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Un ojo ebúrneo en la oscuridad. Sangre en blanco y negro, regusto a metal. Carne cruda.
Un cubo de agua helada me trae de vuelta. Mi cuerpo es un músculo agarrotado, demasiado cansado para activarse por el choque frío. Cuelgo de las muñecas, sujeta por una cuerda áspera que lacera mi piel. Intento estirarme, y los dedos de los pies llegan a tocar el suelo húmedo, lo suficiente como para proporcionarme un apoyo apenas soportable por unos segundos. Duele.
Estoy desnuda, y cada poro de mi piel segrega un sudor espeso que multiplica el sofocante calor. De poco me sirve abrir los ojos, una tela oscura cubre mi cabeza. A través de ella, veo una realidad extraña, multiplicada por cada fibra de la tela, en lo que casi es una visión de insecto.
—¿Qué hora es? —Mi voz surge débil y rugosa. Noto la garganta hinchada, como si algo pequeño y peludo estuviera agazapado en su interior.
Nadie responde, aunque algo se mueve lentamente a mi alrededor. Sus pisadas producen el chasquido del heno al romperse. Cuando pasa por delante de mí, lo que veo es una sombra borrosa, más oscura que la penumbra que me envuelve. El lugar huele a granja, a miel podrida, a excrementos. Estoy en un espacio impío, un templo del mal.
Vuelvo a insistir, un poco más alto.
—¿Qué hora es?
Los pasos se detienen, y una voz estriada desgarra el silencio.
—Me resulta curioso —dice, masticando cada palabra— que tu mayor preocupación sea saber la hora. Debería ser el menor de tus problemas, créeme.
Un zumbido acompaña su voz como si fuera un coro macabro. Moscas.
Prosigue.
—Llevas muchas horas dormida. Empezaba a pensar que no ibas a despertar nunca. Dime, ¿puedes recordar cómo llegaste al bosque?
—Yo…
—¿Qué demonios hacía una chica como tú en las profundidades del bosque a esas horas? ¡Y totalmente desnuda! Créeme, me muero de ganas de conocer tu historia. Pero lo primero es lo primero. Ahora que estás despierta, es el momento de bautizarte.
La sombra retrocede ligeramente. Se oye un ruido de arrastre chirriante. Algo metálico y grande se acerca.
Percibo a la sombra moverse delante de mí, pero me resulta imposible distinguir qué está haciendo. Escucho un chapoteo, y entonces la voz comienza a recitar algo en una lengua que no comprendo. Se aproxima, y su recio atuendo roza mis pezones en un movimiento casual. El aliento que desprende su letanía me asquea. Lo noto demasiado cerca.
—Empecemos —dice la sombra, exultante tras finalizar su salmo—. Hoy es un día especial. Tú eres especial, niña. No me gusta dejar nada en manos del azar o de Dios. Tengo un método, ¿sabes? Pero anoche fue diferente. Me dirigía a mi punto de caza habitual cuando te encontré, inerte entre la maleza, desnuda y manchada de barro y sangre. Como un regalo caído del cielo. No lo pensé dos veces, hay que saber aprovechar este tipo de señales. Acostumbro a cargar cuerpos mucho más livianos que el tuyo, por lo que fue muy trabajoso traerte a mi santuario. Pero ya he descansado, y aquí estás, despierta y a punto de ser bautizada. Has de estar contenta, pues hoy has salvado la vida de una persona.
La voz retoma entonces su cántico, mientras un líquido viscoso y tibio empieza a caerme encima, resbalando lentamente desde mis hombros. El olor que desprende el fluido es nauseabundo, no puedo evitar retorcerme al ritmo de las arcadas. Capto una palabra que se repite en los extraños versos: Moloch. Mi cuerpo sigue recogiendo líquido, vertido al ritmo de los salmos, y queda cubierto en poco tiempo.
Cuando el bautizo finaliza, mi captor levanta la tela que cubre mi cabeza, haciendo que la claridad y la pestilencia se abran paso a dentelladas. Mi estómago no lo soporta más, y comienza a regurgitar con violencia grandes trozos de una carne que no recuerdo haber ingerido. El vómito se acumula bajo mis pies, fundiéndose con el líquido aceitoso que chorrea desde mi cuerpo hasta el suelo, creando un charco repugnante y escurridizo en el que mis dedos patinan. Quedo colgando, intentando que cesen las convulsiones, mi único sustento el punzante dolor de las muñecas. Apenas puedo sentir nada más.
