Relato: Mi cuerpo compartido (Mª Loreto Corbi)

por José Luis Pascual

Desperté con una extraña sensación de irrealidad y, cuando dirigí la mirada hacia el ambiente que me rodeaba, vi con asombro que estaba fuera de mi cuerpo. Me asusté, por supuesto, pero al ver el monitor que señalaba los latidos de mi corazón y la tranquilidad de mi marido que, sentado al lado de la cama, leía un libro, supe que no iba a morir. Al menos, no inmediatamente. En medio del desconcierto, lo único que pensé fue que, visto desde arriba, mi cuerpo parecía más pequeño que la imagen que veía cada día en el espejo. Empezaba a disfrutar de mi ser solo espíritu cuando sucedió una cosa extrañísima: mi brazo derecho se levantó y empezó a hacer movimientos sin sentido. Mi marido se levantó de golpe de la silla y se acercó a mi cuerpo. Entonces, mi mano le acarició la cara. Era mi propia mano la que tocaba a mi marido, y sin embargo no era yo. Sentí una rabia infinita y me precipité sobre mi cuerpo intentando penetrar en él. Después, llegó de nuevo la oscuridad.

Desperté más tarde e, inmediatamente, el dolor y la sequedad de garganta me hicieron comprender que había vuelto a mi cuerpo. Estaba sola en la habitación y, por un momento, pensé que todo había sido solo un mal sueño, no sabía que la pesadilla no había hecho más que empezar. Unos segundos más tarde, mi brazo derecho se levantó y la mano me saludó con gesto burlón. Intenté sujetarla con la mano izquierda, pero me rechazó sin esfuerzo y, contra mi voluntad, cogió el vaso de agua que estaba encima de la mesilla de noche. Lentamente, como se hace con un niño pequeño, lo acercó a mi boca para obligarme a beber. De nuevo intenté apartar mi mano derecha con la izquierda, pero otra vez fracasé. Años de jugar al tenis habían desarrollado mucho los músculos de mi antebrazo derecho y tenía mucha más fuerza que el izquierdo. Apreté con fuerza los labios, decidida a imponer mi voluntad y, entonces, mi mano me arrojó el contenido del vaso a la cara. Empecé a gritar.

Poco después, el médico, que me había operado de una pequeña lesión de corazón, intentó tranquilizarme: había estado en muerte clínica durante dos minutos y en coma durante varias horas, pero todo había ido muy bien y al día siguiente podría irme a casa. Recomendó a mi marido que no me dejara sola en la habitación y, al tener siempre compañía, no sucedieron más cosas extrañas. Al menos hasta que me dieron el alta.

El primer día en mi hogar fue tranquilo, pero al día siguiente, mi marido se fue y me dejó sola ya que mi estado no justificaba su ausencia en el trabajo. Me quedé sentada en mi butaca, con un plato de fruta en la mano, disimulando mi inquietud. La noche había transcurrido sin incidentes, pero yo no estaba tranquila porque tenía la impresión de que había un ligero desfase en la respuesta de mi brazo derecho respecto a las órdenes de mi cerebro. Sin embargo, apenas se fue mi marido, cambiaron las cosas. Estaba viendo la televisión cuando mi mano derecha se alzó y me tocó la cara. Intenté apartarla con la mano izquierda, pero, de nuevo, me resultó imposible. El pánico que sentí hizo que mi corazón empezara a latir tan deprisa que temí por mi vida. Supongo que aquello que estaba dentro de mí lo notó también porque el brazo volvió a mi regazo y dejé de notar la fuerza que guiaba el miembro contra mi voluntad. Pasaron varios minutos hasta que conseguí tranquilizarme, pero entonces comenzó de nuevo. El brazo derecho se apoyó en la butaca e intentó obligarme a levantarme ¿Qué quería? Me negué con gran esfuerzo y seguí reclinada con los ojos cerrados. No durante mucho tiempo ya que, poco después, noté algo que me rozaba la cara y, al abrir los ojos, vi el cuchillo de pelar la fruta a pocos centímetros de mi piel. Me arañó con suavidad, pero fue suficiente para que yo me levantara de un salto dispuesta a obedecer. Siguiendo la dirección que me indicaba la punta del cuchillo que seguía en mi mano derecha, fui hasta el dormitorio. Me indicó el armario y comprendí que quería que me vistiera. Me quedé inmóvil hasta que el cuchillo se clavó en mi pierna. No me hizo realmente daño, pero comprendí que tenía que hacer algo. Señalé hacia la agenda que tenía siempre en mi mesilla de noche: podíamos comunicarnos por escrito.

Mi brazo tembló ligeramente y, con un movimiento de arriba abajo, imitó el gesto de asentir. Me acerqué a la mesilla y, cuando la mano soltó el cuchillo para coger el bolígrafo, di un paso atrás alejándome del arma. No quería saber las intenciones de aquello que se había apoderado de parte de mi cuerpo.

Volví al salón y me senté en la butaca con la ingenua satisfacción de haber ganado una batalla. Pronto comprendí que, aunque desarmada, mi mano podía hacerme daño: empezó a pellizcarme la parte interna del muslo con toda su fuerza y solo cuando mi corazón empezó a latir arrítmicamente, me dejó reposar.

