La tarde había sido nefasta, el preludio de una noche eterna de octubre. Después del trabajo, no fui directamente a casa como de costumbre. Los ojos de aquella chica mirándome, mientras su vida se escurría entre mis manos, habían aniquilado toda esperanza del sentido de la vida, mi vida. La expresión de su rostro antes de morir, mientras yo agarraba con fuerza lo que quedaba de sus brazos para evitar que se desangrara, arrastraba mi alma a lo más profundo de lo incomprensible. Una chica joven y llena de vitalidad, con toda una vida por delante que se veía truncada por aquella máquina infernal. Cuatro horas bastaron para que aquella monada de ojos verdes y larga melena negra que recogía con aquella diadema de colores tan llamativa, sucumbiera de la forma más injusta ante la caprichosa muerte. Por un momento, deseé acompañarla en su viaje a lo desconocido, lo deseé tanto que sentí como si algo invisible, algo tétrico y puro cayera sobre mi carne, impregnándose en lo más profundo de mi ser. Aunque ni siquiera conocía su nombre, esa tarde aquella prensa maldita nos mató a los dos, pronto lo descubriría.
Paré en un bar de almas muertas que hay justo antes de llegar a la calle donde vivo. Un sitio oscuro y lóbrego donde la gente se suicida lentamente por un módico precio y en el marco de la legalidad. Nunca me dio por entrar, pero parecía invitarme a ello y era el sitio perfecto para emborracharse y olvidar. Nadie me esperaba en casa, nunca me casé ni tuve hijos, y no conocí a mis padres, que me dejaron tirado en la puerta de un ambulatorio de barrio. Pasé mi infancia de aquí para allá en sitios de acogida sufriendo la brutalidad del sistema en todos los sentidos. Aun así, tuve la relativa suerte de encontrar este trabajo cuando fui mayor de edad, trabajando jornadas de doce horas de lunes a sábado y sumergiéndome en una profunda depresión durante los siguientes veinte años. Intenté repetidas veces integrarme en la sociedad, pero no tuve éxito. Era una persona rara, y mis comentarios siempre llegaban tarde o fuera de contexto, la falta de práctica, y podía notar el rechazo allí donde llegaba. La gente olía mi tristeza e inseguridad al relacionarme y no querían mezclarse con una persona tan negativa y huraña, no les podía aportar nada y con el tiempo dejé de intentarlo. No les culpo.
Asqueado de todo, abrí la puerta del local y en el pomo chorreaba una sustancia nauseabunda que se quedó pegada a mi mano izquierda, pero ni siquiera me pregunté qué era. Entré más asqueado si cabe, mientras mis botas se quedaban enganchadas en el suelo pringoso de vete a saber qué. Hacía más frío que en la calle y el hedor me recordaba a algunas callejuelas del barrio chino de Barcelona en las calurosas noches de verano, un auténtico paraíso. Al adentrarme en el garito, escuché el roce de la ropa de la gente al girarse hacia mí, clavando sus ojos en mi espalda. Recorriéndome un escalofrío por la nuca, alcé el cuello de mi chaqueta, me acerqué al sitio más alejado de la parte derecha de la barra y me senté en un taburete frotando mis manos heladas. Sin vacilar, pedí un whisky al camarero, que me miraba como si fuera un inspector de sanidad con ganas de juerga.
—Un whisky, por favor, solo, sin hielo.
—¿Qué se te ha perdido por aquí? —balbuceó el camarero con un desprecio halagador.
—Cóbrate el whisky —le dije, ignorando la estúpida pregunta. Estaba claro que no había ido a ligar o a hacer amigos o algo parecido.
El camarero cogió el dinero de mala gana y, devolviéndome el cambio, dijo:
—Aquí tienes —y siguió con un comentario poco halagüeño—. Pronto encontrarás lo que buscas.
