Las muchas muertes de Raúl Sánchez (Capítulo 2)
Que el dolor que siento ahora, en esta habitación doble, una cama para mí y la otra o bien para mi hermana o bien para mi hermano muerto o bien para cualquier constructo que establezca mi mente a modo de patrón-cárcel; que sea humano, es a lo que me refiero, me obliga a ceder el paso y ser algo más amable con la gente. Si cualquiera lleva esto o más detrás no quiero ser una zarza espinosa con la que enredarse. Ser amable es psiquiatría de base y popular. A ver, de primeras, sí. Estoy montando mi altar. Habéis tardado veinte putos años en llegar a mi visión. Soy la quietud punk en el parque hasta convertirse en leyenda punk de parque. Soy un susurro en una casa okupa de la Barna de hace diecisiete años. Fantasma en Madriz. Parpadeo lejano en Ciudad Terceto Encadenado. Soy un millón de pasos con todo el equipaje encima y algo menos de delirios que descifran mensajes en clave en medio del tsunami de información del mundo actual: un coche clásico, extranjero, un tanque para carreteras sin fin con ruedas gruesas. Todo ello para justificar un viejo logo tricolor que me dice «Termina de escribir ese puto libro». Me da igual, y sigo enumerando todas mis muertes que son demasiadas. Soy un loco (0) que se sabe un mago (I) tratando de evitar que el loco sea un hombre porque duele la caída (XVI). La forma perfecta de deshacer el nudo gordiano: añadirle sustrato, ensemillarlo bien fuerte por dentro, plantarlo y que el nogal que brotará deshaga el nudo por ti, lo va a romper seguro.
¿A quién intento convencer? Todo esto son malas señales. Cae la noche. Nictofobia eventual pero aguda. Solo hay demonios en la calle de noche, la gente cambia. Sacan lo peor de ellos cuando las LUCES parpadean, hipnotizan, castran o encauzan el pensamiento. De noche solo veo demonios, no quiero saber qué cara tengo ni qué fue del dolor que he olvidado. ¿Dónde se escondió el dolor que he olvidado? En qué parte. Qué parte. Parte.
Lo que pasa es QUE ME CEGARON claramente desde pequeño. Me reventaron el alma como a un animal salvaje al que se quiere «domesticar» para vender a un millonario excéntrico y hortera, ese tipo de cosas. Alguien me ató la mano zurda a la espalda para que escribiera con la mano de Dios. Alguien lo hizo así por mi bien. Mi bien, ¿recuerdas la nube con forma de águila y el roscón de reyes? Alguien me dotó, así, de esta disonancia. Y TODAVÍA sale en mis pesadillas como la resolución de un rompecabezas imposible compuesto por esferas y planos de escorzos de humanos.
De pequeño, cuando tenía tres años, me atropelló una moto. Y es irónico que me matara por varias razones, pero la primera es que el conductor de la moto que me arrolló en la calle iba tan rápido porque llevaba a su mujer a parir al hospital. Es así. Mi madre llegó lo suficientemente pronto para que la moto le rompiera una tibia pero yo ya estaba con el cuello retorcido y muerto. Tres años. La pareja llegó a tiempo para que ella diera a luz el mismo día de mi segunda muerte. Mi madre siempre me cuenta la historia de mi muerte cuando va a verme al nicho, lo que hay dentro es un ataúd ¿blaaanco?, debe de ser por lo pequeño que morí. Y ella me cuenta la historia y el porqué de que ese niño lleve mi nombre. Suelo pensar que algo es algo, pero que de qué me sirve estando muerto. La muerte es un respirar húmedo e incómodo, pero mis huesos sin soldar se deshacen suavemente. Ella llora y dice nuestro nombre: Raúl. Supongo que es mi madre, espero que su pierna esté mejor.
Sevilla es una isla, no sé de dónde vengo, no recuerdo qué hay después. ¿Es Granada? No, Granada es siempre, es antes y es después. Pero Sevilla es una isla en mi memoria, ¿es Córdoba? Nah, Córdoba es donde el taxista carnavalero. Sevilla es una isla, no sé de dónde vengo y aquí solo hay asfalto mojado y luces y otro hostal en el que morirá la serpiente. Una isla.
