Tengo hoy el placer de presentar un relato muy especial por la historia que llevó a su concepción. Su autor, Román Sanz Mouta, tenía por delante un largo viaje en tren. Para divertirse y, al mismo tiempo, hacer algo productivo, ideó una “tormenta de ideas” en twitter, pidiendo a todo aquel que quisiera prestarse a que le enviara ideas, conceptos o frases sueltas para introducirlas en un relato que tuviera cierta coherencia y que sería escrito en el tiempo que duraba el viaje. Aquí podéis leer el tuit y las numerosas respuestas que recibió, y que compusieron un desafío a priori muy difícil de abordar. Pero Román, con su particular estilo de narración y un gran derroche de talento, perpetró el texto que leeréis a continuación y que, ya os lo adelanto, supone una delirante y genial odisea que, de alguna manera, es todo un canto al proceso creativo y la imaginación. Espero que lo disfrutéis tanto como yo.
VIVIR Y MORIR A BORDO
La noche está rota.
El sexagenario exdetective desconfía; siempre lo hace fuera de su entorno. Incluso abandonada su profesión por forzosa jubilación, sus ojos son aviesos y avizores, entrenados. Pero nada tiene que detectar. Transita solo en este coche de cabecera, sin saber cómo acabó en esta travesía experimental. Aburrido y cargado por el diablo. Esa soledad no le tranquiliza. Y la montura que supone el novedoso medio de transporte, menos aún.
Una entidad viva, oruga quiere creer y algo parecido le han contado al mundo, que cimbrea por vías inexistentes de su propio limo, avanzando imparable. Que rezuma fluidos, parecidos en olor y densidad a la leche cortada, por las paredes internas y externas; efluvios ligeros. Que parece bajo control.
Parece.
Es durante ese sosiego de velocidad cuando el antaño policía escucha un alarido desde la puerta cerrada que da al vagón número dos.
Un hombre grita.
Arroja ambas cosas lejos, por instinto.
Ahora aúlla viendo cómo las paredes se comprimen y expanden. Bamboleándose en un ataúd de carne en movimiento.
Declama incoherencia sin entender nada.
La música ahoga los alaridos del coche contiguo. Todos los pasajeros bailan de manera más intuitiva que improvisada, arrastrados por sus cuerpos. Ante el canto de esta parte especial del tren, por donde se derraman sus cuerdas vocales.
Los conocidos y desconocidos se mueven a ritmo desenfrenado tema tras tema, en constante cambio.
El simposio de geólogos nunca se vio en una igual, meneando sus venerables e ilustradas caderas y dando lustre a sus largas barbas.
El sonador de trompetas desafinadas y tubos de escape manipulados, ducho en música pero lego en danza, se enroca y arrincona primero, para arrancarse el último, mecido por la balada. Discreto.
El círculo de señoras no tan mayores se convierte en estrellas del musical, imponiendo una coreografía bizarra y antianatómica.
Este es el vagón de las sinfonías y de los grupúsculos casuales, aunque sean individuales con uno mismo, que siempre está bien conocerse y reconocerse.
Aunque al disfrute sensorial le queda poco reloj, porque la música, en inesperada alteración de tono, deviene en tétrica, sin que ello altere la pantomima.
Las y los aletargados duermen diagonales. En absoluto reposo. Paz comprada. Casi huecos dentro de un sueño transgénico. El tren vivo, e inoculador de sosiegos, no desaprovecha esa oportunidad e incrementa su conexión con los yacentes por curiosidad benigna. Y absorbe sus ideas y pensamientos. Su historia comunal sesgada, mutilada. Su pasado y seguro futuro. Aprende y aprehende. Sin conocer que hay un loco aquí cuya influencia puede alterar su pulso y su curso en una simbiosis violenta.
Que se revela en un espasmo ventricular.
Que ya cambia su trayectoria saliendo de mapas.
El maquinista intenta retomar un control que nunca tuvo, ya que su función es supervisar y aconsejar a la bestia oruga de transporte.
Pero es incapaz. La criatura no escucha. Sus constantes vitales han cambiado. Su comunicación solo expresa dolor, tan infinito como infame.
Descarga la serpiente de vagonetas brutales latigazos para desembarazarse de tal suplicio, sin éxito. Acalambrando su cuerpo compuesto.
La cucaracha chofer, con el gorro que demarca su puesto preferente, susurra al cerebro posterior del tren vivo, lo invita a calmarse, a retomar el rumbo.
