Ilustración © Felipe Campos bajo licencia CC
CONFIAMOS EN ÉL no solo porque parecía un buen Giort, sino porque era inspector de Hacienda. La confianza en un servidor de la cosa pública es lo último que se pierde, ¿no? O al menos eso es lo que dijo mi esposa agitando todos sus tentáculos cuando las cosas se pusieron feas. Y el delegado llegó hace un tiempo a casa. Se presentó con una maleta azul. Llamó con insistencia al timbre.
—Represento a la Administración General Interplanetaria. Déjeme preguntarle algo: ¿este kurtsz flotante es de su propiedad? —Era un Giort estirado. Vestía un traje negro y una camisa blanca, llevaba varios monóculos. Miraba de frente con sus diez ojos inquisitivos y sacaba sin parar su lengüita para mojar sus labios.
Le respondí que era nuestra, de los dos, marido y mujer.
—De acuerdo, titularidad compartida al cincuenta por cien. Entonces, si no le importa —siguió—, necesitaría hablar con ambos para establecer los términos de esta inspección.
Mi esposa estaba dando de comer a nuestro pequeño Giort, aún vestida con el camisón, pero escuchó desde la cocina la insistencia del delegado y acudió con nuestro hijo en brazos.
—¡Veo que van a colaborar! —exclamó sonriendo al verla llegar. Y envolvió a mi mujer y al pequeño con un abrazo pegajoso de lim—. No saben lo feliz que me hacen. No es habitual encontrarse con pagadores de impuestos tan amables, ¿saben? Menos aún en el Séptimo Planeta. Ya saben que es el último de todos, donde acaban… los trabajadores más comunes. Aunque mucho peor será ser un selenita… —divagaba—. ¡Y qué tentáculos tan carnosos tiene su Giort! Comencemos pues, ¿me permiten? —dijo, dándome el apéndice eufórico y entrando en nuestro piso—. No molestaré. Mis funciones se limitan a verificar que cumplen con la normativa Interplanetaria. ¿Tienen una habitación donde pueda instalarme?
Le asignamos mi despacho. Retiramos algunos libros de la mesa y le hicimos espacio para el ordenador que sacó de la maleta. Nos pidió que tuviéramos siempre el aire acondicionado encendido, en modo frío total. Era demasiado caluroso y rezumaba lim porque venía de un linaje de peso. Y estar embadurnado al punto en ese flujo viscoso le permitiría hacer su trabajo con más eficacia; podía aprovechar la cinética de sus tentáculos con más rapidez.
—¡El fresquito es la vida! —exclamaba sin parar yendo de un lado a otro agitando sus apéndices.
Nos dijo que no nos preocupáramos y nos aconsejó que para hacer más liviano el proceso siguiéramos con nuestra rutina como si nada. Así lo hicimos. Y las dudas que pudimos tener en un principio se disiparon cuando lo hablamos
con calma, una vez vestidos para ir a trabajar, con nuestro amado Giort en el carrito y antes de salir de casa:
—No hemos hecho nada incorrecto. Pronto nos iremos de vacaciones al Sexto Planeta… —le dije a ella para tranquilizarla, por más que el Sexto Planeta era un dispendio de karnacs inalcanzable.
Y entré al despacho para preguntarle que cuáles eran los pasos a seguir, que si él se quedaba en el piso debería garantizarnos la seguridad de la vivienda kurtsz, es decir, que el Estado se hacía responsable de cualquier imprevisto. Pareció sorprendido, quizás se ofendió, pues se levantó de la silla, cogió su chaqueta y dijo resignado:
—Eso pasa por confiarme. ¿Cree que soy un estúpido androide? ¡Por Cthulhu! Un Giort se hace, no repta. No queda entonces más remedio que comenzar por la comprobación 2TX. ¡Le acompañaré al trabajo!
