Relato: EL ÁNGEL DE LO EXTRAÑO (Santiago Eximeno)

por José Luis Pascual

Dos vacas me contemplan a través del cristal quebrado. El desinterés de su mirada me provoca una inesperada angustia. Permanecen impasibles junto a la ventanilla del tren, ociosas, masticando. Me llega su olor, desagradable pero al mismo tiempo embriagador, mientras me libero del cinturón de seguridad y me incorporo. Cojo mi maletín y compruebo con cierta satisfacción que no se ha roto nada en su interior. Siento un profundo dolor en la espalda, en el cuello. La pierna izquierda me grita cuando la apoyo en el suelo barnizado del pasillo. Avanzo a saltos, a la pata coja. Me siento ridículo. Camino hacia una de las puertas de salida manteniendo el equilibrio con las manos sobre las butacas. Estoy solo en este vagón, no recuerdo que subiera nadie. He tenido suerte. No es habitual abrocharse el cinturón en un tren, quizá la soledad me impulsó a ello, quizá siempre he sido demasiado precavido. Quizá. Todo lo que me rodea se inclina, se dobla, se retuerce. Al descarrilar el tren, el vagón ha abandonado las vías y ha terminado varado en mitad del prado. Lo que podría haber sido una bestia mitológica para los profanos no es más que un destello de curiosidad para las vacas. ¿Cuántas hay? ¿Cincuenta? ¿Cien? No se mueven. Solo nos miran sin mirar. Intento abrir la puerta del vagón. Está atascada. La golpeo con el hombro, engarfio los dedos en la manilla, grito. Grito de rabia, de miedo, de desesperación. También de dolor. Debo tener la pierna rota. Me siento con cuidado. Estoy empapado en sudor.

Recuerdo que en la estación ya tenía un mal presentimiento. Rose me compró el billete, me sonrió. Me dijo que se sentía más tranquila si esta vez no viajaba en coche. Que me estaba haciendo viejo, que mis reflejos no eran los mismos. Que yo viajara en tren le daba más seguridad. A ella.

—Nunca más —murmuro—. Nunca más.

Me incorporo, grito, golpeo la puerta con todas mis fuerzas. Cede y me veo de bruces en el suelo, sobre la hierba. Una vaca retrocede unos pasos, muge. Entre sus piernas se escabulle un ternero. Logro ponerme en pie con la ayuda de dos mujeres.

—¿Está usted bien? —preguntan.

—Sí —digo—. Es solo la pierna.

Improvisan un bastón con una rama gruesa. Soy consciente en ese momento de que he abandonado mi bastón en el interior del tren. Ya no tiene remedio. Un hombre me ayuda a caminar. Avanzamos sobre la hierba, entre las vacas, entre los restos del tren descarrillado. Huele a combustible, a metal, a bosta de vaca. Dejo atrás a otras personas, a niños, pequeños grupos que se consuelan unos a otros, que contemplan lo que les rodea con la boca abierta, con ojos llorosos. Avanzo a saltos, a trompicones, hasta la cabecera del tren. Allí está el maquinista, con su uniforme, con su gorra. Allí está el hombre que puede explicarnos qué ha ocurrido.

—Ha sido un accidente —dice el maquinista.

No es consciente de la sangre que empapa su gorra, que resbala por su mejilla. En un primer momento creo que está aturdido por lo que ha ocurrido. Ha descarrillado su tren, varias personas han muerto. Miro atrás, a esa serpiente quebrada que desparrama sus fragmentos alrededor de las vías del tren. Dos niños lloran junto a su madre. Varios terneros corretean entre las vacas, mugen. Los surcos que han creado las ruedas metálicas en la hierba son una nueva vía, un nuevo camino inexplorado por recorrer.

—Ha sido un accidente —repite el maquinista.

Apoyo mi mano sobre su hombro.

—Eso ha sido —digo—. No se preocupe. No pudo evitarlo.

Él se aparta de mí.

—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo sabe que no habría podido evitarlo?

No sé qué decirle, ni siquiera sé qué ha ocurrido realmente. El maquinista me empuja. No lo hace con violencia, pero al apoyar la pierna no puedo ahogar un grito de dolor.

—Mire —dice—. Mírelo usted mismo. Hemos atropellado a un ángel.

Y retrocedemos unos metros hasta donde yace un cuerpo decapitado, junto a las vías del tren. Ignorando el dolor me arrodillo junto al ángel. No me preocupa que falte su cabeza, ni que el corte de su cuello sea liso, sin mácula, sin rastro de sangre, hueso o carne. No me asombra tampoco que su cuerpo sea de mármol ni que parezca medir más de dos metros. Sus gigantes alas se extienden sobre la hierba como si hubiera decidido dormir allí, sobre las vías, sin preocupaciones. No, nada de ello me perturba más que el tacto de su piel, que esperaba frío, muerto, y no es así. Despide el calor de lo que está, o estaba hasta hace pocos minutos, vivo.

