Fueron los padres de Vera los que habían querido mudarse. Ella, por el contrario, estaba muy contenta con su vida anterior en el pueblo, donde no le faltaban amigos y tenía a sus familiares cerca. Por desgracia, a causa del traslado de su padre, ahora se encontraban en aquel pequeño y viejo piso en la gran urbe, muy lejos de allí, dentro de un bloque encerrado entre otros dos, a cada cual más antiguo.
La impresión que le dio a Vera nada más poner un pie en el apartamento fue que el suelo bajo sus pies se iba a vencer bajo su peso. Torció el gesto mientras miraba en derredor. Lo odió al instante. Sus padres intentaron animarla con comentarios positivos, pero no surtió el efecto deseado.
—¡Mira, cariño, qué habitación más grande tienes ahora!
Ciertamente, era más espaciosa que la de su otra casa, pero Vera no contaba con el optimismo suficiente como para olvidar el aspecto general de su nuevo hogar. La habitación constaba de una cama con un costado pegado a la pared y dos escritorios a ambos lados. Las paredes estaban llenas de estanterías en las que podría colocar sus libros. Soltó su mochila y se sentó en el borde del colchón, cubierto de plástico. La cama parecía cómoda, pero, en cuanto pensó en la suciedad que podría tener, se levantó al instante.
Tardaron todo el día en limpiar el piso. Pusieron todo patas arriba, barrieron, fregaron, quitaron el polvo y desinfectaron cada centímetro. Con lo barato que les había resultado, no les extrañaba que se encontrara en aquellas condiciones. Pero podrían hacer de él una acogedora casa, estaban seguros.
Cuando cayó la noche y ya toda la casa estaba habitable, metieron una pizza en el microondas. El ánimo de Vera no hizo más que empeorar: no tenían WiFi todavía y casi no le quedaban datos para seguir hablando con sus amigos por teléfono. Su vida ahora era un auténtico asco. Debía asistir a un nuevo instituto, hacer nuevas amistades, con lo que eso le costaba, y conocer a los vecinos. La situación le hartaba, pero sus padres le ofrecieron cenar pizza como señal de paz, y Vera iba a hacer un esfuerzo por comérsela.
Cenaron en silencio y, en cuanto hubo terminado, la chica se retiró a su habitación. Ahora, con sábanas y colcha limpias, se tiró en la cama sin miedo y desbloqueó la pantalla de su móvil. Entonces, por accidente, se golpeó la rodilla con la pared. No estaba acostumbrada a que la cama estuviera pegada a un muro. Siseó de dolor y se llevó la mano a la pierna, suponiendo que le saldría un moratón.
Entonces, sucedió. Lo oyó con tanta claridad como a sus padres en la cocina: un golpe sordo en la pared. Durante unos segundos, se quedó en silencio con el corazón bombeando sangre con fuerza. No se preguntó si se lo habría imaginado, pues no cabía duda de que había sido real.
Dudó antes de golpearla con el puño, dos veces seguidas. Si el vecino de al lado estaba intentando hablar con ella, repetiría la secuencia.
Un par de segundos después, ahí estaban. Dos golpes, de idéntica cadencia a los suyos. Vera rio.
—¡Hola, vecino! —gritó, con la boca prácticamente pegada a la pared.
Con una media sonrisa dibujada en el rostro, se quedó inmóvil y esperó a que la persona que estuviera al otro lado respondiera, pero no escuchó nada.
—Quizás no me haya oído —refunfuñó en voz baja. Abrió la boca para gritar de nuevo, pero en ese momento su madre apareció en el quicio de la puerta.
—¿Qué estás haciendo?
Su hija sonrió mostrando los dientes y señaló la pared.
—Tenemos un vecino. He dado dos golpes y me ha respondido con otros dos.
La madre no compartía el entusiasmo de su hija. Frunció el ceño levemente y dijo:
—Muy bien, pues mañana nos pasaremos a saludarle. Pero ahora no montes jaleo, no quiero que el día que llegamos se quejen de nosotros.
Vera asintió en conformidad, pero cuando su madre salió del cuarto, la sonrisa seguía plasmada en su cara. Dio tres rítmicos golpes y de nuevo recibió la respuesta. Cuando llegó la hora de dormir, fantaseó con que fuera un chico de su edad, con el pelo moreno y los ojos azules como el mar. Alto, pero tampoco demasiado. Delgado, pero tampoco escuálido. Con pecas, o puede que sin ellas.