Acabé conviniendo con mi esposa que lo mejor sería cogerme el día libre en la oficina, atender al delegado y acabar la inspección ese mismo día. Ella aceptó y, despidiéndose con prisa, me dijo que después de dejar al niño y acabar su jornada pasaría por casa de sus padres, que sobre las ocho de la tarde estaría de regreso, y que me encargara de recoger de la guardería a nuestro pequeño. El inspector pareció honrado, pues sus diez ojos brillaban como si hubiese dejado escapar alguna lágrima de leche.
—No se imaginan lo que significa para el Estado esta muestra altruista —dijo—. Ahora lo más importante es revisar sus apuntes bancarios, los recibos.
Justificó que todo ello tenía el único propósito de ver si estábamos cumpliendo nosotros con todas las disposiciones, y que serviría para ver si los vendedores también declaraban lo que vendían y lo que importaban de otras galaxias, así que conseguí todo lo que me pidió y le dejé trabajando tranquilo en el despacho. Antes de marchar me pidió un batido procesado. Y como soy un ciudadano ejemplar bajé y le compré uno con extra de hombre. Lo recibió con agrado y me hizo un gesto asintiendo, como si ese detalle le hubiera llegado dentro. Decidí ver la tele en el comedor. Pasó poco tiempo hasta que el delegado salió del despacho y con voz áspera me abroncó:
—Para que yo lo tenga claro —me dijo—: ¿Era su intención sobornarme con el desayuno?
No supe qué decirle. Debí mirarle muy extrañado.
—No se haga el sorprendido. La amabilidad excesiva es sospechosa —siguió, sentándose a mi lado en el sofá—. Debe saber que recibimos un entrenamiento especial para detectar estas… manipulaciones. ¿Qué oculta?
Yo sabía de buena mano el límite de la desobediencia a la autoridad. No porque en algún momento lo hubiese traspasado, claro, y quise saber qué más necesitaba. Le expliqué sin que él se inmutase que en mi acción no había nada más que la amabilidad propia que ha forjado mi carácter. Es posible que no fuese contundente, lo que no quería es que utilizase mi disculpa para ampliar aún más la hipotética acción del soborno. No lo conseguí. Insistió en que iba a tenerlo en cuenta. Revisé mis bolsillos, mi cartera, todos los cajones; en el cubo de los triturados encontré un tique de compra de un conjunto de lencería. Se lo di.
—¿Ve como no puedo confiarme? —preguntó resentido mientras lo olisqueaba. Y regresó al despacho.
Se escuchaba teclear. Me pareció oír gemidos. No era posible que un Giort Primigenio gimiera. Los Primigenios no gimen. Eso no. En algunos momentos aporreaba tan fuerte las teclas que temí por la estabilidad de mi humilde kurtsz. Al mediodía fui a buscar a mi hijo a la guardería no sin antes deslizar una nota por debajo de la puerta que explicaba cuánto tiempo me ausentaría. Escuché cómo la recogía y la arrugaba supurando lim. Me fui. Comprobé que el aire acondicionado estuviese a la temperatura apropiada, pues bajo ningún concepto quería que mi piso se convirtiese en una piscina de baba real. Hacía un día estupendo en el exterior. Nada de oxígeno contaminante. La nebulosa del Este provocaba esa brisa habitual que pone las escamas firmes y estira la piel y pone tersos los nahorcs. Y la sorpresa fue encontrarle a él allí, a mi inspector, en la puerta del colegio, llegando antes que yo.
—Si no le importa esperaré con usted —me dijo—. Haremos la ruta que habitualmente realizan, ¿de acuerdo? ¿Le compra chucherías? ¿Deditos de niños? ¿No le inculcará la cultura pop de nuestros enemigos?
