Lo despertaron los olores, nunca los había percibido con tanta intensidad: la ropa limpia, la ropa sucia, la humedad que se había filtrado bajo la ventana, los olores del jabón, la laca, los perfumes y la orina que entraban mezclados desde el baño. Todo desprendía olor, había olores que ni siquiera reconocía. Lo despertaron los olores y supo que algo no iba bien.
Al abrir los ojos, lo primero que vio fue su nariz, enorme y… ¿peluda? Se incorporó asustado. Tenía que ser una pesadilla, estaba cubierto de pelo y sus manos no eran manos. Volvió a tumbarse y cerró los ojos con la esperanza de despertarse, pero los olores seguían llegando con la misma fuerza. A ellos se unieron los ruidos. Se dio cuenta que el roce de las sábanas, el tic-tac del reloj o incluso los ruidos del exterior los oía exageradamente fuertes. De pronto lo sintió, sin verlo supo lo que era y el miedo le hizo gritar y saltar de la cama. Un rabo, tenía rabo. Aterrado, corrió al baño para mirarse al espejo.
No podía ser. Lo habían drogado o se había vuelto loco. Delante del espejo había una repugnante rata gigante.
«¡Dios!» ¿Se había convertido en rata de verdad? No quedaba nada de humano en su reflejo. Incluso había corrido hasta el baño a cuatro patas; de hecho, sus brazos ahora eran las patas delanteras de un inmenso roedor. Ahí estaba, mirando al espejo, oliendo y oyendo todo, pero sin embargo no conseguía ver con demasiada claridad, le faltaba color y nitidez a todo lo que miraba. Intentó frotarse los ojos, pero se estremeció de arriba abajo. En el intento, se tocó los bigotes y le produjeron una sensación nueva e inexplicable. Era todo demasiado real para ser un sueño o una alucinación.
El pánico comenzó a apoderarse de él. Apoyado en el lavabo, cayó en algo que con el miedo había pasado por alto. Cuando gritó no oyó su voz, sino un desagradable chillido. Intentó hablar en voz alta, pero de nuevo el chillido. Se alegró de vivir solo. Hacía pocos meses que se había ido de la casa de sus padres. ¿Qué hubiese pasado si aún estuviera allí? No pudo evitar imaginarse la situación. Su madre gritando de terror y cayendo desmayada al verlo, su padre intentando mantener la calma junto a ella para protegerla y él intentando decirles que no se asustaran, que era su hijo, pero por supuesto provocándoles más terror con ese chillido. Movió la cabeza intentando sacudirse ese pensamiento.
Después de un rato, empezó a preguntarse cómo había podido ocurrir, cómo podía haberse convertido durante la noche sin haberse dado cuenta. Supuestamente, según había visto tantas veces en el cine, debería sufrir un dolor horrible durante la transformación, ¿Lo había sufrido, pero no lo recordaba? Aunque también se suponía que los hombres lobo y demás no existían. Definitivamente deliraba. Volvió a la habitación para ver si veía algo fuera de lo normal. La cama estaba destrozada, se había convertido en un amasijo de tela y esponja. Su pijama también estaba hecho harapos.
Intentó tranquilizarse y pensar qué hacer. Volvió a salir de la habitación, fue hasta la sala de estar y allí le llegaron desde la cocina una infinidad de olores que le despertaron un apetito voraz. Sin apenas darse cuenta, se encontró olisqueando los platos y los cubiertos de la noche anterior en el fregadero.
Levantó la cabeza y miró por la ventana que estaba justo encima del fregadero. Acababa de amanecer. Le extrañó que en la calle no hubiese ningún movimiento. No había nadie. Nada rompía en ese momento la quietud del alba.
De repente, vio movimiento en la casa de un vecino que vivía en frente, dos casas más a la izquierda. Se estaba abriendo la puerta.
Confundido y aliviado, descubrió que él no era el único.
Otra enorme rata salía por la puerta, y mirando a todas partes, caminaba despacio hasta pararse en medio de la calle. Por un momento pareció haberlo visto a él. Miraba fijamente hacia la ventana cuando algo, acompañado de un ruido fuerte y seco, impactó en su lomo. Asustada, intentó correr de nuevo hacia su casa, pero sus pasos se volvieron lentos e inseguros y antes de llegar a la acera cayó hacia el lado desplomada.