Hago un patético esfuerzo por recomponerme y levanto la cabeza para mirar a mi torturador. Me sorprende ver a una mujer, no muy alta, de complexión fornida y rasgos poco agradables. Viste una especie de túnica descolorida y raída, adornada por un gran capuchón que cae a su espalda. Junto a ella hay una cubeta de metal casi rebosante de una oscura grasa, la misma con la que me ha embadurnado. Detrás de la mujer hay algo.
—Créeme, niña —dice, con esa ambigua e impostada inflexión en su voz que no logra ocultar un deje sureño—. Solo soy una cazadora. De las buenas, lo reconozco. Me gusta salir de noche, soy silenciosa como un lobo. Me conocen, pero no saben quién soy. También a mí me han bautizado, ¿sabes? Ahora me llaman La Bestia. Pobres paletos, mi leyenda ha llegado a tal punto que incluso me acusan de exterminar sus ganados —se ríe con una carcajada demasiado forzada—. Idiotas. Yo no mato animales. Bien, ahora estás lista para Él.
Entonces se aparta y puedo ver lo que hay en la pared que tengo enfrente. Flanqueada por la luz de dos teas, se alza una escultura horrenda. Cabeza de carnero, con el cuello seccionado sin miramientos. Torso de lo que parece caballo, con el color de la muerte en la piel renegrida. Dos maderos chamuscados extendidos a ambos lados, como brazos prestos a recibir una ofrenda inimaginable. Debajo de tal aberración se acumulan cenizas y huesos, entre los que sobresalen pequeños cráneos de indudable procedencia humana. Pese a la asfixiante humedad que me viste, un escalofrío helado me sacude ante tal visión.
Es un altar despreciable, que irradia ignominia.
La mujer busca algo en un lateral de la estancia, un rincón oscuro donde se amontonan objetos que no puedo reconocer. Recorro el antro con la mirada, y al hacerlo mi cuerpo se balancea levemente, produciéndome nuevos mordiscos de dolor en las muñecas. Creo que la cuerda que las aprisiona está llegando hasta el hueso.
Intento no desmayarme, buscando sin suerte alguna rendija en los muros de esta cripta. Solo una pequeña abertura rompe el sello del lugar, dejando entrever unos toscos escalones de piedra que ascienden a la oscuridad. Estoy en un sótano subterráneo, no me cabe duda. Tampoco es algo que importe demasiado.
Vuelvo a repetir mi mantra.
—¿Qué hora es?
La mujer sigue hurgando en el rincón, parece no haberme oído. Tras unos segundos se incorpora y camina hacia mí, sosteniendo un palo largo en cuyo extremo hay un paño sucio anudado.
—Debes estar cansada, niña —dice mientras introduce el paño en la cubeta de grasa—. Como te he dicho, tardé bastante en arrastrarte hasta aquí, pero por suerte llegamos antes del alba. Ahora ya está anocheciendo, así que llevas un buen rato ahí colgada. Pero tranquila, ya estamos acabando.
Sus palabras me dan consuelo. En mi interior, sonrío. Creo que algo se refleja en mi rostro, pues la mujer me mira con un pequeño gesto de extrañeza durante un segundo. Entonces se pone la capucha, se da la vuelta y encara a su monstruoso dios, realizando una serie de movimientos que parecen reverencias obscenas. Acerca el palo que porta a una de las antorchas, y este prende en un instante, generando el instrumento que ha de devorar mi vida.
Es en ese momento cuando mi corazón estalla. Mi estructura ósea se fractura en mil puntos diferentes, llevando mi tormento a cotas imposibles a las que no llego a acostumbrarme. Aguanto sumisa hasta que mi sangre empieza a hervir, hasta que mi piel se endurece, hasta que mi forma cambia y huelo la muerte. Un último vistazo me revela el miedo en el rostro de la mujer, un miedo cercano al frenesí que esta vez su dios no calmará.
Me desvanezco en un aullido prolongado hasta la negrura. Un aullido que, por una vez, me reconforta.
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