Fue un comentario que no entendí, pero que tampoco quise entender, aunque me percaté de que la expresión de su cara cambió por completo, como si de otra persona se tratara. Sus ojos se rasgaron, su boca pareció estirarse anormalmente hacia sus orejas, encorvando los hombros mientras su barbilla se alargaba hacia mí. La poca luz y la estresante tarde que llevaba me habían jugado una mala pasada, o eso creí. El camarero se alejó y entró por una puerta que supuse sería el almacén. Aproveché para pegar un gran trago al vaso y, mientras resoplaba, miré a mi alrededor. Había dos mesas con dos personas en cada una. Estaba oscuro, pero era evidente que todos me miraban como si les debiera dinero, o como el lobo mira al cordero antes de destriparlo en la soledad de la noche. No me importó, estaba acostumbrado a que la gente me mirara con desprecio o con esa tristeza ofensiva que tanto me cabreaba. Pude distinguir en la mesa más cercana a un hombre y una mujer con aspecto desaliñado, sucio y con cara de pocos amigos, aunque bien podría ser el reflejo de la mía. Por encima de sus cabezas, colgado en la pared, distinguí un peculiar cuadro alumbrado por una pequeña y sucia lámpara de luz pobre. El lienzo era completamente negro y en la esquina superior de la derecha había una silueta luminosa de lo que parecía ser una puerta entreabierta.
La segunda mesa estaba más en penumbra si cabe. Había dos hombres, pero no reparé mucho en ellos, pues algo me distrajo. Volví a girar la cabeza, acabé lo que me quedaba en el vaso y, resoplando otra vez, intuí una presencia. Al final de la barra, en la parte más oscura, se difuminaba una silueta sobrecogedora, casi inhumana, que como todos los demás, parecía despellejarme vivo con su mirada. Tenía las manos colocadas de forma extraña, con las palmas en la barra, y su rostro no se apreciaba bien en la oscuridad, aunque se diferenciaba una cara alargada. La verdad es que me estaba poniendo un poco nervioso. No podía dejar de mirar a ese personaje macabro, y él parecía disfrutar de mi inesperada presencia. Quizás no había sido una buena idea colarme en “El Segador”, que así se llamaba el repugnante garito.
Me hice el loco y empecé a mirar alrededor del antro. Fijé la mirada a mi derecha y vi una densa oscuridad. Supuse que la pared estaba pintada de negro. La iluminación del bar consistía en tres lamparitas de luz pobre repartidas a lo largo de la barra, idénticas a la que iluminaba el cuadro, y que no dejaban ver más allá. Volví la cabeza al frente y por el rabillo del ojo creí ver un rostro en la oscura pared. Volví a mirar pero no vi nada y giré la cabeza de nuevo. Pero esta vez vi moverse algo y de nuevo giré la cabeza hacia la pared, donde vislumbré varios rostros difuminados entre las sombras moviéndose de un lado a otro, como si de un siniestro baile se tratara. Hice ademán de levantarme del taburete para ver más de cerca, pues parecía que el garito era más grande y que ahí, en la oscuridad, había más gente. Un pequeño estallido me sobresaltó y volví la cabeza a la izquierda. Una de las tres lamparitas de la barra, la del medio, había explotado y dejado el bar en una penumbra de lo más inquietante, aunque a nadie de los allí presentes pareció importarle. En un movimiento lento y sosegado, el extraño hombre se inclinó hacia la barra y bajo la única lámpara que alumbraba esa parte, reveló su rostro. En ese momento sentí un miedo aterrador que me pellizcó el corazón, dejándome sin aliento. Su cara… Dios… no podía ser cierto lo que veían mis ojos. Su cara parecía estar en movimiento, casi líquida. Sus ojos carecían de pupilas y el rabillo de los mismos parecía darle la vuelta a una cabeza que, atónito, contemplaba cómo se alargaba más y más, y su boca… joder… su boca parecía un abismo negro, tan negro como la larga cabellera que caía por sus hombros, una escena cuanto menos grotesca. Después de tres segundos interminables, el extraño ladeó la cabeza despacio. Casi sin mover esos labios sátiros y con una voz tan profunda que creí que me susurraba al oído, dijo:
—Aquí encontrarás lo que buscas.
Fruncí el ceño, froté mis ojos cansados e intenté digerir aquella extraña visión. De nuevo ese comentario, no entendía nada, tenía la sensación de que algo se me escapaba. ¿Podía un vaso de whisky hacer tanto daño? ¿Y ese comentario? Al igual que lo que dijo el camarero, ¿qué se supone que estaba buscando? En ese momento, el camarero salió por la puerta de detrás de la barra, quebrando un silencio escandaloso, recordándome las palabras de un sueño que se repetía en mis solitarias noches. En esa escena onírica yo no era una persona, era un lugar oscuro y denso donde reinaba un silencio que no se comportaba como tal, pues tenía cuerpo de voz y revoloteaba colisionando en mí con un inquietante mensaje: “el silencio absoluto son mil voces mudas gritando sus nombres”. Era difícil entenderlo.