El pánico lo dejó paralizado. ¿Le habían disparado? Escuchó el motor de un vehículo. Un camión, al parecer del ejército, llegó marcha atrás y se detuvo a pocos metros de ella. Salieron de él varias personas, algunas armadas, apuntaron hacia el cuerpo que permanecía inmóvil, otras apuntaron hacia la puerta abierta del vecino y hacia su casa y dos con una especie de camilla se fueron acercando con cuidado a la rata. Todas llevaban lo que a él le parecieron trajes espaciales.
Se agachó por miedo a que lo descubrieran. ¿Por qué apuntaban también hacia su casa? ¿Era posible que supiesen que él también era una rata? Corrió al dormitorio y saltó sobre la cama acurrucándose desesperado. Estaba seguro de que vendrían a por él, entrarían y le dispararían igual que a la otra. Aunque le serviría de poco si llegaban a entrar, la cama le dio cierta tranquilidad.
Estuvo allí sin mover un solo pelo del bigote hasta que cesaron los ruidos de fuera. El miedo a que entraran se fue disipando y el hambre, que volvió con más fuerza aún, lo hizo levantarse de la cama. Fue hasta la cocina caminando con precaución, intentando no hacer el más mínimo ruido; podían estar fuera esperando para entrar en cualquier momento. Nervioso, se asomó de nuevo por la ventana. No se veía a nadie, la rata, el camión y los que se bajaron de él habían desaparecido. La casa del vecino estaba cerrada y precintada, miró a las demás. Estaban totalmente cerradas, pero sin precintar.
Más tranquilo, se apartó de la ventana y se acercó a la nevera, le costó bastante abrirla, estaba claro que abrir puertas no era una de sus nuevas habilidades. Al momento maldijo no ser más previsor, apenas había un bote de leche, algo de embutido y un poco de verdura. Una punzada de nostalgia lo entristeció acordándose de la nevera siempre atestada de sus padres, de los platos rebosantes que le ponía su madre y de su preocupación para que nunca se quedara con hambre. Se sintió fatal, para su vergüenza había necesitado despertarse convertido en una asquerosa rata y encontrarse la nevera vacía para echarlos de menos. Llevaba semanas sin ir a verlos, su madre lo llamaba mucho para preocuparse por él. La pobre seguramente se quedaba siempre con ganas de decirle que fuera a verlos de vez en cuando, que llevaba demasiado tiempo sin preocuparse por ellos y se merecían al menos eso. ¿Cómo podía ser tan desagradecido? A partir de ahora iría a visitarlos más a menudo.
Ahí frente a la nevera, hambriento y aterrado, sin poder buscar ayuda ni compañía aunque quisiese, se sintió más solo que nunca.
De pronto se dio cuenta de algo, la luz de la nevera no se había encendido al abrir la puerta. No estaba funcionando. Fue hacia la entrada y pulsó el interruptor de la cocina, pero la lámpara no se encendió. No había luz en la casa.
Volvió a la nevera y arrojó al suelo lo poco que había dentro, desgarró el bote de leche, bebió lo poco que quedó dentro, el resto terminó lamiéndolo en el suelo y devoró el embutido y las verduras.
Mientras comía, algo empezó a rondarle por la cabeza. ¿Cómo era posible que estuvieran esperando a que el vecino saliera? ¿Cómo podían saberlo? Además, la nevera no guardaba ni el más mínimo frío, la leche estaba agria y la verdura pasada. Volvió a la habitación para confirmar su sospecha. En la mesita de noche estaba su reloj de pulsera. Le costó mucho ver la hora y la fecha que marcaba. 8:27, Saturday 4. ¿Sábado? Lo último que recordaba era haberse acostado con un terrible dolor de cabeza y algo mareado, pero eso fue el martes. ¿Llevaba tres días en la cama?
El hambre volvió a hacer acto de presencia con la misma intensidad, lo de la nevera apenas lo había aliviado un poco. Supo que no aguantaría mucho dentro de la casa.
Se dirigió de nuevo a la cocina, esta vez para saciar la sed que también empezaba a ser insoportable. Se volvió a apoyar en el fregadero, en la calle la misma inquietante quietud. Como pudo, abrió el grifo y arrimó el hocico al chorro para beber, pero apenas pudo sorber un poco. ¿Tampoco había agua? Solo salió la que supuestamente había quedado en la tubería. El grifo que siguió goteando durante unos segundos, con su tintineo contra los platos sucios, como el tic-tac pausado de un viejo reloj, pareció burlarse de él, recordándole que todo era cuestión de tiempo. ¿Qué coño estaba pasando? Estaba claro que no tardaría mucho en tener que salir por la puerta y acabaría igual que el vecino… «de ninguna manera, tendrán que entrar a buscarme».