¿Cómo explicar que fue entonces cuando me di cuenta de que estaba ante un servidor excepcional de lo público? Era evidente que mi Giort era muy pequeño como para darle lo que sugería, pero de alguna manera tenía que ayudar a tasar el estado fiscal del barrio. En el quiosco me hice con unas revistas Mercurio de bricolaje; en el supermercado compré algas, krill y cabeza de morlock; y en el estanco unos polvos de estrella que aseguré al funcionario que no eran para mí sino para esnifar cuando se presentara la ocasión. Anotaba
en su libreta el coste. Y le vi calculando números y estadísticas que después me comentó que utilizaría para comprobar las ganancias del comercio en relación al ratio de clientes y a la compra media. Al llegar al kurtsz suavizó sus facciones de inspector implacable. Al regresar mi mujer nos reunió, y nos explicó sus conclusiones. Que no había podido calcularlo todo, que necesitaba algo más de tiempo, pero que en cualquier caso las noticias eran positivas. Aunque alertó a mi esposa de un comportamiento que él creyó excesivo por mi parte:
—Sí que he detectado que sus compras compulsivas pueden desequilibrar el balance. Desequilibrar. El balance —soltó. Y le dio el tique de la lencería, pringoso de lim, a mi esposa.
No dije nada. Le dejamos dormir esa noche en el despacho. Él no lo aceptó en un principio pero luego le convencimos de que sería lo mejor para así acabar el trabajo, pues la sede de la Administración y su domicilio estaban a doscientos y pico quelts, y es sabido que la crisis de Gemini elevan hasta mil karnacs o más el precio de un transporte. Además, era la sexta estación del ciclo lunar, y en esta estación ya se sabe que los asteroides golpean con violencia cuando viene el día oscuro. Es el precio que hay que pagar por estar al borde de esta galaxia. Es cierto que primero se lo sugerimos, que él se negó, y que nosotros creímos que un segundo ofrecimiento daría con una nueva negativa y quedaría, al menos, evidenciada nuestra buena fe con las autoridades; pero él aceptó. Tampoco rechazó cenar con nosotros. ¿Y cómo describir esa cena? El funcionario esperaba una respuesta dubitativa para seguir tirando del hilo. Y si bien sabíamos que estaba allí y que ocupaba un lugar en la mesa, evitaba intervenir en la conversación marital. Llegó un punto en que, una vez acabado el krill, olvidamos que el delegado estaba con nosotros y empezamos a hablar de nuestras cosas más íntimas. Es muy probable que dominara la invisibilidad, muy propio de primigenios reales. Y sí, lo confieso, fuimos subiendo el tono hasta aproximarnos a la excitación, sin darnos cuenta de esa presencia y entrelazando los apéndices. Y gracias que su carraspeo nos hizo saltar de la ensoñación, porque a punto estábamos de rechinar dientes.
—¿Saben qué? Su hijo me recuerda al mío —nos dijo entonces. El pequeño estaba jugando con unos peces sapo, a nuestro lado, en su carrito—. Ahora estará con su madre. No hay nada que eche más de menos en mis jornadas de trabajo que dormir a mi niño con historias de rokurokubis. ¿Verdad que puedo? —preguntó, señalando a nuestro hijo.