Le promete que todo saldrá bien, que podrá sumergirse de nuevo en su hogar intrarocas, mientras envía a sus hermanas por los conductos y arterias hasta cada órgano del ser para diagnosticar dónde está el problema. Para solventarlo y sanarlo.
Las palabras funcionan a medias. El tren detiene sus convulsiones pero no se calma.
Y empieza a vomitar pulpos parásitos por cada orificio lavabo reciclado para ese y más usos varios.
Con un movimiento imprevisible, el coche ha levitado al detective de pared a pared rugosa, haciendo volar su ostentosa peluca.
Un golpe estimable.
El mobiliario del coche, empotrado y adosado, orgánico, se deforma y repliega hasta ser asimilado por las paredes, quedando diáfana la rectangular sala.
Empieza el anciano a reincorporarse con prudencia adaptándose a esas nuevas costumbres del peculiar vehículo.
«Tenía que pasar. En mi viaje. ¡Cómo no! Por el ansia de ser el primero. Por confiar en mi olfato. Solo se me ocurre a mí…».
Espera agarrado y agazapado un segundo arrebato de furia que no llega. Como tampoco se detuvieron los gritos en el otro vagón.
Su determinación sigue vigente al antojo de su equilibrio.
Avanza cauto y abre la puerta.
El hombre desnudo y aterrado ha sido, además, vapuleado. Puesto en una coctelera gigante para botar y rebotar.
Su garganta sigue siendo emisora unifrecuencia mientras su cuerpo se desgaja contra romos y picos a cada impacto.
Hasta que vuelve la calma. En el aterrizaje. Donde topa nariz a nariz con la cabeza de su amigo ya fallecido, de seguro asesinado. Que guarda entre sus dientes estrujados por ese pánico último un papel plegado y cosido.
Y no detiene el personaje su carrusel sonoro gargantuesco tras revolverse y patear la testa, porque el susto aumenta al irrumpir un desconocido, como lo somos todos unos para otros, por uno de los extremos de este bicho babeante.
La discoteca ha subido su nivel. Se ha convertido en una noria multidireccional donde desaparecen los puntos cardinales y los enfervorecidos pasajeros bailan invertidos, explorando ángulos, sin cordura ni gravedad que los sostenga. Nada más que su inercia de baile.
A la que se abrazan, por perniciosa que se haya tornado la música. Por mucho que sus ojos, napias y oídos emitan sangre a la vez que reciben notas y estímulos.
Son dinamizadores. Artistas.
Nada puede detener su show.
Pero el sonador de trompetas es ajeno al espectáculo. Se enrosca en el suelo. No desea convertirse en partícipe, y mucho menos en parte.
Hay una toxina en este tren. De las muchas que emite. Y están en el proceso de un lentísimo accidente que por desencadenante pronto acabará con todos; él incluido. Lo intuye. Que va mal. Todo a su alrededor va mal. Lo sabe bien porque su vida siempre estuvo abocada y apostada al fracaso.
Se nombra gafe.
Por eso se protege fetal esperando lo peor mientras el cuerpo de baile danza y danza y danza entregado a su esencia armónica.
«El ruido le hace girar la cabeza de golpe, una licuadora se ha encendido, dentro una mezcla espesa gira sin esfuerzo. Al lado, en una bandeja, observa una copa que tiene en su interior lo que parece ser un largo y delgado dedo…».
Una de los soñadores despierta. Alarmada en premonición. No por ese onirismo ligero. Se arranca las sinapsis externas y abandona su estado afín con la oruga transporte.
Ha compartido algo que no debiera. Con ese turista permitido. Y ese saber ha corrompido a la bestia, llenándola de podredumbre por la incomprensión del acto o la misma concepción del mismo.
Se sabe asaltada y culpable a la vez. Mira y no le gusta lo que ve. La distorsión. El reflejo de su mente, esos recovecos ocultos que ahora ya no son privados.
Cierra los ojos y se expande para sentirlo todo. Y el resultado le gusta aún menos.
Sufre.
Padece.
Está infectado. Infestado.
Su inmenso y plano corazón le duele. Se retrasan sístole y diástole.
El intento de reanimación al poner tensión en todos sus músculos no ha funcionado.
Ahora agoniza.
Sabe que llega a su final tras eones, pese a la marabunta de blatódeos que masajean su núcleo en parada.
