En las veletas del inmenso trirreme de Mord parecía que se podían discernir océanos de sangre oxidada, seca. Y quizás lo hicieran, quizás la sucia vela y la oscurecida madera llena de moluscos había acabado aprendiendo algo de su carga con el paso de los años. Y es cierto que aquel viejo trirreme, La Calma del Verano, llevaba transportando a los muertos en batalla desde hacía más de cuarenta años, siempre capitaneada por el viejo de frente arrugada y escaso pelo al que todos llamaban Mord.
De dónde venía Mord, su historia personal, se había diluido entre sangre y polvo hacía demasiado tiempo como para que a alguien le importara, incluyendo al propio Mord. Él se dedicaba a llevar las cenizas de los muertos en urnas de vuelta a sus familias, y algunos de los cadáveres de los más ricos, cuyo oro pagaba a la gente que los encontraba entre la vorágine de tripas y caos del campo de batalla y los embalsamaba. Y los traían al barco de Mord, claro estaba.
Ese mismo día, hacía ya algo más de dos semanas de viaje en barco si recordaba bien la bitácora, se movía por la bodega de su embarcación. El aire estaba cerrado, con un regusto a humedad propia de encontrarse en el mar, mas el olor predominante era algo perezoso y triste, como una balada que no termina de cantarse. El hedor de los restos quemados de los muertos, convertidos en insignificantes limaduras de lo que en su día fueron.
Los toscos y bien cerrados botes se amontonaban con precisión al principio y con dejadez después. Los achivos indicaban algo más de seiscientos recipientes, todos de la misma madera oscurecida y todos con un hosco pero legible apellido escrito.
Numas Doriah, ese había sido pescador, joven, ahora cenizas.
Nuria Yovelaska, guerrera desde joven, había muerto con cincuenta y tantos, con tres picas atravesando la coraza del pecho, o eso comentaban los chicos del pelotón que había conocido Mord. Ahora cenizas.
Yuria Nosgo, de este nadie parecía recordar nada, más allá de su final. Cenizas, por supuesto. Las cenizas son lo último que llega, siempre son la solución, lo queramos o no.
Josiah de Castobro, un cadáver, bastante entero, segundo hijo del señor de Castobro. Un flecha atravesaba limpiamente su cabeza, pasando por el ojo izquierdo. El olor lo atenuaban los conservantes, pero el infecto, ácido y penetrante aroma de la descomposición se hacía notar. Gracias a su posición había retrasado el destino de sus compañeros, pero le acabaría llegando, como a todos.
Cenizas, nada más que cenizas.
Al salir, la silueta de la ciudad de Ogras Ansrog le dio la bienvenida, con las grandes torres ribeteadas que destacaban en el ocaso. Una vez Mord le había hablado a un soldado, un viejo y veterano guerrillero del cuarto regimiento, o tal vez séptimo, de caballería, o quizás de infantería. El tipo se había quejado de la falsedad y de la hipocresía que se hallaban implícitas en las urnas de cenizas. Una vez retiraban los cadáveres de los ricos y nobles, había explicado el guerrero, al resto los quemaban en una gran pira e introducían las cenizas en urnas, una por cada muerto. La hipocresía se encontraba, tal y como afirmaba aquel anciano soldado, en que los restos se entremezclaban, se unían en una amalgama en la que las posibilidades de que alguien estuviese recibiendo las cenizas de su hijo o su esposa eran prácticamente despreciables. Mord se había reído y había afirmado todo lo contrario a una mentira, ahora eran mucho más reales que los vivos, pues ahora eran todos parte de lo mismo, porque ahora cientos de personas los querrían y los añorarían como parte del mismo ser.
De la gran ciudad se vislumbraban, ya sin atisbo de duda, los muelles alargados y algún gran barco mercantil, con las casas bajas de los pescadores más humildes rodeando al resto de construcciones como una inmensa muralla de devotas. Ahora las altas torres, cerca del centro, parecían una mano de afiladas garras que se alzaba victoriosa de cualesquiera batallas se atrevieran a presentar ante ella.
Menos una, pensó Mord con un atisbo de melancólica sonrisa. Porque tardará más o menos, pero la ceniza es paciente. Todos somos nada más que ceniza.
Y fuese de quien fuese, allí estaría Mord para llevarla a donde tuviese que estar.
Carlos Ruiz Santiago
Carlos Ruiz Santiago (1998) ha publicado el relato "Carne de rata" y la novela "Salvación condenada". Escribo reseñas de cine en el blog La Horroteca de Darko. Es co-creador de la «Asociación Boticaria de amantes de la fantasía, el terror y la ciencia ficción», dando charlas sobre cine y literatura de género en distintas librerías, bibliotecas, cafés culturales y demás. Colabora como redactor en Dentro del Monolito.