El huésped se ocupó de dormir al pequeño esa noche. Y le explicó que había unos habitantes en la Tierra —ese planeta de la raza inferior, repleto de enemigos insignificantes pero también de veneradores—, que eran descendientes nuestros. Vivían en un lugar llamado Japón. Y por la noche mientras dormían alargaban el cuello en proporciones inverosímiles y daban sustos de muerte asomándose por la ventana al piso de arriba, estrujando a los hombres como una cobra hasta partirles por la mitad. Y reía y reía al contarlo. Y nuestro querido pequeño también reía a plena branquia. Detrás de la puerta entornada pudimos escuchar cómo le susurraba leyendas primitivas. Temimos que nuestro hijo nos reclamara, que gritase y berreara al ver cómo un extraño ocupaba el espacio en el que siempre habíamos estado nosotros, pero no fue así. Una vez lo durmió, el funcionario nos dio las gracias y se encerró en el despacho. Desperté empapado en sudor, envuelto en una pesadilla. En ella, yo y mi mujer estábamos en el despacho, el funcionario se había ido y hablábamos mal de él, de su agobio existencial, de su forma de ocupar nuestros espacios comunes, cuando llegó la Policía Real con sus armas reductoras. Nos sometió a interrogatorio y negamos que hubiéramos despotricado de la administración. En el sueño, el policía se dirigía al aire acondicionado y le preguntaba, y el aparato comenzaba a hablar y a soltar lo que habíamos dicho palabra por palabra, haciendo de confidente, sentenciándonos al exilio selenita. El recuerdo de la pesadilla alteró mi desayuno. Estábamos de nuevo los cuatro a la mesa, tomando slug con nata marina, y no pude abrir la boca. El delegado hablaba con mi mujer de nuestro hijo, de lo mucho que echaba de menos al suyo y del bien que le había hecho dormirle. Mi esposa le reía las gracias. Yo llamé a la empresa y volví a pedirme el día libre. Quería rematar la inspección costase lo que costase.
Cuando se fue mi mujer, el funcionario se confesó. Lloró en mis brazos. Todo parecía encarrilado, pues comenzó a revisar las declaraciones de la renta y me contó que esa era la última fase de sus pesquisas, hasta que tomamos una copa. Yo estaba viendo la televisión, ocupando el tiempo con esos programas de viajes al pasado que suelen dar a primera hora en Lovecraft TV, cuando el delegado salió temblando del despacho, con el móvil en la mano. Me lo acercó. Su esposa le había enviado un mensaje, decía algo así como que no podía soportar sus manías, que lo había pensado y que lo dejaba, que no regresara a casa y que el abogado Azathoth se pondría en contacto con él para determinar los plazos de la custodia. ¡Todos temíamos a Azathoth! Le dije que sería una buena idea tomar algo para que se relajara. Se pidió un güisqui, yo le acompañé para no hacerle un feo. En mi mente lo más importante en esos momentos era evitar su derrumbe. Apuramos de un trago las copas. Nos emborrachamos. Llamé a la guardería para que se quedaran al pequeño hasta
la tarde porque no podíamos levantarnos sin acabar en el suelo. El inspector, en una de esas, me abrazó, se puso a implorar y me aseguró que no nos molestaría más, que daría punto y final a su inspección, que ni siquiera comprobaría los valores que le restaban porque su vida se había ido por la espiral negra del abismo de Nsien. No podía nada más que devolverle el abrazo con todos mis apéndices y apoyarle. Y sí, empaticé con él hasta el punto de decirle que yo remataría su trabajo, que lo haría allí delante, mientras el descansaba en el sofá yo seguiría sus directrices. Le puse una manta, llevé el portátil y todos los papeles al comedor y continué con su trabajo.
Mi esposa me abroncó al llegar. No le faltó razón. El análisis del haber y del deber hizo que perdiese la noción del tiempo y que la guardería acabara llamándola. Tuvo que salir antes del trabajo para recoger al pequeño. Me recriminó con una dureza que llevaba implícita el peso de la razón que había descuidado una tarea fundamental, que en casa las cosas no iban como tenían que ir y que empezaba a hartarse de mis despistes. Me vi sorprendido entre números, con mi esposa en la puerta y el pequeño en brazos y el delegado detrás, ya recompuesto y sereno, mirándome sonriente. Los dos me reprocharon a la vez que estuviese haciendo un trabajo que no me tocaba. El delegado empleó una dureza impropia de alguien que había recibido todo mi afecto:
—¿Cuántos años cree que llevo dedicándome a esto? —me preguntó—. ¿Tres? No, ¡más de ciento ochenta! ¿Y en cuántas ocasiones dirá que uno de mis inspeccionados se ha sentado delante del ordenador a corregir o, más bien dicho, a manipular mis cuentas? ¡Cero! —me regañaba con los tentáculos agitados y la boca afilada—. ¿Qué debo hacer?