Necesita luchar contra ello.
No sabe cómo.
Nunca lo necesitó.
Y es culpa de los humanos. Por sacarla de las entrañas del globo con cebos. Por anidar en su curiosidad. Por adornar sus peculiaridades en agasajo.
Así que se rebela del lugar y comparte su congoja por contagio.
El insectoide maquinista, que trabaja azaroso desde su metro de estatura, sigue mostrando su polimultifuncionalidad.
En tranquilizar a la oruga transporte. El tren vivo.
En aleccionar apurando a sus huestes en turba por la recuperación, que no curación.
En buscar planes alternativos que eviten la mayor de las catástrofes para todas las especies que allí confluyen.
La bestia ha sufrido un infarto.
Jamás llegarán a destino.
Y él que también es ella, creada y aumentada exprofeso como nexo, se debe a su misión, aunque tenga idiosincrasia propia. Y merece la libertad que usurpará al final del periplo.
Por ello debe rebajar el dolor de la criatura. Obligarla a soportar. Un poco más tras el anterior y el siguiente poco más.
Salvar a los pasajeros, y a sí misma con sus hordas, antes del seguro, descarrilamiento.
A no ser que el tren, ya demente, los asimile a todos antes, para llevarlos con él.
Por eso el maquinista, con una de sus pinzas, desguaza al pulpo en miniatura, extensión de la oruga transporte, que estaba a punto de atacarlo.
El detective, tan recuperada su peluca como perdida la compostura, zarandea al pobre infeliz desnudo y aturdido demandando respuestas, alternado su mirada de este a la cabeza cortada. Esa cara tan familiar.
―¿Por qué tienes la cabeza de mi hermano mayor? ¿Por qué aparenta los treinta años? ¿Por qué no sigue en la tumba en que lo enterramos hace ya nueve…?
No hay contestación, solo silencio en contrapunto al festival de gritos anterior. Y un hilo musical desde otra puerta más.
Eso no gusta al viejo, que desenfunda su revolver sobaquero.
Que apunta al infeliz.
Que le pone en disyuntiva de verdad o muerte.
Sin que este sepa mudo qué contestar. Preso de la situación no elegida.
Pero la primera bala parida del cañón no vuela con su nombre escrito.
Dos pulpos de tamaño tapa, planeando con sus tentáculos extendidos, se les echaban encima, sin diferenciar acusador o acusado. Con unos filamentos metálicos brotando de sus picos.
El primero cae de certero disparo.
El segundo se posa en el naturista involuntario. Y usa esos pólipos para horadar la carne, en hombros y sien.
El sabueso apunta, nervioso cual cadete.
Los ojos del hombre desnudo lloran sangre.
El proyectil nace y muere, preciso, acabando con el seudópodo, que retrae a la vez sus pedúnculos imitando a los arácnidos.
Se miran los supervivientes. Están juntos en esta guerra.
El joven señala la nota en la boca del muerto. El mayor la arranca con respeto.
El mayor ofrece su gabardina al más joven, que acepta y se cubre, como si importase.
Se recomponen en tregua.
Cogen aire.
Al siguiente compartimento.
Los octópodos de bolsillo ya llevaban tiempo plantados en las nucas de los bailaores y bailaoras, estableciendo su contacto parásito e infecto. Son tumores que el tren vivo ya no puede ni quiere contener.
Solo avanzar sin rumbo hacia parte ninguna. Alcanzar un abismo que le conceda rápido final y no este padecer suspendido en la eternidad. Abandonada la razón estaciones atrás. Pero estamos en el vagón número tres.
La música ya no suena. Ellos y ellas ya no bailan. Se giran como un único ser. Miran vacíos al sonador de trompetas desafinadas y tubos de escape manipulados.
Que retrocede de la jauría antes humana e intenta parapetarse. Pero no hay nada. Desaparecieron todas las comodidades y artificialidades compuestas de la oruga transporte imitando las banalidades del hombre. Escondites cero.
Él se lamenta. Anhelaba consumar su descalabro existencial entrando a formar parte del único club concomitante: personajes desahuciados de la vida. Una secta allende la realidad. Su lugar.
Ahora sabe que no llegará. Esquivando pulpos. Rodeado de geólogos pomposos, patos discotequeros y señoras recargadas.
Se prepara para la acometida. Se despide de nadie.
Y escucha un estallido ensordecedor que reverbera en eco.
