Relato: BUCLE EXISTENCIAL (Daniel Aragonés)

por Daniel Aragonés

 

Introducción (J.L. Pascual)

No sabéis la suerte que es comandar este proyecto y tener a bordo a un grupo de escritores de los que aprender cada día. Lejos del egoísmo imperante en la sociedad y en el mundillo literario —no diferente del resto de mundillos—, la generosidad de que hacen gala mis compañeros me asombra e inspira. 

Daniel Aragonés nos regala aquí un texto con un fuerte componente simbólico, pero lo que más destaca es su galopante surrealismo rayano al humor negro y la explicitud sin cortapisas de algunas descripciones. Estamos ante un cuento de los que me gustan, tanto por su nula cercanía al mainstream como por su continua huida hacia adelante, siendo uno de esos relatos cuya impronta va quedado marcada en el lector a medida que este lee y se pregunta «¿qué demonios va a a pasar a continuación?». 

Lo imprevisible del sueño, unido a un elemento perturbador que se instala en las tripas del lector en las primeras líneas —ojo a la mención al hijo—, hace de Bucle existencial un reto para todo el que se enfrente a él. Disfrutadlo.

Bucle existencial (Daniel Aragonés)

Hacer de vientre después de una noche de borrachera, en el mismo garito donde decidiste ahogar tus penas, dormirte en la taza, despertar, y darte cuenta que no estás en ningún sitio conocido.

¿Dónde diantres estoy?

Lo recuerdo. Mi hijo había muerto cuatro horas antes. Y entré ahí, en una tasca cualquiera de los bajos de Argüelles, con la taza llena de pegotes marrones y una camarera con pinta de yonqui. Repugnante de pared a pared.

Bebí cerveza y bourbon. Hasta reventar.

A la hora del cierre entré en el baño, me bajé los pantalones y planté los glúteos en el maldito tabloncillo. Luego todo se volvió negro.

Ahora estoy en un lugar desconocido.

Sentado en una taza del váter enorme, esplendorosa, gigantesca, enfermiza en cuanto a pulcritud. Tiene construidas unas escalerillas para llegar al borde superior.

Me pongo de pie y observo la devastación estomacal. No hay duda. Estaba descompuesto y lo he soltado todo. Me doy asco a mí mismo.

Agarro papel higiénico y me lo paso por el esfínter. Todo ahí abajo está reseco. Me duele. Siento escozor.

¡Joder!

Tiro de la cadena, bajo las escalerillas de la taza, remonto las del tocador —también enorme— y, sin subirme los pantalones, meto el culo en el lavabo. Me echo jabón en las manos y me limpio a conciencia.

El maldito lavabo es más grande que muchos jacuzzis. Enorme.

¿Qué mierda es todo esto?

Vale, no sé dónde estoy. Y encima voy descalzo. Sin calcetines. No encuentro la cartera. Mi reloj ha desaparecido. El teléfono. Las gafas de sol. Solo me queda el recuerdo de mi hijo muerto.

Abro la puerta del baño y observo el exterior.

Un cielo abierto. Azul celeste. Carente de nubes. Infinito.

El suelo me resulta impactante. Baldosas negras y blancas. Un pavimento firme que ocupa toda la superficie.

No alcanzo a explicarme nada.

¿Cómo puede ser? Anoche estaba matándome.

Doy un primer paso. El suelo exterior está caliente, es suave, confortable. Segundo paso. El inusual baño queda a mi espalda. Avanzo con cautela. Cierro levemente los ojos y agudizo el oído.

Escucho un ligero zumbido. Suena detrás de mí.

Me giro bruscamente.

¡Cómo!

El baño ha desaparecido sin dejar rastro. En su lugar hay un viejo carcamal con un traje de enterrador. Ocupa una silla de colegio con una mesita en el apoyabrazos izquierdo. Escribe algo en un cuaderno, y fuma.

—¿Dónde cojones estoy? —pregunto.

—No conozco ningún cojón embaldosado.

Me quedo con cara de imbécil. No puedo verme, pero seguro que tengo esa cara.

—¡Mira, viejo! Hace unas horas estaba borracho, con las tripas sonándome como si estuviesen habitadas por grillos coléricos, ¿entiendes lo que digo? Entré al váter de un garito apestoso, hice lo que tenía que hacer, y me quedé frito. —Le miro de pies a cabeza—. He despertado aquí, en el puto Oz.

—Esto no es Oz. Tú no eres Dorothy Gale. Y el mundo construido en Cojones queda un poco lejos.

Cara de imbécil instalada.

—Vale, vale… —expongo apaciguando las aguas—. Creo que he empezado con mal pie. ¿Quiero saber dónde estoy?

—Te diré dónde no estás, ¿te va mejor?

—¿Dónde no estoy? —procuro mantener la calma.

—Te lo diré de una forma inexacta.

—Vale, joder, pero di algo ya.

—No estás cerca de casa.

—¿Con casa te refieres a Madrid, o a mi piso?

—Lo abarcable por tu mente queda englobado en la definición.

—Mira, amigo, solo quiero salir de aquí y enterrar a mi hijo.

—Salir de un espacio exterior es complicado. No me lo vas a negar, ¿verdad?