—Me has defraudado —seguía mi esposa—. Contabilidad creativa, ¿no? Da gracias que nuestro Giort es pequeño y aún no se entera de lo que hace su padre. Y este olor a…
—Alcohol, señora. Huele a alcohol importado de la Tierra —soltó el delegado.
En ese instante iba a contarle lo que había sucedido, lo del mensaje y los güisquis y que todo había sido un malentendido, pero no me dio tiempo. Mi esposa se fue y escuché que le decía al delegado que me dejara acabar, que si eso había querido, aquí me quedaría castigado.
Me encerré en el despacho. Tenía que dejar tiempo para que las cosas se calmaran, quizás todo volviera a su cauce: el delegado le habría explicado que su mujer le había dejado, recordaría que los dos convenimos en continuar el trabajo y que le asistí en ese momento de crisis sentimental. Seguí repasando las cuentas. Algo no cuadraba. Los números no eran los correctos. Llegué a la conclusión de que el delegado no había hecho nada, no había avanzado ni un ápice en la investigación, y que había simulado trabajar cuando no lo hacía inventándose asientos y restas. ¿Qué tenía que hacer yo entonces? Pues empezar y acabar de una vez por todas las revisiones, servírselas en bandeja, decirle aquí tienes, examínala en cinco korns y vete por la misma puerta por la que has entrado. Y eso es lo que me llevó a no cenar, ni dormir, a que pasaran más de cuatro lunas rojas, y a salir triunfante con un puñado de papeles en la mano y plantándoselos delante de la cara al delegado. Mi esposa estaba dando de mamar a mi pequeño de la tercera teta de Ajnet y el funcionario estaba en la cocina haciéndose unos sesitos de Morlock.
—Aquí tiene lo que usted ha venido a hacer. Dese prisa en comprobarlo. En medio korn quiero verle fuera —le dije.
Ni se inmutó. Tampoco mi esposa. Siguió con su desayuno y se sirvió un plato a rebosar. Se sentó tranquilo en la mesa y comió después de besar la frente de mi esposa. Mi mujer no me dirigió la palabra. Dije que esperaría a que acabara con los sesitos, pero que de ahí no me movería hasta que el asunto se diera por cerrado, y me senté en la silla que hasta entonces había ocupado el delegado. Él estaba al lado de mi mujer. Entre bocado y bocado le hacía monerías a mi pequeño, que reía como un condenado cada una de sus gracias. ¿Habrían dormido juntos? ¿Habrían entrelazado apéndices hasta el ecstramoln final? Quité de mi pensamiento esa idea. Pero regresaba una y otra vez. Tuve que preguntarlo.
—¿Ve cómo al final algunos morirían por ser un rokurokubi? ¿Tener el cuello largo y espiar en las habitaciones el xekkor bruto de los amantes? —me respondió.
Se miraron. No podía adivinar si era cierto lo que sospechaba. En ese instante, mi Giort pequeñito me señaló con su apéndice dentado parloteando su primera palabra: rokurokubi. Noté un pinchazo en el cuello. Mi pequeño me había marcado de por vida. ¿Era un inferior y no lo sabía? Y no podía cogerle de la solapa y sacarle la respuesta a gritos al funcinario. Eso hubiera complicado aún más esa situación tensa, ya inabordable. Mi esposa seguía enfadada, eso era evidente, y concluí que esa sonrisa era parte de la estrategia del castigo hacia mi persona. Lo que debía hacer era comportarme como un Gran Antiguo, vigilar los modales, ponerme los monóculos que heredé de mi abuelo y entrar de nuevo dentro del círculo de su confianza. En el fondo era consciente de que la deuda que tenía que saldar era infinita, durante lustros.
—No juzgues a los demás como si de ti se tratara —me dijo mi esposa, cerrando los ojos. Todo en ella se encogió.