Golpeó los platos con rabia arrojando uno al suelo, que se hizo añicos. El impacto del plato al romperse le retumbó en los oídos de una forma casi dolorosa. Se asustó, consciente de que aquel ruido podía haber puesto en alerta a los de fuera. Se apartó y se dirigió despacio hacia la puerta principal. Olisqueándola por debajo, pudo oler perfectamente el exterior, hierba, alquitrán, gasóleo, un sinfín de olores de la calle entraban en la casa por los resquicios. Intentó oír cualquier ruido que le indicara que había alguien cerca, pero nada, apenas oía las ramas de los árboles mecidas por el viento. Retrocedió un poco y se quedó mirándola, con el temor de que se abriera en cualquier momento, pero a su vez con unas ganas increíbles de abrirla él mismo y salir corriendo. ¿Podría huir de allí? ¿Tendría posibilidad de cruzar a la otra calle sin ser alcanzado? ¿Le serviría de algo o estarían esperando también al otro lado?
Frente a la puerta, debatiéndose desesperado, le vino un recuerdo de la infancia: el día que se coló una rata en la despensa de la cocina de sus padres. Él era muy pequeño, pero recordó los gritos de la madre y la odisea que pasó el padre para dar con el animal; colocó trampas por toda la casa, la buscó durante días pero nunca la encontró. Supusieron que debió escapar sin ser vista. Durante mucho tiempo la puerta de la despensa le provocó verdadero pánico. Ironías de la vida, ahí estaba ahora, mirando otra puerta, quieto y muerto de miedo también, pero con una sensible diferencia.
Desde aquel día no faltó en su casa veneno para ratas, cucarachas y todo tipo de insectos; convirtieron uno de los muebles de la cocina en un verdadero arsenal anti-bichos.
Se acordó de las cosas supuestamente indispensables para un hogar que la madre le entregó en una bolsa el día que se marchó de su casa. Se fue a la despensa y allí estaba, en una balda de la estantería junto a un par de botes anti mosquitos, el veneno de rata. Se estremeció al ver el dibujo de una rata con una equis roja encima. Arrojó la caja al suelo y ayudándose de las patas delanteras la agarró con la boca y se la llevó a su habitación dejándola al pie de la cama. No podía estar seguro de que lo que le impactó al vecino no fuese un dardo con los que dormían a los animales peligrosos, y ni la idea de ser cazado como un conejo ni la de convertirse en rata de laboratorio le atraían demasiado. Esa caja le ofrecía al menos otra opción.
¿Ruido fuera? Escuchó movimiento cerca de la puerta. Se maldijo por haber golpeado los platos. Volvió a acurrucarse en la cama y hundió la cabeza entre las patas delanteras esperando oír la puerta abrirse en cualquier momento. Estaban fuera, oía perfectamente cómo murmuraban entre ellos. ¿Qué harían con él si entraban? ¿Lo matarían? Tal vez fuera lo mejor. ¿Cómo podría vivir así? Resignado, mientras esperaba que entraran a por él de una vez por todas, se fue tranquilizando hasta perder la noción del tiempo.
Volvió a la realidad al notar de nuevo el silencio. ¿Se había dormido? ¿Cuánto tiempo había pasado? El ruido de fuera había cesado por completo. O bien se habían ido o estaban preparados para entrar, pero pasaban los minutos y nada. Permanecía acurrucado en la cama, donde se sentía increíblemente más seguro y tranquilo, dejando pasar el tiempo con la esperanza de que, de alguna manera, todo volviera a la normalidad, de que todo eso no fuera más que una terrible pesadilla, deseando levantarse angustiado y aliviado a partes iguales al descubrir que todo era un mal sueño; desayunaría, se ducharía e iría a ver a sus padres que seguro se alegrarían mucho de verlo. Sus padres, de nuevo se acordó de ellos. ¿Estarían bien o les habría pasado lo mismo? «Ojalá estén bien». ¿Sabrían ellos que estaban esperando que su hijo saliese de su casa convertido en rata? Pobrecitos, lo que podían estar sufriendo.