—¡Joder! Contigo no hay manera.

—Sí la hay.

—Quiero volver a Madrid.

—Para eso tienes que salir de aquí —y carcajea.

—Pero si hace un rato te he dicho que quería salir de aquí y me has dicho que «salir de un espacio exterior es complicado».

—Avanza en cualquier dirección. Cuando llegues al Fin del Mundo siéntate en una piedra y espera.

Avanzo sin mirar atrás. Acelero. Atrás queda el viejo y su palabrería barata.

Revivo los pasos que me condujeron hasta ese baño. Iba demasiado borracho. Pasillos borrosos. Mis manos apoyadas en paredes de todo tipo. Hombres y mujeres dando vueltas alrededor de mi cabeza. Recuerdo el hospital. Decenas de médicos y enfermeras.

Llevo horas andando sin parar. Dubitativo. Ausente.

Parece no suceder nada, sin embargo, mis pies se detienen. El cielo se oscurece sin previo aviso. El borde del suelo de baldosas negras y blancas tiene un fin. Acaba en el negror más absoluto y ruidoso que jamás he visto.

Llego hasta el borde del negror arrastrando los pies, de mala gana. Tengo algo de miedo.

Observo una piedra con forma de silla, vacía. Y otra con forma de sofá, ocupada por un tipo desnudo.

—Hola —me dice—, puedes llamarme Sánchez.

«¡Me cago en mi puta vida!», pienso.

—¿Dónde estamos, Sánchez? —procuro ser lo más cordial que puedo.

—En el borde del Fin del Mundo.

—La Tierra es redonda.

—Bueno, pues entonces debe ser que no estamos en la Tierra… ¡Eh! ¡Eh! —repiquetea.

No tiene sentido.

—¿Formas parte de todo este tinglado de mierda? —pregunto.

—¡Oh! ¡Oh! No, no, no. Verás, yo soy proctólogo.

—Vale, cojonudo. Proctólogo de Oz.

—Verás, tenía consulta, como cualquier día. Un recto por delante y demasiado tiempo sin sexo. Inyecté un tranquilizante al paciente. —Me mira fijamente—. No pienses que soy un violador…

—No pienso nada.

—Me desnudé, sin intenciones de penetrar el ano del paciente. Solo quería masturbarme, y eso hice. Sé que está mal. Así lo pensé en ese mismo momento. Me sentía sucio. Por ese motivo entré al baño privado de la consulta y lloré.

—Entonces apareciste aquí, en este jodido mundo.

—Mucho peor.

—No me cuentes lo de la taza y el lavabo gigantes.

—¿Conoces ese baño?

—Aparecí en uno así, te lo juro.

—Dimensiones paralelas —susurra.

Decido asomarme al abismo. Parece el interior de una taza del váter cuando el agua de la cisterna arrasa con todo. Huele a heces.

Me siento en el sofá.

—¿Cuánto llevas en Oz? —pregunto con sorna.

—Más de mil años de los de aquí. Allí no tengo ni idea. ¿Y tú?

La silla de colegio, con el  viejo sentado, aparece de la nada. Avanza a toda velocidad, deslizándose por el aire como si tal cosa, hasta situarse entre los dos asientos de piedra. Las cuatro patas y los dos pies se posan. El viejo escribe y fuma.

—¿Y ahora? —pregunto.

—Debes ponerte en el borde del abismo, bajarte los pantalones y poner el culo en pompa.

—¿Quieres que el proctólogo me dé por culo? —pregunto encolerizado.

Observo que el proctólogo experimenta una erección.

—No creo que haga eso. En todo caso, se masturbará mientras te pateo el trasero.

Decido levantarme y hacer lo que dice.

Miro de reojo.

Tengo los pantalones bajados y el culo en pompa.

Mi querido y apestoso proctólogo se masturba y llora a moco tendido.

—No mires —dice el viejo.

Noto un fuerte golpe en el culo y salgo volando. Caigo en el centro del remolino de heces. Soy absorbido. Viajo por el torbellino.

Cuando quiero darme cuenta estoy sentado en la taza del váter del apestoso y lúgubre garito. 

¡Sí, estoy aquí de nuevo!

Voy descalzo, y mis pertenencias han desaparecido.

Abro la puerta. Parpadeo. Intento recordar lo ocurrido. La calma se va instaurando poco a poco. Se trata de una alucinación. Un mal sueño. Tiene que ser eso.

En un rincón, fumando, está el maldito viejo del traje negro. Sentado en la maldita silla de colegio. Mis pertenencias están en la pequeña mesita del apoyabrazos. Incluso mis botas están ahí.

—Espero que sepas que los derechos de autor me pertenecen —dice—. Por lo demás, puedes seguir con tu vida.

Recojo mis cosas sin ganas. Tengo que volver al hospital y organizar el entierro.

El viejo me chista.

—Vuelve a casa —dice—. Tu hijo sigue vivo.

2 comentarios

vicente abril 21, 2023 - 10:46 am

Qué buen viaje, absurdo, sucio y gracioso. No puede tener un mejor final.

Responder
Daniel Aragonés abril 21, 2023 - 2:43 pm

Por lo menos siempre podemos contar con tu lectura y la mía. Un abrazo enorme.

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