Una reminiscencia. Un parpadeo. Un movimiento fugaz, en los límites de tu campo de visión. Así son los fantasmas que habitan en el volumen de relatos de Solange Rodríguez Pappe. Un elemento apenas intuido que decora la realidad de unos cuentos plenamente sugerentes. El cúmulo de ideas que dejan ver un estilo propio y una voz interesante, convierten a La primera vez que vi un fantasma en una de esas recopilaciones que sorprenden por lo inesperado y lo diferente. Y porque, en realidad, trata un terror que no es terror sino algo mucho más velado.
Los relatos incluidos en este volumen comprenden una amplia variedad de miradas alrededor de la muerte y lo extraño, aunque siempre ancladas con más o menos firmeza en nuestra realidad cotidiana. Lo primero que llama la atención es la cantidad de textos, nada menos que 15, comprimidos en menos de 140 páginas. Esto se debe a la incorporación de un puñado de microrrelatos en los que la autora se despacha en una o dos páginas, en piezas a veces contundentes y a veces meramente sugestivas.
El libro se abre con A tiempo para desayunar, una perfecta introducción en la que Solange Rodríguez nos sitúa en un hotel habitado por entidades que parecen arruinadas, sin que lleguemos a saber a ciencia cierta si se trata de personas vivas o de espíritus, si el hotel es un edificio real o quizá una especie de limbo. Esa ambigüedad pura, amplificada a través de tres puntos de vista distintos, constituye una gran piedra de toque para lo que vendrá a continuación.
El miedo a la muerte y la nostalgia por lo que queda atrás son ideas que sobrevuelan relatos como Paladar —en el que la autora parece hablarnos de temores profundamente humanos mientras nos enseña una Lima fantasmagórica—, Conversación de los amantes o Un paseo de domingo —maravillosa y contundente pieza breve que sigue una estructura más habitual en el género para golpear al lector en la última línea—. En estos textos el terror, incluso el componente fantástico, es apenas anecdótico, quedando relegado a un esbozo que de alguna manera logra impregnar la atmósfera.
No siempre es así, ya que en relatos como Instantánea borrosa de mujer con luna, La historia incómoda que nos contó Olivia el día de su cumpleaños, Matadora o El atanudos, Solange Rodríguez abraza el género desde una perspectiva más clásica, respetando una estructura más canónica sin perder un ápice de efectividad. También en estas piezas introduce un componente de leyenda y folclore que siempre es de agradecer, ya sea desde lecturas ampliamente conocidas del mito vampírico o desde aproximaciones más locales a historias cercanas al cuento oral.
Matadora merece una mención aparte por su contenido reivindicativo y por la utilización de un recurso muy llamativo para hacer denuncia social sobre la violencia de género. En este relato la autora difumina y emborrona los límites entre los personajes humanos, una gata y la metáfora que se esconde tras la historia. El resultado es un cuento tan inaprensible como redondo.
Aparte de ello, encontramos también cierta tendencia a la ciencia ficción sombría en textos como Un hombre en mi cama —brillante y afilada crítica a la sociedad que dispara a algunos de nuestros comportamientos referentes a las redes sociales y al extremismo ecológico— o esa postal apocalíptica que es Confeti en el cielo. Del mismo modo, contamos con un grupo de textos más experimentales, en el que podríamos englobar al surrealista Funeral doméstico, al perverso Pequeñas mujercitas —curiosa mezcla entre el surrealismo natural de muchos relatos de Borges y la fantasía litigiosa de Campo de batalla de Stephen King con ecos gulliverianos, que sugiere algunas reflexiones un tanto perturbadoras—, o al metarrelato Pistola cargada.
El relato final del volumen es el que da título a la antología, La primera vez que vi un fantasma, y supone un perfecto cierre en el que la autora juega con cierta ambigüedad y un toque noir sobre cosas que están pasando pero no están pasando. La protagonista del relato ve el hotel donde se desarrolla la acción como un lugar raro, pese a que nada raro sucede… hasta las últimas líneas.
La editorial Candaya nos está facilitando el descubrimiento de autores y autoras muy interesantes del panorama hispanoamericano (ya hablé de Nefando de Mónica Ojeda). La ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe viene a unirse a esa pequeña nueva ola de escritoras sudamericanas que están aportando una nueva visión del terror. Sin embargo, creo que Solange ni siquiera se parece a las argentinas Mariana Enríquez o Samanta Schweblin, o a su compatriota Mónica Ojeda, sino que de algún modo su estilo transcurre con una normalidad un tanto retorcida, cosa que convierte la lectura de este volumen en una experiencia estimulante. La primera vez que vi un fantasma nos descubre a una narradora curiosa, que alterna lo cotidiano y lo extraño con una mirada distinta a lo habitual. Sin duda, una autora a seguir.