Consideró mirar en Internet cómo enviar mensajes en Morse, pero sabía que no habría manera de emitir los golpes largos. Además, su receptor no sabría que estaba hablando en Morse, así que, si no conocía el canal, no podía darle una respuesta.
Se durmió pensando en su invisible vecino, y a primera hora de la mañana siguiente, sábado, se despertó con todo el ánimo del mundo para ir a visitarlo. Sus padres, demasiado ocupados haciendo el desayuno, no quisieron acompañarla.
—Espérate un poco, Vera.
No obstante, la chica era demasiado impaciente, así que salió del piso en dirección al bloque adyacente. Habría sido todo más fácil si su pared hubiera estado pegada a la de alguien de su mismo edificio, pero no fue así.
Una vez estuvo frente al portal, se preguntó cómo iba a entrar. Como era lógico, no tenía llave, ni conocía el número del piso inmediato al suyo. Se quedó de pie, mirando absorta la fachada que parecía caerse a pedazos, hasta que, por suerte, una anciana abrió la puerta desde dentro.
Iba cargada con un carro de la compra, y Vera se apresuró en sostenerle la puerta para que pudiera salir sin problema.
—Muchas gracias —le dijo ella, con una sonrisa.
Vera le sonrió a su vez y se coló por el hueco que había quedado abierto. Una vez dentro, subió al segundo piso, ya que el apartamento tenía que estar al mismo nivel que el suyo. Cuando se encontró con las cuatro puertas del segundo nivel, descartó de inmediato las dos de la derecha. Pero aún le quedaban las otras dos. Y no sabía cuál podía ser.
En cualquier otra ocasión, Vera habría dudado, pero tenía demasiadas ganas de hacer amigos en aquella nueva ciudad, y no iba a perder la oportunidad ahora. Así que llamó al timbre de la primera. En silencio y con el corazón martilleando en sus oídos, esperó a que alguien abriera, pero no oyó un solo ruido. O estaba deshabitada, o sus dueños no estaban en casa en aquel momento.
Llamó entonces a la segunda. Tras un par de minutos, Vera comenzaba a impacientarse, pero al ver al señor mayor que abrió la puerta, comprendió que había necesitado su tiempo. Se desilusionó un poco al no ver a su chico ideal al otro lado.
—Buenos días, señor. Me llamo Vera, mi familia y yo nos acabamos de mudar al bloque de al lado… —comenzó a decir. Su tono de voz fue perdiendo volumen a causa de la timidez, pero el hombre sonrió y la saludó, así que volvió a ganar confianza—. Es que ayer por la noche estuve dando unos golpes en la pared y oí que alguien me contestaba. No sé si fue usted o sus vecinos de aquí al lado.
El hombre frunció el ceño. Era mayor, pero no parecía que tuviera un problema de audición, sino que realmente estaba confundido.
—Yo no he sido. Vivo solo, así que te lo puedo asegurar.
Vera no se preocupó en exceso.
—Oh, entonces debieron ser los de al lado. Disculpe las molestias.
Ya se estaba despidiendo cuando el anciano añadió:
—Ahí no vive nadie, señorita. La pareja que ocupaba la casa hace tiempo que se marchó.
La chica imitó el ceño fruncido del hombre.
—Pues… Escuché golpes, lo juro.
Él se encogió de hombros.
—Solo sé que discutían mucho, lo sé porque los oía gritarse constantemente. Una pareja muy extraña. Creo que él la pegaba —añadió, en voz más baja—. No sé si se acabaron divorciando, el caso es que un día estaban aquí y al siguiente se esfumaron, como si huyeran del lugar. Nadie vive ahí desde entonces.
Vera no quiso robarle más tiempo al hombre, así que le dio las gracias y se fue con el paso más rápido que con el que había llegado. Pero, en cuanto regresó a casa, repitió los toques en la pared y alguien los volvió a imitar. El anciano debía estar equivocado.
Le comentó el tema a sus padres, pero no le hicieron mucho caso.
—El hombre tendrá un perro, será eso lo que oíste.
Pero Vera sabía que no era posible. Para más inri, el olor a perro es muy característico, y Vera lo habría olido cuando abrió la puerta. No, no podía ser eso.
