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—Me gusta esa vampira.
La voz del tipo del Ford chirría en la i, y eso le hace pestañear y apartar la vista de mi antebrazo derecho.
—No es una vampira —le contesto con una media sonrisa—. Es una diablesa.
—¡Ah, claro! Por eso lleva un tridente. Ahora lo pillo. Muy chulo.
Los números del surtidor se deslizan con velocidad ante mis ojos, en una sucesión hipnótica que no puedo evitar asociar con el paso del tiempo. El tipo del Ford me entrega tres billetes y se marcha. Ojalá todo fuera así de fácil.
Odio el otoño, y que anochezca tan pronto. Las montañas de alrededor ya casi han desaparecido engullidas por la ausencia de luz, siempre tan hambrienta. A estas horas cualquier sitio debería ser un hervidero, pero es posible que el tipo del Ford haya sido el último rostro que aparece por aquí hasta que vuelva a salir el sol. ¿A quién se le ocurrió poner una gasolinera en este jodido sumidero?
Camino unos metros para salir del gran rectángulo iluminado que abarca toda la estación de servicio, y me dirijo al rincón en penumbra que siempre me sirve de refugio. Mi butacón de cuero mullido donde relajarme fumando un pitillo. Lo enciendo con el zippo, el que ella me regaló y que años después sigue funcionando. Con las primeras caladas me doy cuenta de que la carretera ya apenas es visible. Empieza a refrescar, y me pongo la chaqueta reflectante. Desde allí diviso a Joe, que finge estar atareado tras las puertas de cristal de la tienda. Como siempre, me mira de reojo. Como siempre, cree que no me doy cuenta.
Clavo la mirada en el solitario surtidor, cuya cromada superficie refleja la luz artificial de unos fluorescentes que han conocido días mejores. Es un monolito extraño, casi una reliquia de otro tiempo. Igual que yo. La diferencia es que su libertad es real. La mía, una mera pantomima. Este cigarro sabe a rayos.
Por el rabillo del ojo veo a Joe moverse hasta el mostrador y coger el teléfono. Me mira fijamente mientras habla, y enseguida me hace un gesto con la mano en la que aguanta el auricular. La llamada es para mí. Tiro la triste imitación de cigarro y la pisoteo con indiferencia. Entro en la tienda, y me recibe alguien que no conozco destrozando la mejor canción de Fogerty. Le digo a Joe que baje la música.
—Diga.
—Hola, Sam —escuchar su voz es como recibir un disparo, aunque mi instinto me dice que hay algo peor—. ¿Te pillo en mal momento?
—Vera. No hay problema. ¿Va todo bien?
El cabrón de Joe no ha bajado el volumen de la radio.
Algunos nacen con una cuchara de plata en la mano. Señor, ¿por qué no se sirven a sí mismos?
—Sí, es que… necesito hablar contigo, Sam.
Sus palabras hacen viajar a mi mente en el tiempo, y de pronto me veo arrastrado a la calidez de su aliento, a la caricia de sus uñas recorriendo mi brazo aún sin tatuar. El momento más feliz de mi vida. Luego recuerdo que su voz me llevó a prisión. No quiero hablar con ella.
—Claro, dime.
—No, Sam. No puedo discutir esto por teléfono. Necesito que lo hablemos en persona, tienes que venir a verme. Es importante.
La diablesa con cara de vampira aprovecha ese momento para clavar el tridente con saña en mi piel. Duele.
—Es Jacob, ¿verdad? Le pasa algo. Dímelo, Vera, joder.
Un instante de silencio y después suspiros y sollozos atraviesan la línea telefónica para martirizarme. Aprieto el zippo en mi mano libre, hasta hacerme daño en los tendones. No me importa. Vera escupe palabras incoherentes, y la única que entiendo es linfoma.
No soy yo, no soy yo, no soy ningún afortunado, no.
De nuevo estoy fuera de la tienda. No recuerdo cuándo salí de allí, ni cuánto duró la conversación. Solo permanezco aquí de pie, inmóvil frente al surtidor de gasolina que me mira con absoluto desdén, como si fuera un dios. Todo es oscuridad más allá de esta condenada estación de servicio, y lo único bueno que he hecho en este mundo se muere. Se levanta una pequeña brisa que por un segundo agita las hojas del periódico que aún sobrevive en el dispensador de prensa. En realidad sigo encerrado, en una prisión que apesta a petróleo y a la más absoluta soledad. Maldito Fogerty.
Una gota se lanza desde el boquerel hasta un pequeño charco negro a los pies del surtidor. Me toca limpiarlo, pero en ese momento el zippo vuelve a palpitar en la mano que se niega a abandonar. Miro el charco fijamente y abro el zippo con determinación. No enciende.
Un faro en la lejanía. Alguien viene.
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8 comentarios
Me ha gustado.
Muchas gracias por leerlo, Vicente! Un saludo.
Un relato sobrecogedor que habla sobre la vida y las relaciones personales, de nuestros sueños y la realidad de los mismos, de lo que amamos y perdemos, de acabar con todo… y de seguir adelante con la vida que nos ha tocado vivir.Me ha gustado mucho.
Me alegra que te haya gustado tanto, Paco.Un saludo, y muchas gracias por leer y comentar!
Qué bueno. Me ha encantado. Enhorabuena.
Me llenan de orgullo tus palabras, en serio. Muchas gracias, Bernard!Un abrazo.
¡Formidable! Esperaba un relato de terror y me he topado con un clímax perfecto de relato negro-policíaco (femme fatale incluida). Y el final inquietante… ¡¡Enhorabuena!!
Muchísimas gracias! Todo un honor que te haya gustado, de verdad. ¡Un abrazo!