Han pasado más de cincuenta años, pero todavía, cuando el sueño no viene a buscarme, me parece escuchar la voz de mi madre riñendo a Iguácel. «No te acerques tanto al hogar, aléjate del fuego». Era su cantinela constante, mientras mi hermana se reía y se asomaba a la chimenea con su pequeño murciélago acurrucado en el hombro.
Le gustaba contar historias creando sombras con las manos sobre el suelo, a la luz de las llamas. Yo me sentaba a su lado y la escuchaba fascinado, imaginando que algún día sería yo el caballero que se batiría con gigantes y lucharía contra los malvados brujos que la sombra volante del murciélago dibujaba bajo la lumbre.
También a causa de su amigo alado tenía que soportar las regañinas de nuestra madre, que no comprendía que lo prefiriera a las primorosas muñecas que ella le hacía con ramas de boj. Había aparecido en la casa el mismo día del nacimiento de mi hermana y se instaló sobre la viga que pendía sobre su cuna. Crecieron juntos y se hicieron inseparables; ella entendía su lenguaje de chillidos y él, su habla dulce de niña feliz. Aunque se llevó bastantes escobazos de mi madre, nunca abandonó a Iguácel. A mí me hubiera gustado ponerle un nombre, pues era uno más de la familia, pero ella no quiso; decía que los dos eran parte de un mismo ser.
Nunca supimos quién era nuestro padre; era algo sobre lo que no se hablaba y cuando ella, más valiente y tenaz, preguntaba abiertamente, solo sacaba una reprimenda por estar demasiado cerca del fuego.
Así pasamos la infancia. Cuando tuvimos edad para trabajar, me reclamó el herrero como aprendiz; a ella la llamaron poco después para limpiar en la cocina del castillo.
Comprendiendo que un murciélago no sería bien recibido en los fogones reales, hacían juntos el camino y, al llegar a la muralla, él se escondía entre las grietas del muro. Cuando acababa la jornada, corría a buscarlo y sus chillidos de alegría la guiaban hasta el agujero en el que la esperaba.
Una tarde, una sombra les siguió. Ellos estaban tan entusiasmados contándose sus cosas que no se dieron cuenta. Al entrar en el bosque que separaba el castillo de las casas del pueblo, se abalanzó sobre Iguácel. Era el príncipe, un bravucón sin escrúpulos acostumbrado a tomar lo que se le antojaba, aun por la fuerza. Ella se defendió con tanta fiereza que sus arañazos le abrieron surcos en la cara. Él se encolerizó; nunca una pueblerina se le había resistido y comenzó a golpearla por todo el cuerpo. El murciélago, según contó después ella, se agarró al pelo del atacante y le mordió en un ojo con tanta saña que se lo arrancó.
Huyeron, dejándolo tirado en el bosque. Cuando vi el estado en que llegaba mi hermana, quise salir a matar al príncipe, pero mi madre me lo prohibió. Dijo que teníamos que esconderla porque vendrían a buscarla. Así sucedió. Los soldados del rey entraron en casa, lo revolvieron todo y la encontraron dentro de un arcón.
Se la llevaron. No pudimos impedirlo.
Dos días después, los vecinos nos avisaron. Mi hermana había sido juzgada por el tribunal eclesiástico y condenada a morir en la hoguera, como correspondía a una bruja. La pira ya había sido preparada en la plaza y un gentío esperaba ansioso para verla arder.
Apareció escoltada por la guardia real, desnuda y con las manos atadas a la espalda. Yo no podía dejar de llorar, impotente, mientras mi madre me apretaba la mano y me sonreía. Pensé que se había trastornado y que no era consciente de lo que iba a suceder.
La ataron al poste que se erguía en medio de la hoguera, el obispo leyó sus crímenes y dio la señal para que encendieran el fuego. Un chillido atroz nos erizó la piel; era el murciélago, que llegó volando y se posó sobre su cabeza para compartir con ella su destino.
La leña prendió rápidamente y las llamas lamieron su cuerpo formando un muro de fuego. De repente, la pared se abrió y las lenguas ardientes dejaron paso a un ser infernal. Iguácel se había convertido en un monstruoso gigante negro que desplegó unas enormes alas y voló en círculos sobre la multitud congregada hasta que descubrió a un cobarde que huía. Era el príncipe; se plantó ante él, rugió y lo calcinó con una llamarada de un rojo intenso que salió de sus fauces.
El obispo le conminó a volver al infierno, antes de ser, él mismo, pasto de las llamas. Todos escaparon aterrorizados y solo mi madre y yo nos quedamos en la plaza. El gigante caminó hasta nosotros, se envolvió dentro de sus alas y, poco a poco, Iguácel apareció tiritando ante nuestros ojos. La tapé con mi capa y volvimos a casa.
Al día siguiente vino de nuevo la guardia. Mi hermana no necesitó esta vez fuego para realizar el cambio. En cuanto el murciélago se posó sobre su cabeza, se transformó en el ser monstruoso para espantar con sus llamas a los soldados.
Nunca más vinieron a buscarla. Al contrario, fueron los vecinos del pueblo los que comenzaron a acudir para pedir su ayuda ante todo tipo de injusticias. Bajo la protección de su soplo ardiente, dejamos de pagar el diezmo, nos convertimos en un feudo rico y ningún ejército se atrevió a molestarnos, tal era la fama de Iguácel.
Mi madre nunca quiso revelarnos el secreto sobre el extraordinario poder que ella, desde el nacimiento de su hija, sabía que podía desarrollar la niña si se exponía al fuego. Yo me establecí como herrero, pero las llamas nunca me afectaron. Me casé, tuve hermosos hijos e hijas que me han dado nietos fuertes y valerosos y, aunque siempre he sospechado que no podemos ser hijos del mismo padre, nada me ha hecho sentirme más orgulloso en toda mi vida que ser hermano de Iguácel, la dragona negra.
Patricia Richmond
Natural de Zaragoza (España). Ha participado en varias antologías de relatos: La última noche, la primera palabra (Torremozas, 2015), Cuerpos rotos (Bitácora de Vuelos, 2017), Melodías Infernales (Saco de Huesos, 2019), Visiones 2019 (AEFCFT, 2020), BarrioPunk (Cazador de Ratas, pendiente de publicación), Reclusión (Pulpture). También ha publicado cuentos en revistas de género fantástico, como Penumbria (México), miNatura y Círculo de Lovecraft (España).