Saltó de la cama y fue hacia la sala de estar casi corriendo, sin prestar atención a la puerta de entrada y sin importarle si había alguien fuera que pudiera escucharlo. Se dirigió hacia una estantería colgada en la pared donde tenía un cuadro con una foto de él con sus padres. La tomaron a la salida de un parque de atracciones, al que lo llevaron cuando cumplió doce años. Ese cuadro también iba en la bolsa, con las cosas supuestamente indispensables para el hogar, que le entregó la madre. Se incorporó sobre las patas traseras para verlo de cerca, pero al apoyarse en la estantería la descolgó de un lado y el cuadro acabó en el suelo con el cristal roto junto a unos cuantos libros. Lo cogió como había cogido la caja de veneno, ayudándose de las patas delanteras, pero al agarrarlo se clavó uno de los trozos de cristal en el cielo de la boca. Chillando de dolor y desesperado intentó quitárselo, pero acabó partiéndolo y dejándose un trozo clavado. El dolor era insoportable y comenzó a sangrar en abundancia. La sangre terminó manchando el cuadro que había caído de nuevo. Buscó algo con lo que ayudar a cortar la hemorragia, se acercó al sofá y probó mordiendo un cojín. Le produjo otra punzada de dolor, pero al menos aguantaría un poco la sangre.
Volvió a la cama con el cojín en la boca a esperar que la herida dejara de sangrar. El hambre, la sed y ahora el dolor le estaban volviendo loco y allí se calmaría.
Estuvo esperando otro largo rato refugiándose en los recuerdos, recuerdos que siempre terminaban llevándolo a sus padres, y es que realmente solo los tenía a ellos. Era algo de lo que no podía culpar a nadie, él era el único responsable de haberse convertido en una persona tan solitaria. Su forma de ser tan tímida y reservada era incompatible con cualquier amistad o relación íntima. De hecho, si intentara escapar de allí y lo consiguiera no sabría a dónde ir si no era a casa de sus padres, no tenía ningún amigo, ni siquiera ningún conocido con la suficiente confianza para ir a pedirle ayuda.
Se incorporó otra vez, el movimiento despertó el dolor de la boca, tenía la sensación de que el cristal le atravesaba el cráneo. Soltó el cojín con cuidado, comprobó que había dejado de sangrar y de nuevo se fue hacia la puerta. Tenía que salir de allí. Era la única oportunidad de intentar arreglar aquello por él mismo, no sabía que harían con él si lo atrapaban y prefería no saberlo. Solo tenía que correr como alma que lleva el diablo y cruzar la calle. Podían estar esperándolo al otro lado, pero la única forma de averiguarlo era precisamente ir hasta allí, y el hambre y la sed no le estaban dejando otra salida. Delante de la puerta, intentó decidir qué haría si tuviera la suerte de llegar a la otra calle. ¿Iría a casa de sus padres o huiría a las afueras de la ciudad? Para salir de la ciudad solo tenía que cruzar dos manzanas, con algo de suerte podría conseguirlo. Allí buscaría comida y tendría más tiempo para pensar en todo, pero también podía intentar llegar a casa de sus padres. Parecía más arriesgado, pero si llegaba y ellos sabían, que él creía que sí, que su hijo se había transformado en una rata, seguro que lo ayudarían y allí estaría más seguro que en ningún sitio… Eso haría.
Se dirigió a la sala de estar y con mucha precaución volvió a coger la foto que ahora estaba, además de rota, manchada de sangre. Agarrarla con la boca le resultó casi insoportable, la herida le dolía terriblemente, pero tenía que cogerla, si aparecía con la foto sería más fácil que ellos supiesen que era él.
El corazón le latía de nuevo con fuerza mientras se acercaba despacio a la puerta. Aguzó los sentidos para asegurarse de que no había nadie cerca en ese momento. «Tengo que hacerlo». Se incorporó sobre las patas traseras apoyando las delanteras en la pared, justo al lado de la puerta. Acercó despacio una pata y agarró la maneta, (se alegró de no tener la costumbre de echar la llavera), poco a poco con mucho cuidado la fue bajando hasta escuchar cómo se abría. Despacio, tiró hacía dentro, los olores entraron con muchas más intensidad. El hambre, la sed y el dolor parecían gritarle, «abre y corre, abre y corre…». Abrió la puerta lo suficiente y volvió a colocarse a cuatro patas, preparado para salir, cada movimiento que hacía le producía una punzada de dolor en la boca, no sabía si podría correr con el cuadro, pero por nada del mundo lo soltaría. Correría pillándolos por sorpresa y para cuando reaccionaran estaría ya al otro lado a salvo. El sol estaba detrás de él, eso significaba que pronto anochecería. ¿Tanto tiempo había estado en la cama? Que el sol estuviera detrás le ayudaba a ver mejor al frente. Justo en el momento en que iba a echar a correr vio algo moverse al otro lado. Detrás, entre las casas que tenía enfrente, justo adonde pensaba dirigirse, había alguien.