No me atrevía a acercarme a la cocina ya que había cuchillos mucho más peligrosos que el de pelar la fruta y, cuando mi marido regresó del trabajo, le rogué que pidiera algo de comer al restaurante chino que estaba al lado de nuestro portal: la comida china se comía con palillos. Después de cenar, me tomé un somnífero y me acosté enseguida. Por la noche, aparte de una ocasión en que me despertó el movimiento del brazo que se acercaba a mi marido y que contrarresté poniéndome de lado hacia el lado opuesto, no hubo más incidentes.    

Al día siguiente, muy temprano, me levanté con cuidado para no despertar a mi marido y, después de tomar un café, aprovechando que mi cuerpo entero parecía colaborar, me metí en la ducha. Apenas empecé a enjabonarme, mi brazo derecho cobró vida, soltó la esponja y empezó a acariciarme el pubis como un amante. Intenté apartarlo con la mano izquierda, pero aquella mano que ya no me pertenecía reaccionó pellizcándome con fuerza. Me hacía daño. Intenté librarme de su tenaza y perdí el equilibrio. No llegué a caer fuera de la bañera porque, en el último momento, la mano derecha dejó mi cuerpo y se agarró con fuerza al grifo evitando una caída peligrosa. Temblando y al límite de mis fuerzas volví a la cama, buscando el calor y el consuelo de la presencia del hombre que compartía mi vida. Nos levantamos unas horas más tarde y el resto del día, festivo por fortuna, transcurrió sin incidencias.

Había pasado otro día y la situación no mejoraba. Al salir del hospital había tenido la esperanza de que el espíritu que poseía una parte de mi cuerpo se iría, pero no había sido así y cada vez era más agresivo. Mi marido, como todas las mañanas, se fue a trabajar y yo me quedé sola con mi demonio. Comprendí que era mejor saber lo que esperaba de mí y me senté delante de papel y bolígrafo esperando una explicación que no se hizo esperar. Con una caligrafía infantil y faltas de ortografía, mi mano escribió su intención de matar a una niña pero, aparte de decirme que era una venganza, se negó a relatarme lo que la pequeña o sus padres le habían hecho, aunque supuse que esa familia debía ser la responsable de ese espíritu que necesitaba un cuerpo ajeno. Fingí aceptar, pero le pedí que me diera tiempo a recuperarme de la operación sin torturarme. Mi mano no escribió más, daba la impresión de que le costaba hacerlo, pero acarició mi cara con suavidad para indicarme su consentimiento.

Fui a la cocina para preparar algo de comer y, mientras mi brazo derecho cortaba las verduras, para distraerle, empecé a hablar de los crímenes que había leído en las novelas. Empezó a temblar, supongo que de deseo. Hice ademán de dirigirme hacia el fregadero para lavar una cebolla y, con gran rapidez, cogí el cuchillo que mi mano derecha acababa de soltar y, con toda la fuerza de mi desesperación, clavé esa mano a la encimera. No perdí tiempo y, cogiendo el cuchillo más grande que tenía, a pesar de la dificultad de tener que usar la mano izquierda, empecé a cortar por la muñeca hasta llegar al hueso. Una vez los tendones estuvieron escindidos, ya no podría hacerme daño por mucho que quisiera y pude seguir cortando con más tranquilidad. No sentía dolor, la mano ya no me pertenecía, pero sangraba mucho. Con el aparato que usaba para caramelizar los postres, logré cauterizar el corte y, como por fortuna yo había sido una buena cocinera y tenía de todo, después de romper el hueso con el martillo de la carne, logré terminar de cortarlo con la hachuela específica para ello. Cuando la mano derecha se separó completamente del brazo, acabé de cortar la hemorragia poniendo el muñón directamente en el fuego de la cocina. Después, llamé a una ambulancia. Para evitar que quisieran coserme de nuevo la mano, mientras esperaba la llegada de los servicios de urgencia, la puse también directamente sobre el fogón para destrozar todos los tejidos y vasos sanguíneos y hacer imposible su implantación.

Me llevaron al hospital y después, durante varios meses, a una clínica psiquiátrica. Repetí mil veces que no recordaba nada y, después de diagnosticarlo como un brote psicótico aislado causado por el coma, me dejaron volver a casa. Mi brazo derecho, después de la inmovilidad causada por la herida, había perdido mucha fuerza y, de todas formas, con un muñón no podía hacerme daño ya que, a pesar de la insistencia de los médicos y de mi marido, me había negado a que me pusieran una prótesis. Pude, por tanto, empezar una nueva vida, manca y limitada, pero dueña de mis actos.

Ha pasado mucho tiempo y, aunque el brazo derecho a veces intenta golpearme la cara o refriega el muñón contra mi pecho o mi pubis para molestarme, ya no me asusta. Si exagera o se niega a cooperar, le pellizco o le hago algún corte con el cuchillo para tranquilizarlo. Mi matrimonio, aunque mi locura al principio había asustado a mi marido, logró salir adelante y, en general, he aprendido a vivir con el espíritu que me ha robado el brazo derecho. En el fondo, yo poseo una mano, la cabeza y el corazón, lo mejor de mi cuerpo compartido.

María Loreto Corbi

Liechtenstein, Suiza y España, tres patrias para un solo corazón. Entre viaje y viaje, María Loreto Corbi, recientemente jubilada, dedica su tiempo a pintar y escribir. Tiene dos novelas publicadas, «Muérdeme, por favor» y «Abre la puerta, Inés», y ha participado con un relato en la antología «Orgullo Zombi».

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