El camarero se acercó a mí con una extraña botella de lo que parecía ser whisky.
—Este es mi mejor brebaje —dijo sonriente.
—A esta copa invita la casa, tu casa —añadió mientras colmaba el vaso.
De repente, todos los que estaban en el bar empezaron a reír con un entusiasmo que rayaba lo burlesco. Me giré hacia las mesas y los cuatro individuos se levantaron de forma violenta, arrastrando sillas y mesas sin dejar de reír. Casi al mismo tiempo, noté un aliento abrasador en mi mejilla, volví la cabeza y el extraño estaba tan cerca de mí que pude ver a través de su rostro. Me puso sus dedos largos y fríos en la cara, alcanzándome la nuca, y susurrándome al oído todo lo que alguna vez deseé escuchar. Durante unos minutos, fui incapaz de reaccionar. Se alejó un poco, puso su mano en mi espalda y culminó diciendo:
—Ahora, bebe, no rechazarás un brebaje tan exquisito, ¿verdad?
Sin mediar palabra, agarré el vaso y temblando como una hoja empecé a beber sin pausa a la vez que la gente de las mesas se acercaba sin dejar de reír. Tenía la cabeza casi por completo hacia atrás, escurriendo el vaso y viendo a través de él cómo en el oscuro techo reían y bailaban horribles rostros de un lado a otro, igual que lo hacían en la pared del fondo. Estaba sobrepasado por la escena.
En cuanto se escurrió la última gota, esa gente me sujetó brazos y piernas inmovilizándome por completo. El sonido inconfundible del vaso estrellándose y rompiéndose en mil pedazos al impactar en aquel pringoso suelo se grabó a fuego en mi perturbada mente. El extraño alzó su mano izquierda, y con unas uñas enormes me lanzó un zarpazo certero que me degolló como a un cerdo. Me soltaron, di dos pasos hacia atrás y una mezcla de sangre y whisky manó de una herida que prometía ser letal. Segundos después me senté en el suelo, desangrándome sin entender nada.
Flashes de imágenes de la chica que aquella tarde había muerto en mis brazos arañaban mi mente. ¿Era esto lo que sintió ella? ¿Negación, incomprensión y desesperación al ver que la vida se te va? Ellos seguían riendo. Con la vista nublada, finalmente me tumbé en el suelo, abandonándome al acontecimiento, cual película de Darío Argento. Las pupilas dilatadas convirtieron mis ojos en espejos mientras la sangre corría como el agua fría de la montaña, las risas cada vez más lejanas. La oscuridad me envolvía, parecía presionarme y atraparme de dentro afuera y me hacía sentir el vacío de una vida incompleta llena de sufrimiento y tristeza. Entonces, en un último esfuerzo por sobrevivir, me levanté como pude, abrí la puerta del bar y salí corriendo tan rápido como me fue posible del mismísimo infierno.
Había dejado de correr cuando me di cuenta de que nada quedaba ahí fuera, no sé otra manera de describir lo que estaba pasando. Todo lo que alguna vez vi, oí o sentí ya no existía. Solo mi miedo gritaba, porque mi aliento se quedó en el bar. Todo había desaparecido, no quedaban calles, ni edificios, ni gente… ¡nada! Ni cielo, ni tierra, ni el día, ni siquiera la herida de mi cuello. Solo el negro manto de una noche eterna me rodeaba. No sabía si caminaba o flotaba, porque no encontraba línea alguna. Me sentía aterrorizado, vacío y fuera de lugar en un escenario dantesco. No sé por cuánto tiempo corrí, porque el tiempo tampoco estaba, no lo sentía, casi no recordaba lo que había ocurrido. Siete eternidades llorando como jamás lo hice, no podía concebir tortura igual. Nunca escuché un silencio tan demoledor, mil voces gritando sus nombres. Cuando creía que jamás volvería a escuchar nada, los latidos de mi corazón comenzaron a golpear mis oídos como esa maldita prensa que aplastó los brazos por encima de los codos a aquella chica del trabajo. Mis jadeos y arcadas completaban una sinfonía maléfica. Entonces apareció ella, la chica, y lo hizo de la nada, pero ahí estaba, a un metro de mí. Iba ataviada con el mismo uniforme gris y esa diadema de colores tan llamativa que le recogía el cabello y que te hacía adivinar su vitalidad, su deseo de vivir, sus ganas de aferrarse a la vida, y que para mí no tenía ningún sentido ya. Era muy extraño, porque no brillaba pero era visible en aquel páramo oscuro e infernal. Su rostro era el mismo que yo recordaba cuando su corazón dejó de latir entre mis brazos. La tez pálida, sus labios y ojos morados y esa expresión de terror agónico en el rostro, me hacían revivir el terrible momento que compartimos en aquella jungla de hierro y asfalto. Alargué mis brazos e intenté acariciar a aquella pobre chica. Pero cuando quise darme cuenta, mis manos agarraban los brazos amputados de la joven mientras derramaba su sangre y ella lanzaba un grito que penetraba en mis oídos como agujas.