Ah, cierto. Ahora recuerdo: tengo que llegar a Galicia. Lo vi en aquellas cartas personales. Hoy me he percatado, durante el desayuno, de que no tengo rectitud, que no respiro con normalidad, que me voy a buscar un problema: soy tan raro que habito en un yermo. La cámara se aleja de mí y todo es muy blanco, la imagen arde. Desayuno café con leche, me siento culpable por la cafeína y la lactosa y el azúcar blanco. Desayuno unas tostadas con tomate, aceite y sal. Lo único que no me hace sentir culpable es el aceite. Devoro las tostadas como un salvaje y tomo el café como si estuviera en la ópera. Llevo solo demasiado tiempo. El aceite es bueno, y eso me gusta. Tengo que llegar a Galicia porque ella está a punto de hacerlo. No recuerdo qué, pero tratándose de ella y de que está a punto de hacerlo, parece urgente. Creo que me queda un día en el hostal. Tengo detrás el Hospital de La Macarena, no pienso en ello porque llevo demasiado tiempo solo. De ahí lo de mi hermano muerto o lo de ser ella, nuestras narices se parecen. O lo de llegar a Galicia porque estábamos hablando por teléfono justo un día que la matriz volvió a estremecerse. Hay veces que pienso que todos estamos muertos, que nadie sobrevivió al COVID y, claro, organízate tú un limbo coherente para toda la humanidad sin dejar agujeros de guion. La cosa hay veces que canta. Tostadas terminadas. Apurando café + cigarrillo. Lo fumo con la derecha para no sentirme tan culpable. Procuro alimentarme teniendo en cuenta todas las alergias y afecciones que tiene la gente que quiero. No sé por qué lo hago. Pero procuro no tomar trigo ni tomate ni plátanos ni naranjas ni lactosa ni cafeína ni nicotina y alquitrán para no sentirme culpable por esos hijos de puta de mis amigos y gente. Intento cuidar de ese modo de la tribu. Mi tribu. De mira-mamá-tengo-una-tribu cuando deberíamos decir: «Me echó usted al mundo y ya encontré mi lugar». ¿Qué nos pasa a los locos con la oquedad, con el vientre materno, con el ahogarse en el líquido amniótico para dejar de estar atrapados allí dentro? No, no nos gusta. Queremos salir y palpar el mundo, dejar la grasa de nuestros dedos en obras de arte, fumar en lo alto de una montaña, masturbarnos en el cine rodeados de gente mientras se proyecta una comedia romántica; volvernos locos, demandar a ancianos seniles por abusos sexuales prescritos, salir a pasear por la ciudad con maletas llenas de ántrax o páginas sueltas de Faulkner, clavar a lo Lutero esas mismas páginas en las puertas de una catedral y que nadie entienda nada; expandir una nueva enfermedad venérea, estar ahí, en el centro del ojo del mal y salir casi ileso, rezar a un caballo muerto en una carretera secundaria, hacerlo sin quitarse el chaleco reflectante. Descubrir el amor y llorar, llorar, llorar: se llora mucho después de palpar el mundo.
Es a lo que me refiero con un buen desayuno. Pago en la barra y dedico el resto de la mañana a caminar. A recolectar claves, hay tres millones más cada día. Tengo que dejar un registro de todo esto, para mis yoes del futuro, para que sepan quiénes fuimos. La mente se me derrama y lo impregna todo. Y yo selecciono una parte del mensaje, otra la ordeno, otra la pongo a pie de página. ¿Romantizar la locura? ¿Romantizas un ábaco porque funcione? Un enorme ábaco, éso es lo que que tengo cada mañana cuando paseo, un enorme ábaco: se pueden hacer cálculos.
Raúl Sánchez
Raúl Sánchez no se llama Raúl Sánchez. Raúl Sánchez nace en 1978, pero no nació en ese año. Escribe aunque no es escritor. Raúl Sánchez es el nombre de un colectivo que sólo existe en la cabeza de Raúl Sánchez. Su bagaje como novelista es breve: publica su primer manuscrito Nosebundo inducido por substancias en el año 2014 con Ediciones Paralelo, un libelo de autoficción, después gravita hacia el ciberpunk testimonial con su segunda novela Sh00ter: un proyecto documental sobre el Evento que se publica en 2019 bajo el sello de DEFAUSTA.