por eso está tan pálida.

En ese momento, David se inclinó para coger el siguiente cuadro de la serie, en el que varios niños jugaban a rayuela en el patio de un colegio bajo la atenta mirada de cuatro monjas sonrientes y vestidas de blanco. De nuevo, la sombra estaba presente, en este caso apoyada con indolencia en una farola cercana a los niños, tan cercana a la rayuela dibujada con tiza en el suelo que cualquier niño que llegase a su extremo estaría al alcance de sus brazos. Una de las monjas, una anciana de aspecto cansado, miraba a la figura en vez de a los niños. Raúl pensó que su expresión estaba más cerca del llanto que de la sonrisa, pero con la imprecisión que caracterizaba a aquel artista desconocido.

Cuando David extendió sus manos para coger el cuadro, Raúl sintió una súbita alarma.

—¡No lo toques! —gritó.

(Podría estar vivo. Podría moverse)

—Vale, vale. —Se apartó David, extrañado—. Te veo tenso…

—No, qué va —se justificó Raúl—; es que, ya sabes, me gusta colocarlos a mi manera.

David se encogió de hombros, se apartó y encendió un cigarrillo. Pese a su fingida indiferencia, Raúl percibió que había ofendido a su amigo, y trató de solucionarlo.

—Oye, ¿por qué no vas colocando los focos? Ya sabes, un poco indirectos, que no deslumbren.

—Claro, tío. Faltaría más.

Los siguientes minutos transcurrieron en calma, y por primera vez en aquel día Raúl se sintió relajado. Hicieron planes para el fin de semana, bien regados de chistes verdes y fantasías que luego, seguramente, no se cumplirían. Poco después, todos los cuadros estaban colocados, y Raúl retocó la posición de algunos focos mientras David salía fuera para llamar a la chica de Segovia y confirmar lo del fin de semana.

—Es curioso cómo se acerca esa cosa de sombras, ¿verdad? Como si el pintor sugiriese que se acerca un poco más en cada cuadro —comentó Raúl antes de que el otro saliese de la sala.

David se giró en la puerta. Miró los últimos cuadros, jugueteando en su mano con el móvil, como si no estuviese muy seguro de lo que iba a decir.

—No sé… yo creo que no se acerca, es que crece —Raúl le miró, sorprendido por la idea—. Claro que yo no entiendo de estas cosas.

Y salió fuera.

Raúl observó de nuevo los cuadros. Que crece. Qué estupidez. Desde luego que no podría crecer, porque en cada cuadro había obstáculos físicos, como la ventana o la verja que rodeaba el patio de juegos, que habrían impedido el crecimiento de aquella cosa. El crecimiento físico, claro.

Pero, ¿y si no representaba algo físico?

Retrocedió hacia la puerta para ver el efecto total de los óleos y sintió que tropezaba con algo. A punto estuvo de caer de espaldas por el sobresalto mientras se giraba rápidamente, dispuesto a golpear a David si era él con otra de sus bromas estúpidas.

Pero no había nadie tras él.

Miró al suelo y allí estaba el cuadro que no figuraba ni en el albarán ni en el catálogo, aún embalado. Bueno, se dijo Raúl, aún tenemos sitio y ganchos libres. Al haber veintiséis cuadros, la simetría mejoraba. Mientras esperaba el regreso de David, pensando en la chica pelirroja con la que habló el sábado y a la que no pidió el teléfono, desembaló el último cuadro, dispuesto a colgarlo junto a «A tu lado».

—Este fin de semana le entro a la pelirroja, lo juro —se dijo.

Y vio el cuadro.

Era absolutamente absurdo, tan solo un lienzo blanco con escasas pinceladas en gris que no representaban nada. Incluso el gris era tan claro y desvaído que apenas se distinguía del blanco. Resultaba visible más por el volumen de la pincelada que por la diferencia de matiz.

—Bueno, el pintor sabrá. Aunque rompe toda la línea —dijo en voz alta mientras colgaba el cuadro.

 

 

David entró cinco minutos después. En el exterior había anochecido completamente, y el frío era tan cortante como una chapa de acero. Llevaba subido el cuello de la cazadora, y la mano que sujetaba el teléfono estaba roja, casi entumecida. A decir verdad, también la otra. Pese al aire helado, había fumado mientras hablaba con la «yegua».

—Eres un puto gigoló, Raulito —dijo mientras entraba—. La pelirroja esa, Marisa creo que se llama, ha preguntado por ti. Tienes que ven…

En ese momento, David se dio cuenta de que Raúl no estaba en la sala. La temperatura había aumentado mucho, y supuso que su amigo había puesto la calefacción a tope. Bien, ya era hora. Como Raúl no había salido, supuso que estaba en el almacén haciendo algo importante. O en el servicio, haciendo algo aún más importante.

Se puso a contemplar los cuadros para pasar el rato y se dio cuenta de que había uno nuevo junto al que representaba una mancha de oscuridad, ese llamado «A tu lado».

El nuevo estaba etiquetado como «Nueva adquisición», y representaba una larga estancia con las paredes cubiertas de cuadros. En el centro de la sala, dos hombres con aire intelectual, bien trajeados, contemplaban los cuadros expuestos. Uno de ellos tenía esa pose tan típica, tan esnob, de brazos cruzados y mano alzada, acariciando el mentón. Tras ellos, parcialmente oculta, una figura de otro hombre, un hombre bajito y rubio que se encontraba de espaldas al espectador.

Y, abriendo la puerta de madera de la sala, con un paquete plano y alargado que bien podría ser un cuadro, la figura oscura, más definida y robusta. Mejor… mejor alimentada, pensó David sin saber por qué.

—En este cuadro hay un tío que se parece a ti, macho —gritó a la sala vacía, esperando que Raúl le oyese—. Bueno, de culo, claro.

Y se sentó, dispuesto a esperar que Raúl volviese de adonde quiera que hubiese ido.

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