—¡Déjame! ¡Déjame! —exclamé repetidas veces tapándome los oídos.
—No voy a dejarte, vengo a buscarte. Fue tu deseo, por eso vengo a por ti.
—¡Jamás dije eso! —grité, llorando y abatido.
—No lo dijiste, lo deseaste.
Acto seguido, la chica alargó lo que quedaba de su brazo izquierdo como si intentara señalar algo. Miré y al principio no vi nada. Pero un poco más allá de la nada, distinguí lo que parecía ser el contorno de luz de una puerta que brillaba en aquella oscuridad absoluta, una salida. Nunca fui religioso, pero recé para que esa puerta me sacara de este lugar maldito.
—Deseaste acompañarme en mi camino, lo sentí. ¡Quédate conmigo! —exclamó entre sollozos mientras me alejaba de ella. Con esas palabras, se desvaneció en la nada.
Llegué a la puerta, agarré con ansiedad el pomo y la atravesé tan rápido como pude. Nada de lo que hubiera detrás de esa puerta podía ser peor que el lugar donde estaba. En un momento de debilidad, quise acompañarla en su viaje, pues el dolor y la impotencia de presenciar cómo se derramaba su vida sin que yo pudiera hacer nada y el hecho de que nadie me echaría de menos en este mundo de mierda, me hizo pensar que sería lo mejor. Pero nunca quise esto. No pensé que la dulce muerte, la que acabaría con mi sufrimiento, iba a ser así, una pesadilla interminable que acabaría atrapándome en las fauces del tiempo, difuminándose entre la vida, la muerte y la delgada línea que las separa. Dentro también estaba muy oscuro, pero entré y cerré la puerta. Justo en ese momento se encendieron las luces. Estaba en “El Segador”. Había vuelto al perverso local, pero algo estaba descolocado. Caminé hasta el centro del bar y me di cuenta de que había entrado por donde pensé que era el almacén. Cerré los ojos y con mis manos apreté mi cabeza con fuerza, parecía que me iba a estallar. Bajé los brazos, abrí los ojos y vi que me rodeaban los cuatro individuos de las mesas. Miré a la barra y allí estaba el camarero, sonriendo y sirviendo siete copas. Acto seguido noté ese aliento abrasador y pestilente sobre mi mejilla. Me alejé un poco y le miré a los ojos con resignación, pues empezaba a comprender lo incomprensible. El extraño se echó a reír, puso su mano izquierda sobre mi espalda, mientras los demás nos rodeaban.
—Has elegido. Otros eligen el otro camino, y ellos eligieron como tú. Ahora esta es tu casa. ¡Brindemos! El Segador te da la bienvenida.
Cuando encuentres lo que buscas… serás tú el que estés perdido.
David Bejarano Curtido
David Bejarano Curtido
Autor del poemario “El dragón dormido”
Editorial Poesía eres tú.
Colaborador en la antología Orgullo zombi, El despertar de Vincent (Lektu)
Colaborador en la selección de microrrelatos “Inspiraciones nocturnas V”.
Colaborador en el poemario “Versos en el aire”
Editorial Diversidad literaria.
Línea Difusa
5 comentarios
Una gran reflexión sobre los deseos repentinos. A veces vale más pensar las cosas dos veces antes de decirlas… o desearlas.
Extraño e inquietante. ¿Habrá audiorrelato en La Línea Difusa?
Uffff…ten cuidado con lo que deseas..Impresionante relato..como todo lo que hace…Deseando escucharlo en linea difusa.me encanta
Muchísimas gracias. Habrá que ir pensando en trabajarlo.
Muchas gracias David me a gustado mucho
Gracias a ti por leer, un saludo.