No sabía cómo interpretar la frase. Siguió:
—Ahora me dirás que has sido un marido ejemplar, ¿no? ¿No te das cuenta de que has malgastado tu vida? ¿Qué has conseguido? Dime solo una cosa de la que no yo, sino tú, estés orgulloso. Una. ¿Ver todas las películas de terror de Bruce Lee?
—Ese traidor… —farfulló el delegado.
No respondí. Estaba mareado. No sabía qué decir. En ese momento, vi que llevaba puestas mis zapatillas de estar por casa, olí a mi perfume de océano negro, mis gafas para leer sobresalían de uno de los bolsillos de su camisa, de la que fue mi camisa. Sonrió y dejó al aire trozos de comida entre sus dientes. Esperé paciente. Acabó de desayunar. Le planté de nuevo los papeles enfrente.
—¿Me acompañas a la guardería a dejar al niño? —le preguntó mi esposa sin inmutarse—. Luego podríamos ir de compras, me encantaría una piel nueva… —dijo, siguiendo con un juego que ya había llegado demasiado lejos.
El delegado asintió. Respiró hondo, hinchó las branquias moradas, cogió mis papeles y los miró por encima. Frunció una ceja, luego otra, luego las otras ocho. Los rompió uno a uno delante de mí.
—Si quiere hacerlo como manda la Administración, primero tiene que conseguir el cargo apropiado para ello. Ya sabe que ello supondría un engorro, pruebas de acceso, exámenes, oposiciones… Bien, le echaré una mano. Sé que quiere dar curso a la inspección, que todo acabe pronto. Le cedo el cargo. Desde ahora, queda investido como Funcionario Especial de la Administración Tributaria —dijo yendo a por su maleta, sacando un impreso oficial y firmándolo—. Debe poner aquí su nombre, su número de identidad. Es un permiso que concedemos en circunstancias excepcionales.
—Y esta es una circunstancia excepcional, ¿no? —preguntó mi esposa, interesada.
—Por supuesto, el artículo 24 del Reglamento Tributario me concede esta potestad. Firme. —Me plantó el papel en la cara–. Va siendo hora de que tome una decisión, ¿no? —me apuró.
Lo hice y firmé. Llamé al trabajo. No se tomaron a bien el nuevo día de descanso. Me dijeron que comunicarían la nueva incidencia —así lo llamaron— a Recursos Exteriores y que ellos tomarían cartas en el asunto. Sabía que si esa era la única forma de hacer que desapareciese de mi vida el inspector, tenía que decir que sí, ser cuidadoso y reproducir los cálculos de la noche anterior. No me importaba el despido, ni la extradición a la enana incompleta de Tlön. Clavé los ojos en la pantalla del ordenador. Escuché desde el despacho un escándalo de platos, cómo se marchaban felices, entre bromas. En mis tentáculos estaba resolver el entuerto. Rellené formularios, apliqué directrices, busqué hasta la saciedad para no errar en ningún valor. Y cuando ellos regresaron, les entregué el acta. Según lo investigado, había un descuadre de unos miles de karnacs, le comenté a mi esposa que la sanción era oportuna y el porcentaje por el interés de demora ascendía al doble de la cantidad, que podían ejercitar el pago en quince lunas y que la sanción se reduciría en un veinticinco por ciento. En ese momento me sonó el móvil.
—¿Ha acabado ya la inspección? —inquirieron desde el otro lado de la línea. Bien, apunte. La faena se le acumula. Lleva varios días de retraso y debería acudir a un nuevo domicilio —me dijeron. Pregunté de qué se trataba, que yo estaba ejerciendo mis funciones en representación temporal y que la inspección en curso había finalizado y no les debía nada más.
—Impuesto de transmisiones galácticas —me dijeron—. Se trata de una defraudación evidente que puede llegar hasta… el Rejrnow máximo. Usted es un servidor del Estado, no lo olvide. Tiene dos lunas. —Y colgaron.