Desilusionado, cerró la puerta y con ella la única vía de escape, seguramente estaba rodeado. Cómo podía haber pensado que iban a dejarlo salir tan fácilmente. Chilló desesperado sin importarle que lo oyeran. El cuadro volvió a caer al suelo y la herida comenzó a sangrarle de nuevo. Permaneció quieto mirando la foto, sangrando y llorando. Después de un rato levantó la cabeza y miró hacía la cocina, hacia la sala de estar y luego volvió a mirar al cuadro. «Os quiero».
Derribaron la puerta al amanecer y entraron, eran cuatro, llevaban los mismos trajes e iban armados.
—Despacio y cuidado. Esto parece sangre, podría estar herido y puede ser peligroso —dijo el que estaba al mando, señalando la sangre del suelo.
—Sargento, esto acojona de verdad.
—Atento. Parece que no hay movimiento, no se fíen. No sabemos cómo puede reaccionar. Ustedes dos quédense aquí en la puerta. Que no salga por nada del mundo —ordenó a dos de ellos, que se posicionaron inmediatamente delante de la puerta.
Desde la entrada se veía perfectamente la cocina. Estaba completamente vacía, por el suelo un bote de leche rasgado delante de la nevera y restos de vajilla cerca del fregadero.
—Cocina limpia.
Caminaron hacia la sala de estar. Una estantería colgaba de un lado, debajo libros esparcidos y manchados de sangre, la sangre iba hasta el sofá y hacia el pasillo.
—Sala de estar limpia. Vamos hacia dentro.
El sargento y el que había hecho el comentario se dirigieron hacia el fondo siguiendo el rastro de sangre.
—La sangre sigue hacia el fondo y parece que entra en esa habitación. Cuidado. —Caminaban despacio, conteniendo la respiración. Podía atacar en cualquier momento y no darles tiempo a disparar—. Aquí está. —La encontraron tumbada en la cama.
—Ostia. ¿Está dormida?
—Lo dudo mucho. Mira. —Al pie de la cama había una caja de veneno de rata, vacía.
—¿Se ha suicidado? Qué considerada. ¿Qué hacemos con ella, sargento? ¿La llevamos al castillo también?
—No. Primero nos aseguraremos de que está muerta, y si es así irá directa a la incineradora, ya sabemos todo lo que teníamos que saber.
—Todavía no sé porqué le llamamos castillo.
—El comandante ha querido sumarse al homenaje a Kafka.
—Ah, ostia, es verdad, la maldición de Kafka le han llamado a todo esto. Todos hablan de lo mismo, ese que escribió lo del tío que se convierte en mosca, ¿no?
—En mosca no, en bicho. Y sí, los periodistas suelen ser muy ingeniosos poniendo nombres.
—Mosca o bicho es casi igual… bueno, ¿y qué tiene que ver un castillo con un bicho?
—Es algo sobre otro libro suyo, pero ni idea.
—Total, ya me enteraré.
—¿Tú? Lo dudo —dijo el jefe, sonriendo—. Asegúrense de que está muerta —ordenó a los otros dos que llegaban en ese momento—, y vayan al camión por la camilla. Que en veinte minutos esté todo preparado para la limpieza, que esta era la última.
—Está muerta, Señor —comentó uno de los que se acercaron a comprobarlo—. Mire lo que tenía entre las patas.
—¿Qué es? —El sargento se acercó para verlo.
—Un cuadro con una foto familiar, seguramente sea él de niño con sus padres. Debió sentirse solo… Sargento, la sangre parece proceder de la boca, ha sangrado mucho.
—El veneno pudo producirle una hemorragia, pero bueno, ya da igual.
—Qué pena —dijo el que acompañaba al sargento.
—Tomarse el veneno es lo mejor que ha podido hacer.
—Me refería a este barrio. Es una pena que acabe convertido en escombro y ceniza.
— ¿Tú te vendrías a vivir aquí?
—Qué va, ni de coña. Aquí ya no querrán vivir ni las ratas.
Cecilio Gamaza
Cecilio Gamaza Hinojo, (Medina Sidonia, Cádiz. 1978). Apasionado del relato corto, de los que tiene escritos una buena colección de diferentes géneros. Ha publicado el recopilatorio “La maldición de Kafka” y un pequeño libro con el relato largo "El payaso". Ha participado en varias antologías como “ 14 cajas sin cierre”, y ha colaborado en varias webs y revistas.