Probablemente, los vecinos no le habrían abierto la puerta al temer una posible visita indeseada. Así que, cuando sus padres se echaron a dormir la siesta, ella volvió a salir de la casa.
No pudo creer lo afortunada que fue al ver al cartero salir del portal. Con un grito, le pidió que le sostuviera la puerta. Llegó resollando y le dio las gracias al amable hombre, que siguió su camino. Vera entonces fijó la mirada en los buzones: no había correo para el 2ºB. Pero al dar un paso adelante, notó que algo metálico brillaba desde su interior.
Se aseguró de que nadie venía y metió la mano, no sin dificultad, en el agujero del correo. Después de unos angustiosos minutos en los que creyó que perdería la mano, consiguió sacarla, con una llave entre los dedos. ¿Quién dejaría una llave en el buzón?
No le dio buena espina, pero subió las escaleras de todos modos. Había muy poca probabilidad de que se tratara de la llave del piso, se dijo. No obstante, en cuanto introdujo el objeto en la cerradura del apartamento en cuestión, escuchó un clic. Ante sus asombrados ojos, la puerta se abrió.
De inmediato, sintió miedo de que los dueños que estuvieran dentro la vieran abriendo su casa con una llave, pero pronto se dio cuenta de que el anciano tenía razón; el piso no estaba amueblado en absoluto.
El olor a humedad y a cerrado la sacudieron con tanta fuerza que tuvo que taparse la nariz con la mano. Aun así, se sintió segura porque, gracias a las numerosas series que había visto, si hubiera un cadáver cerca, su nariz lo sabría. Se encontró rodeada de penumbras, a excepción de una ventana que habían olvidado tapiar por completo y que dejaba pasar algo de luz.
El corazón de Vera se aceleró, aunque sus pies siguieron adelante. Dejó la puerta abierta. Su cerebro le gritaba que saliera corriendo, pero su curiosidad era mayor: ella había escuchado los golpes y debía averiguar de qué se trataba. Sus pasos resonaron en la soledad del apartamento mientras avanzaba con miedo por el pasillo. Comprobaría la pared semiiluminada por la luz del sol, aquella que tenía enfrente, y se iría. Estaba casi segura de que tenía que ser la estancia adyacente a su cuarto.
Puso especial hincapié en mirar si había alguien en las demás habitaciones pero, a juzgar por el reinante silencio, no parecía tener compañía. En cuanto llegó a la pared, vio que el papel decorativo que la cubría se caía a pedazos. Sus ojos dieron con una cucaracha cercana y sus ganas de salir de ahí alcanzaron niveles estratosféricos.
Cogió el móvil y llamó a su madre.
—Mamá, quiero que vayas a mi habitación y estés atenta por si escuchas algún golpe.
—¿Vera? ¿Dónde estás? —oyó que decía la adormilada voz de su madre, a la que acababa de despertar de la siesta. La chica volvió a echar un vistazo a la casa abandonada, con un miedo creciente.
—Haz lo que te digo, ¿vale? Ve a mi cuarto.
Oyó que su madre se quejaba por lo bajo y se ponía a caminar, pero sus nervios estaban más centrados en su entorno más cercano. Al menos, si le ocurría algo, su madre se enteraría en directo.
—Ya estoy aquí.
Vera asintió, aunque su madre no podía verla, y alzó el puño, dubitativa. La cucaracha se movió, alertando a la chica. Finalmente, dio tres golpes a la pared, que se le antojó hueca. Vera dio un par de pasos atrás, atenazada por un súbito mal presentimiento. La puerta del piso se cerró bruscamente a sus espaldas.
Y tres golpes le respondieron desde el interior de la pared.
Rocío Galeote Ramírez
Rocío Galeote Ramírez (Madrid, 2001) estudia actualmente Periodismo bilingüe en la Universidad Carlos III. Desde que era pequeña, sabía que quería hacer de la escritura una profesión. Con trece años ganó un concurso de relatos de la biblioteca de su barrio, con una historia de viajes en el tiempo y el 11-S, y eso fue lo que impulsó su pasión. Aunque está especializada en la lectura y escritura de fantasía y ciencia ficción, actualmente explora más géneros, como el terror y el misterio, ambos presentes en la novela en la que está trabajando. En Wattpad se pueden encontrar tres de sus historias terminadas.
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