«El paisaje que observas a través de la ventana empieza a cambiar. El prado se convierte en cenizas ardientes, el cielo se incendia, los árboles sin hojas se retuercen como almas desesperadas. Te sobresalta la idea de girar la cabeza hacia el pasajero de al lado… Caronte, famélico de ofrendas en el Aqueronte mira a Hades. Hades, rey de guerras perdidas mira a Caronte. No se reconocen. Son todos tú, esto es un espejo…».
Los y las durmientes despiertan al unísono con los pulpos por sombrero.
Con sus ojos velados de albar.
Con sus dientes crecidos.
Exudando carmesí.
La mujer no duda. ¡Debe salir de aquí!
Y sabe cómo y con quién solucionar el problema que en parte ha generado. Antes de soñar para siempre.
Nada puede el maquinista. Las maniobras de reanimación cardio-respiratoria de sus congéneres no cesan, pero la bestia tampoco mejora. Aunque al menos no muere.
Tampoco puede hacer nada contra la infección desde su puesto irrenunciable. Solo guiar ese extremo éxtasis de la criatura para evitar, o retrasar, el vuelco u otro desenlace todavía más truculento.
Así avanzan, paralelas ahora a un Nilo que es platina de nube y guarda sus propios misterios, en crónicas de una calamidad anunciada. El inicio con pésimo cúlmine del experimento para utilizar nuevas formas de vida.
Usar esas recién descubiertas criaturas intraterrestres como siervos mayores, transportes, esclavos. Cuando debiera ser en viceversa. Por antigüedades y escalafones.
Aprovecharse de su docilidad y ductilidad. Vergonzante.
Si los humanos supieran…
Esos cuerpos descomunales, esos pensamientos enlazados con el cosmos, tamaños seres pacíficos y arcaicos a supuesto servicio.
Con máximo cuidado y falsa reverencia por parte de este. Un temor que no domeña la ambición de conquista. Sin consciencia de la génesis. Y aun así se atrevieron. Aquí vienen las consecuencias.
Eso piensa el maquinista cuando su puerta de seguridad deja de ser segura. Y una mujer accede cerrando presurosa tras de sí. Presionando la puerta que pronto comba ante un nuevo intento de intrusión exterior.
La cucaracha maquinista adopta medidas y sella la locomotora mientras la chica lo encara, lo evalúa sin la extrañeza necesaria, y pregunta:
―¿Cómo puedo entrar en la mente de la criatura? Todo esto es por mi culpa. Pero sé cómo solucionarlo. Tengo que extraer aquello que robó de mi mente y se recuperará.
Y sin más, perceptivo el conductor de trenes vivos, junta las manos con la fémina y entresueñan, llegando oníricas al cerebro de la bestia.
Se acabó la fiesta.
La performance colmena reparte su atención entre el dúo recién aparecido y su pasajero comida favorita, el que no quería bailar.
El detective intenta disparar a los pulpos anexionados, un blanco pequeño con riesgo máximo, y que logran ocultarse con el cuerpo poseído. No tiene más remedio que incapacitar con tiros a las rodillas.
El antiguo nudista se defiende como puede, sirviendo de distracción, danto tiempo y distancia para los disparos.
Al fin y al cabo (lugar común), los geólogos no están en plena forma tras tanto sol y excavación, y las mujeres tienen su atención centrada al otro lado del vagón y siendo mal recibidas a golpes de trompeta, desafinada, por supuesto.
Van cayendo los infectados, de a poco arrastrados y reptando mientras la pareja, que podría ser cómica pero resulta trágica, avanza entre ellos.
El sonador de tubos de escape manipulados continúa esquivando la atención de las señoras, muy metidas en su causa, e incapacitando a cuantas puede.
Pero el asedio triunfa. Lo apresan. Amarran sus piernas y brazos con las propias. Y aspiran a beso de carne para ser uno. Y mucho más.
Atravesando su red neuronal, el maquinista y la pasajera llegan al centro neurálgico de los recuerdos de la oruga transporte.
Que anteceden al mismo tiempo.
Que muestran verdades terribles.
Que no son dignos siquiera de inimaginar.
La mujer lo ignora con sapiencia y entra en los registros recientes. Encuentra su memoria sustraída, apenas una sucesión de imágenes que muestran el atroz y pérfido acto por el que acabará pagando.
Lo extrae de forma quirúrgica para devolverlo a su lugar y soterrarlo, sin entender que la mierda siempre sale a flote. Y usa una metafórica lejía para eliminar toda prueba.
