“—Están malas.
—¿Las galletas?
La niña asiente mientras regresa a sus cabriolas aéreas.
Son galletas María, las de toda la vida, las que ofrecen en Cáritas. Alguna que otra vez llegan distintas, con nata, de las caras, pero en realidad son las misma mierda (o peor): bombas de azúcar y aceite de palma. Nos intoxican, nos envenenan, y mientras tanto sonreímos felices disfrutando del cianuro. Pero es que la ponzoña, la puta ponzoña, está deliciosa. Es una tentación más, de las que Dios nos pone delante subrepticiamente para verificar nuestra valía. O tal vez sea Satán. Sí, mejor Satán”.
No hay que irse demasiado lejos para encontrar el peor de los horrores. Por supuesto, lo ignoto de más allá de las estrellas, o lo insondable de lo más profundo de los océanos, son referentes que cualquiera podría señalar como causantes de pesadillas para los seres humanos. Pero más allá de aterradores seres dimensionales o espíritus que se manifiestan del más allá, debemos preguntarnos: ¿hay algo que nos dé tanto miedo como perder a un hijo?
La mencionada ambigüedad es tal vez el punto más fuerte de la novela, ya que en su utilización el autor nos mantiene expectantes. ¿Es real lo que está sufriendo el personaje? ¿O todo está solo en su cabeza? Las respuestas nos van llegando paulatinamente, aunque no será hasta el mismo desenlace cuando todo quede claro. Eso sí, David Luna deja espacio para la interpretación propia del lector, lo cual siempre está muy bien. Y ojo, porque el párrafo final me parece absolutamente SUBLIME. No puedo decir más.