—Es una mujer —digo.

—Un ángel —dice él—. Una diosa.

Sea lo que sea, ha provocado nuestro accidente. Intento incorporarme, no lo logro. El dolor de la pierna es insoportable.

—Necesita ayuda —dice el maquinista—. Espere.

Y espero. Me deja allí, junto a la diosa de mármol. Yo cierro los ojos, maldigo en silencio. Vuelvo a comprobar el estado de los objetos que guardo en el maletín. La botella de coñac está intacta. Las flores también.

—Déjeme que le eche un vistazo —dice una mujer, acuclillada a mi lado.

Ni siquiera la he visto llegar. Debo estar delirando. Corta con unas tijeras la pernera de mi pantalón mientras ignora amablemente mis quejas, mis gemidos.

—Está rota —dice la mujer—. La entablillaremos y esperaremos a que lleguen las ambulancias. Ya hemos llamado.

Me fijo en su rostro, rasgos delicados, suaves, orientales. Aparenta menos años de los que demuestran sus actos.

—Tengo una cita. No puedo faltar. Nunca he faltado.

—Usted no va a ninguna parte —dice ella.

—No lo entiende. Debo ir. Siempre acudo. Y mi padre lo hacía antes que yo. Siempre. Él me pasó la antorcha, no puedo fallarle.

La doctora me mira. Hay cansancio en esa mirada, también curiosidad.

—¿A quién tiene que ver?

—Es… un amigo. Le llevo esto —digo, mientras le muestro el interior del maletín— todos los años, el mismo día. A su tumba. Para mi padre era el día más importante de su vida, cada año. Yo…

—Espere —dice.

Y, de nuevo, espero. Las vacas han retrocedido. Ya no somos objeto de su interés. Ni siquiera el ángel de mármol que yace a mi lado. Me gustaría ser como ellas, contemplar así la vida. Sin obligaciones, sin remordimientos. Me quedo adormilado. Cuando abro los ojos, frente a mí está la doctora con una niña preciosa, también oriental.

—Mi hija quiere ayudarle —dice—. Si le entrega los objetos y le da la dirección, Crow los llevará hasta allí.

—Crow es mi robot —dice la niña—. Es muy rápido. No como este estúpido tren roto. Rápido como un shinkasen.

El robot está a su lado. Es distinto. Extraño. Otro ángel inesperado en esta situación. La niña le dice algo en su idioma, que intuyo que es japonés, y el pecho del robot se abre mostrando un compartimento vacío. Asiento. Abro el maletín y le entrego la botella de coñac y las tres rosas. La niña las introduce en el compartimento.

—Esta es la dirección —digo, y le entrego una tarjeta—. En Baltimore. Un cementerio pequeño.

Ella asiente y se la da a su madre.

—Ya tengo la ubicación. Y Crow también.

—Estupendo —digo, y me echo a reír.

Pienso en Rose. En un par de horas empezará a preparar la cena. Me llamará mañana por la mañana, al hotel de Baltimore en el que tenía pensado alojarme, para confirmar que todo ha ido bien. Tendré que adelantarme, avisarla de lo que ha ocurrido.

—Muy bien —dice la niña—. Estamos listos.

El robot se vuelve, dispuesto a partir.

—Espera —digo—. Espera. Dos cosas más.

La niña me mira con reproche. No le gusta que le hagan perder el tiempo.

—Dile a Crow que visite la tumba de Poe de madrugada. Es la tradición. Y ponle esto —digo, y le doy mi bufanda blanca.

—¿También es tradición la bufanda? —dice la niña mientras la enrolla alrededor del robot.

—Sí. Así es.

Nos quedamos allí los tres, sentados, contemplando el robot mientras se pierde en la distancia. Es rápido en verdad. Más de lo que imaginaba. De pronto me siento feliz, casi eufórico. Ya se oyen las sirenas de las ambulancias. El robot ya está más allá de nuestra vista. Sonrío a la madre y a la niña y les digo:

—¡Nunca más!

Santiago Eximeno

Santiago Eximeno (Madrid, 1973) ha publicado novelas como Alicia en el sótano (Libros.com, 2015), libros de relatos como Lo grotesco (Enkuadres, 2017) o Umbría (El Humo del Escritor, 2013), libros de ficción mínima como Un escarabajo de siete patas rotas (Amargord, 2013) y numerosos relatos en diferentes antologías y revistas.

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