Acaté la faena asignada. Acepté la situación sin rechistar. ¿Tenía otra opción? Recogí mis cosas del despacho. Puse el aire acondicionado bien fuerte, a punto de hervir todo el kurtsz. Pensé que eso podría molestar al otro y hacer que se convirtiera en una mancha enorme de lim. Y en la nueva inspección asignada no podría evitar perderme en el recuerdo de mi esposa y de mi amado Giort. Sabía que no podía despistarme; el cálculo de los porcentajes podría verse desequilibrado. Era consciente de que en la vida de un primigenio nada es lo que parece, por más que uno se esfuerce en comprender qué hay en el revés de la materia pulposa. Y por más que quisiera contarle al nuevo inspeccionado lo sucedido, no podría. El mensaje que recibí de mi querida en el móvil en ese momento fue claro: me dejaba. Necesitaba ir a llorar la separación a los brazos de mi antiguo delegado, ahora gran esposo. Beber. Esnifar polvo de estrella.
Dormir en su sofá, el que fue mi sofá. Comencé a supurar lim. Y tampoco pude aparcar del recuerdo el cariño con el que el funcionario trató a mi pequeño esa noche en la que le durmió con sus historias fantásticas. Tan solo pensé en que me gustaría hacer lo mismo. Ser tan buen padre como él. En esas necesidades sentimentales estaba cuando me di cuenta. Fue como parar el cosmos, salir de mi propio cuerpo verde, situarme delante de mi imagen y preguntarle al tonto que tenía delante qué gonños había pasado. Había llegado hasta allí por inercia. ¿Por qué? ¿Por qué los acontecimientos se habían abocado como si nada y, de repente, tenía confiada una misión? Estaba en juego la supervivencia de nuestro mundo. Una buena administración asegura el futuro de la especie, eso ya se sabe.
En estas divagaciones andaba yo, cuando el paterfamilias de ese núcleo familiar entró en el despacho y me preguntó si me encontraba bien. Si podía solucionar de alguna manera el malentendido entre el Estado y su persona. De su bolsillo asomaba un vale descuento para viajar a la niebla luminosa del Sexto Planeta. El lim me rodeaba. Yo era una enorme bola de lim. Caldosa. Radiante. Acepté. Tendí mi tentáculo. Lo estrechó con fastidio al notar el líquido rezumando por mis ventosas. Y no paraba de mirarme el cuello con una evidente repugnancia. Rompí las normas. Vulneré las directrices expresas. Acepté el soborno. Le dije que sí, que venga ese vale. No me importó. Estaba eufórico. Por fin tenía un objetivo. Poco después salí de ese piso con mi maleta azul y el salvoconducto. Agachaba la cabeza por temor a darme con las vigas de ese kurtsz. Eso fue después de estampar la firma en la inspección que declaraba la total regularidad del administrado y de su esposa.
Iván Humanes
Iván Humanes (Esplugues de Llobregat, 1976). Colecciona cromos de terror de los 80. Ha publicado los libros de relatos «La memoria del laberinto» (CyH, 2005) y «Los caníbales» (Libros del Innombrable, 2011) con el que fue finalista del premio Setenil al mejor libro de relatos publicados en España, la novela «La emboscada» (Inéditor, 2010), y en coautoría los volúmenes «Malditos: la biblioteca olvidada» (Grafein, 2006) y «101 coños» (Grafein, 2008). En el 2015 publicó la novela «Lengua de orangután» (Editorial Base). Ha participado en el volumen de relatos «Extraño Oeste» (Libros del Innombrable) y en el libro de ensayos «Twin Peaks: 25 años después, todavía se escucha música en el aire» (Editorial Innisfree). Es guionista del largometraje «Vestigis» y coguionista del corto «Krisis. Una terapia superheroica» (2017), dirigido por Daniel Fibla, seleccionados en el Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges.