Arrastraba la bata por el frío suelo marmóreo en cada nota que se le escapaba del oído para corretear a lo largo de su columna vertebral. Los cipreses del jardín querían presenciar su espectáculo con el violín y no paraban quietos intentando ver entre tanta niebla. Desde la ventana que coronaba su lúgubre morada tocaba observando la Luna, blanca y redonda como el divino cuerpo que había comulgado esa mañana. No era creyente, y salió desilusionado de la misa: le habían dicho que bebería sangre del Señor y resultó ser vino. Vino malo. Tamaño ultraje le pareció excusa suficiente para legitimar su acto. Incrustó un candelabro en el cráneo del sacerdote, con tan mala fortuna que una de las velas prendió la sotana del clérigo. No estaba siendo su día, y no logró beber sangre, sangre de verdad, a menos que hubiese querido quemarse. Las cuatro hileras de bancos habían quedado vacías de las mujeres y viejos que antes calentaban la madera con sus traseros, que poco les habían pesado esta vez para salir huyendo y contaminar todo el pueblo con gritos de terror que pedían auxilio. Solo el vibrato de las cuerdas y los sorbos dulces que daba a una botella polvorienta lo habían devuelto a un buen estado de ánimo.
Pero un reflejo en su jardín le hizo rechinar sobre la cuerda de Sol y la melodía que armonizaba el crepitar de la chimenea cesó bruscamente. Se acercó a la ventana apretando sus manos contra el mástil y el arco del violín, haciendo saltar varias briznas de lo que otrora fueran crines de un caballo que tras su muerte sigue relinchando ahora a través del sonido de cuatro cuerdas. Escudriñando desde su altura, los árboles le señalaron hacia la izquierda y vio moverse una luz amortajada por la niebla. Los cipreses silbaron y señalaron con más efusividad ahora a la derecha. Por allí vio aparecer al primero que la niebla permitió ver. Las cejas fruncidas, la barbilla arrugada y la boca parecía portar un bicornio con semejante bigote filtrando los gritos que profería mientras señalaba la puerta del caserío al que nunca se acercaba nadie. La niebla se prendió de naranjas y rojos cada vez más nítidos hasta que las antorchas, velas y faroles fueron haciendo acto de presencia cuyas luces arrojadas sobre los bieldos y las bieldas, las palas y los palos, crearon una pintura barroca con claroscuros resaltados por el ambiente vaporoso que rodeaba a la hueste vociferante, todos ataviados con abrigos pardos y sombreros calados por cuyas alas corría la lluvia que ahora parecía arreciar excitada por la escena.
El olor a hierba y tierra mojada se mezcló con el del humo. Los lugareños cruzaron sin mucha dificultad la pequeña verja gótica que separaba al pueblo de aquel caserío impenitente. No sin que el Gordo Harker dejara parte de su abrigo desgarrado en una de las cresterías metálicas. El bravucón del mostacho comenzó a correr en cuanto se vio arropado por el resto del pueblo y el intérprete del violín lo perdió de vista al quedar por debajo del marco visual que le permitía la ventana en altura. Comprobó el destino de su carrera al sentir retumbar en toda la estancia un violento golpe sobre el portón de la entrada principal. Como si del reclamo de un tambor de guerra se tratase, el resto de granjeros, carniceros, forjadores y pescadores se lanzaron en tromba al asalto del asesino del cura.
Volvió a tomar un sorbo de la botella cuyo contenido se reflejó a la mitad del envase cuando la posó entre las velas que ayudaban a la chimenea a alumbrar la habitación. A la vez que tragó, realizó un sonido gutural que se tornó en un chillido al arquear su espalda y estirar unos brazos enmarcados por la luz mortecina que penetraba por el ventanal. Resultaba increíble que tan inarmónicas palabras salieran del mismo cuerpo que había estado tocando el violín de manera tan espléndida. Paró de emitir lo que parecía un desgarro vocal y esperó unos segundos volviendo a componer su cuerpo en la recta figura que asomaba por la ventana. Sus gritos fueron contestados con otros de igual calibre pero más agudos y en cientos de voces distintas. Volvió a acercarse al cristal y vio a la gente corriendo en dirección contraria al caserío. Cientos de criaturas corrían por las negras paredes desde el tejado hacia abajo empujándose unas a otras, dando dentelladas al aire, incapaces de refrenar sus ansias por comer carne fresca. No menos largos que los colmillos eran las garras que portaban unos raquíticos pero feroces brazos que ya llegaban a desgarrar los primeros pescuezos. Se volvió a colocar el violín sobre su hombro izquierdo y reemprendió la melodía por donde la había dejado mientras observaba el festín en su jardín. Los cipreses se encorvaron para impedir la huida. La música del violín llegaba ensordecida a través del cristal empapado por la lluvia hasta los asaltantes que ahora se batían en una retirada imposible. Seis criaturas se peleaban por el Gordo Harker, sin duda la presa que ofrecía más comida en un solo plato. La determinación en los gestos se había tornado rápidamente en rostros desencajados por el pánico. Y los gritos que venían a imponer venganza clamaban al cielo ahora pidiendo la salvación. Con tanto manjar disponible, las criaturas desechaban las vísceras menos sabrosas, que al poco tiempo se mezclaron con el fango y la gente empezó a resbalar, cayendo sobre los cadáveres de sus vecinos. Los faroles y antorchas fueron cayendo poco a poco y el jardín se fue apagando con la niebla volviendo a tomar su blanquecina luz lunar. En la madera bruñida del violín se veía reflejada una sonrisa que, por fin, apareció en este día.
Podéis encontrar una muestra del trabajo del ilustrador en su perfil de instagram FanOne-art
Fran Navarro
Conan Doyle le hizo lector, Tolkien le animó a escribir y Bram Stoker
le confirmó que lo haría para el resto de su vida. Fran Navarro es
historiador y, aunque publique mayormente textos de no ficción, no
sabe vivir sin leer y escribir literatura.