La caja de Pandora: Feria, la luz más oscura

por Lorena Escobar de la Cruz

La complejidad del ser humano es inabarcable. Las relaciones personales, la visión de la vida y la muerte, la conciencia, la subconsciencia, los deseos más banales y primitivos forman parte de un complicado engranaje que intenta mantener un tenso, tensísimo equilibrio, entre mente y cuerpo, entre cuerpo y alma, entre alma… y un buen puñado de fantasmas de los que no podemos desprendernos.

La mortalidad es un asco, y no es un asco por el hecho de morir, parte natural y necesaria del ciclo biológico, sino porque vivimos muchas muertes antes de padecer la natural, la visita de la parca, la luz al final del jodido túnel, ese sueño infinito que siempre ha traído demasiadas preguntas sin respuesta. Morimos en desamores y en infinitos, morimos de decepciones, morimos de daños, de ausencias, de batallas interminables que algunas veces salimos a buscar y otras nos tocan la puerta en una visita inesperada. Morimos cuando vemos morir a los que amamos y, en cierta manera, algo nuestro muere incluso en las experiencias más felices; muere algo de ti cuando creas otra vida, muere algo de ti cuando te trasladas, te casas o te descasas, te vas a la cama con un desconocido o te levantas con la misma persona mañana tras mañana. Morimos al despedirnos y al llegar a un sitio distinto. Todo es un vínculo indivisible que se repite constantemente y que alcanza, convirtiendo por una vez a todos los habitantes de este planeta en uno solo, a las fases inevitables y repetitivas de cada vida: nacer, amar, enfermar, morir.

 Nacer, amar, enfermar, morir. ¿Y si te dijesen que hay un lugar donde nos ahorramos esa parte del viaje? ¿Y si esta vida es un sueño, una fase REM de la que podríamos llegar a escapar? Con esa premisa capta a sus adeptos el Culto de la Luz, la columna vertebral de la última serie que me he zampado de Netflix, y esta vez me he visto una española, que los coreanos ya me estaban dejando bastante trauma. Feria: la luz más oscura, se estrenó en el gigante el pasado mes de enero, y prometía ser una apuesta segura, fruto de Carlos Montero, (Élite) y Agustín Martínez (La caza, Monteperdido) y con un argumento que gira en torno al thriller sobrenatural, al terror, al suspense, a lo místico y lo terrenal asentado en un pueblo andaluz que navega en un mar de incertidumbres de la década de los noventa.

El argumento no es que sea una oda a la originalidad: un pueblo pequeño en el que durante la noche de San Juan se produce, por culpa de una secta, el suicidio (¿asesinato?) de veintitrés personas. A partir de ese momento comienzan la investigación criminal, los interrogatorios, las intrigas, las incertidumbres. Sin embargo, lo que han conseguido los creadores de Feria es elaborar con bastante mimo y eficacia una atmósfera de oscuridad constante, de forma que conforme avancen las pesquisas el espectador vaya sintiendo una especie de claustrofobia, una necesidad imperiosa de pedir cierto tiempo muerto en la siniestra ambientación. Y es que ese es precisamente el gran acierto de la serie: las imágenes, los sonidos, la perturbadora languidez que se posa en todos los habitantes del pequeño pueblo, el sufrimiento incesante de las dos hermanas protagonistas que se va metiendo en la piel (como se van metiendo otras cosas) y va dejando, como la tinta de un tatuaje sin forma, una casi desagradable sensación de suciedad.

Tiene algunas escenas realmente impactantes (el agua teñida de rojo, el culto, ciertos actos que cometen algunos de los personajes) que se empiezan a ver un poco deslucidas por una trama que se pierde cuando trata de llegar a lo que se convierte en el punto flaco de la producción: no se puede conectar con las dos protagonistas. Eva y Sofía, las hijas de los principales sospechosos de dirigir el Culto de la Luz en Feria, pretendían ser ese punto conector con la emoción del espectador, pues resulta una parte fundamental del argumento: la evolución de la relación entre ellas mientras son consideradas unas apestadas por parte del pueblo y mientras la secta intenta captar a Sofía, una secta que resulta ser una mezcla de elementos mitológicos, religiosos y realistas, de esas de peña en pelotas, que acaba teniendo tantos componentes juntos que al final hace que te explote un poco la cabeza y no sepas si estás viendo una versión chunga de Ángeles y Demonios o una adaptación medio gore de los bodrios de Esteso y Pajares (¿de verdad era necesario tanta teta junta?).

Como decía, Eva y Sofía, sin hacer las dos actrices un mal trabajo, no llegan a emocionar con la fuerza con la que deberían hacerlo para equilibrar la serie. Del mismo modo que la investigación a ratos se queda un poco coja —pese a la excepcional interpretación de Isak Ferriz en el papel del inspector Guillén—, como si necesitase estar ahí casi de paquete, mientras va explotando por otro lado todo lo relacionado con la secta, desde una de sus líderes, Blanca, (Ángela Cremonte, la actriz que hace de esta chalada, levanta ella sola el peso de toda la serie, magnífica) hasta las “cositas” a las que se ven obligados a hacer otros personajes de la serie, amigos y amigas, novietes y novietas de las hermanas protagonistas, en lo que se muestra como el aspecto más espectacular y logrado de la producción. Como logrado es el desarrollo de la fe a lo largo de los capítulos: ¿el Culto de la Luz tiene alguna base real, o son solo un grupo de lunáticos? ¿Existe realmente una salida a esta parte oscura de la representación a la que llamamos vida? Cuando el inspector debe enfrentarse a los distintos testimonios, esa eterna lucha entre el bien y el mal comienza a manifestarse, tambaleando sus cimientos y los de los que lo rodean, susurrando preguntas, respondiendo dudas y preñando a todos y cada uno de los protagonistas con el veneno incoloro de la dura realidad.

En definitiva, una serie que es la mezcla de muchas cosas distintas, un costumbrismo místico, un thriller sobrenatural, una fantasía oscura, un drama siniestro, algo que podía haber salido maravillosamente bien pero que da la sensación de que se queda a medio camino, como si después de un mes planeando una caminata pierdes la fuerza y el aliento en el primer kilómetro. No sé bien lo que falla y por eso la serie me ha dejado una sensación extraña, como esos postres que te pides pensando que van a ser la hostia y terminan siendo un dulce más, algo que te deja cinco minutos de buen sabor de boca y un día entero de remordimientos calóricos.

Aunque, todo hay que decirlo, mataría por visitar ese pueblo repleto de fantasmas con mala hostia. Recorrer sus tortuosas calles y llegar a la mina donde comienza todo, que lo ve todo, que lo oculta todo, que lo transforma y lo maldice todo. 

Plantearme toda mi vida en tan solo un suspiro y después dar media vuelta y recorrer el camino a la inversa para buscar un bar donde puedan servirme bebida y tapa, conversación intrascendente, alguna sonrisa, alguna promesa, por qué no, una luna llena en un San Juan que será igual, pero distinto, del que pueda vivir, o no, el año que viene.

Nacer, amar, enfermar y morir.

Tampoco parece tan mal plan. De todas formas… no tenemos otro. 

2 comentarios

Daniel Aragonés julio 15, 2022 - 11:34 am

Muy reflexivo. Seguro que está mejor tu texto que la serie. Felicidades.

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FRANKY julio 16, 2022 - 8:13 am

Y seguro que la bebida es martini y la tapa otro martini.

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