Se retraen los héroes y vuelven a la corporeidad.
Y esperan resultados.
Consecuencias.
El corazón del tren vivo vuelve a latir. Respira la bestia. Su paciencia se restaura. Sale arrancada de su sofoco. Observa la situación, visiones y escenas. Limpia sus constructos. Y retoma el control.
Las muchedumbres se detienen súbitas. Los pulpos caen resecos desde las cocorotas de sus víctimas, falleciendo. Dejando a los infectados en un coma leve de pesadillas y hambres.
El sonador de trompetas se zafa de sus captoras y se forma un trío, que avanza una puerta más para contemplar similar cuadro al cuarto adyacente.
Con matices.
Ojos de buey se abren en unas paredes que recuperan el color y pierden humedades. Que rehacen su anterior estructura de diseño banal orgánico, a medida de los y las pasajeras.
Así pueden ver el exterior, el horizonte. Creer que retoman el rumbo. Hacia unas fronteras borrosas que aguardan celebraciones. Con una tormenta que llega y todo lo purifica; cuerpos e intenciones.
Y se sientan los tres, agotadas sus adrenalinas.
Suspirando.
Acabada la tensión.
Que no el enigma del hermano del detective, quien lee esa nota personal.
«Hermano, amigo, solo aquí podía uniros. En este tiempo y espacio. Encontradme, ¡por favor! Tengo mucho que contaros. Tenemos mucho por hacer».
Que la descifra y mira al nudista.
Que elucubra.
Gusanos.
Agujeros.
Cuerdas.
Sin nombres.
Debe seguir investigando.
Y no irá solo.
Mujer e insecto se felicitan como iguales. Han hecho un buen trabajo.
Todas las constantes vitales se han rehecho.
Y aunque desconocen la situación física de su emplazamiento, miran esperanzados para atisbar el destino tras una cortina de lluvia.
Allí se detendrán. Se pondrán al servicio de superiores. Serán orientados. Llevados a suertes varias. Compensados.
Solo tienen que llegar a la ciudad que aparece y parece avanzar mientras es el tren vivo quien aguarda inquieto y pasivo. Son percepciones, eso se dicen. El problema ha sido contenido.
Menos mal…
Las gomas de borrar vuelan eliminando y tergiversando la información de cierto viaje. Pronto será negada su existencia.
No solo por lo ocurrido, que intuían y ahora saben con certeza parcial, sino por el lugar al que van a llegar, que no tiene periplo de vuelta.
El siguiente ciempiés ya está preparado.
La ciudad avanza suspendida hacia la oruga de transporte, el tren vivo, ansiando devorarlo. Pero no debe. Sus dueños detienen ese anhelo. Quieren profundizar en su estudio. Y tienen una idea nefanda. Que lo unirá a otros seres primordiales.
Entran intangibles en el transporte anticipando ese advenimiento. Conceden su toque y don a todos los durmientes.
Se ofenden con los cinco insumisos a sus atenciones, que ya luchan contra lo improbable a la par que pugnan llenos de problemas propios.
Esos durmientes sumisos, geólogos, señoras, cameos, engendran huevos. Que crecen y se desarrollan legamosos. Que eclosionan partiendo huesos y carnes.
Todos los aliens parieron. Las búsquedas personales de cada superviviente tendrán que esperar.
A que pase el efecto de humo y espejos.
Una nueva etapa…
El perro ha robado el tren de Daniel, su juguete favorito. Ahora lo acarrea en sus fauces, mordisqueando y masticando suave, tremolando su contenido.
No quiere que el juguete se rompa y su mejor amigo niño se ponga triste. Le gusta compartir. Participar. Hasta que se aburre y cansa. Es un perro.
Y lo deposita olvidado entre la colección de objetos y figuras de terror del padre.
Que empiezan a moverse rodeando el tren…
2 comentarios
Espectacular. Me he quedado asombrada con tanta mezcla de surrealismo y realismo en una historia detectivesca y terrorífica. El desenlace es magnífico. Me gustó de inicio a fin. Me alegra haber dado una pequeñita idea. Felicidades a Román?????????????
Muchas gracias de su parte. Estoy contigo, el resultado es asombroso. Hay que ser muy bueno para hilar tantos conceptos distintos y que quede algo tan excelso. Y Román lo es! Gracias por tu comentario. Un saludo!