Relato: Algo viejo en el mar (Carlos Ruiz Santiago)

por Carlos Ruiz Santiago

El barco se mantenía más estable de lo esperado, teniendo en cuenta las caóticas circunstancias que lo sometían, entre la mar embravecida por una consciencia antigua y, a todas luces, malévola.

Garras rascaban la madera y huesos chocaban contra cubierta mientras decenas de engendros surgían de las oscuras aguas. Tambaleantes y escamosos entes pelágicos que masticaban huesos, bebían sangre y desgarraban fibroso musculo.

La tripulación luchaba en cubierta, entre resbalones, espolones y fauces mientras la tormenta arreciaba, volviéndolo todo resbaladizo. El viento era tan poderoso que casi parecía enturbiar el entorno y los rayos emitían una luz solo comparable a su estruendo. Entre toda la sangre, humana y abisal, se movía Akisa Lenguaplata.

La espada de hoja triangular dio un tajo ascendente, seccionando las costillas de una de las aberraciones pisciformes. El monstruo retorció las garras con las que se arrastraba, al tiempo que su enorme cabeza emitía un gorgojeo gutural que casi parecía hacer eco en las cavernas de su cráneo. Akisa estaba cansada, solo los dioses sabían cuánto, pero sacó fuerzas para encadenar el tajo con una carga hacia delante. Una carga corta, una espada clavada y un cráneo fragmentado. Vivo o no, ya no molestaría.

Vio a Maryse salir volando, con su cabellera pelirroja ondeando con el mismo halo de incomprensible futilidad de siempre, como un bello cometa. Su cráneo terminó de destrozarse contra la madera gruesa de cubierta. El resto del cuerpo no tenía mucha mejor pinta, entre desgarrón y desgarrón.

Los músculos de los brazos de Akisa parecían tirarle hacia abajo, como si tratasen de separarse de los hombros. La espada, normalmente ligera, ahora era un yunque de herrero. La camisa de tela descolorida se le pegaba al cuerpo y la agobiaba, la gabardina estaba empapada y era más un engorro que un remedio contra la muy probable hipotermia. Akisa estaba, definitivamente, cansada.

Un disparo se oyó a su espalda y la marinera dio un tajo hacia atrás de manera instintiva. Una criatura raquítica y de mandíbula contrahecha sangraba por la espalda, fruto de un balazo de mosquete. El monstruo cayó y Akisa la vio. Tarria, su pequeña y fuerte Tarria. Su favorita y genial Tarria, de pelo recogido, ojos verdes y gatillo rápido.

Akisa estaba cansada, pero suponía que todos lo estaban.

Dio otro giro y se lanzó contra otra aberración, una de brazos desproporcionados y cabeza diminuta. Un zarpazo hacia arriba fallido. Akisa derrapó por el punto flaco y hundió la espada donde suponía que el monstruo tendría el corazón.

Obviamente falló.

La criatura le devolvió el golpe en forma de un revés y la lanzó rodando. Los brazos de Lenguaplata temblaban y notaba un zumbido que casi era un dolor físico y le impedía sentir la punta de los dedos. Su visión medio borrosa captaba el mástil, gargantuesco trozo de madera astillada sobre el que los desgarrones que antaño fueron una vela colgaban. Tenía una presencia misteriosamente poderosa, como un faro de negrura en el mismísimo infierno. Parecía inalterable respecto a todo lo que ocurría, respecto a las decisiones que los llevaron a cruzar aquel trozo maldito de mar negro, inmune al efecto del oro y la codicia, inmune a las reliquias y su aura de maldad, que arremolinaba a las huestes de vetustas criaturas. Un mar de dientes invocado por un poste de madera tallado, más pequeño y delicado que el mástil pero igualmente imponente. Cuestión de perspectiva.

Akisa se levantó, manteniéndose con estoicismo a pesar del dolor que la envolvía. La criatura de brazos largos se dirigía a paso vacilante hacia ella, con la espada aún incrustada bajo la axila, con las cinchas azuladas partidas allí donde la espada se había hundido. La ridícula cabeza gruñó con un boca repleta de dientes y aquel paladar bioluminiscente.

Akisa avanzó, lentamente y en línea recta. El contrahecho brazo se lanzó hacia delante y erró. La marinera se agachó y realizó una finta. Los brazos de la criatura, infinitos como parecían, encontraron problemas en las distancias cortas que Akisa tan rápido alcanzó. Ruidos secos se entreveían entre los golpes de negra zarpa golpeando madera en un intento por evitar que Akisa agarrase la espada y la hiciese girar, y que después la moviese por el cuerpo del monstruo como si de la palanca de un mecanismo se tratase.

Obviamente, falló.

El abdomen del ente se abrió y un aluvión se sangre de sabor a cobre y tripas blancuzcas se desparramó antes de que el propio peso venciera a la criatura. Bamboleante, Akisa se apartó, sin la seguridad de haber terminado el trabajo.

Demasiado cansada para continuar, goterones de sudor se mezclaban con las translúcidas gotas de lluvia. El más allá estaba en aquel barco de mascarón de proa roto. Las criaturas, azuladas y amoratadas, subían sin cesar como el oleaje que se retira solo para cargar con más fuerza. La espada temblaba en su mano al no ver más que fantasmas y cadáveres, ambos en proceso de separación. Entre jirones de carne y fuentes de sangre multicolor, aparecían ojos muertos y fríos, cuya presencia era gradualmente mayor y hacía retroceder a los vivos y acuosos ojos de los tripulantes, ya en número no digno de mención. Había una paciencia deliberada en los movimientos de las alimañas, como si fuesen conscientes de la situación en la que se encontraban, más allá del mero instinto animal.

Una reliquia antigua, un poste de madera tallado en una lengua inteligible, encontrado en una isla tan inerte como el barco, tan muerta como su tripulación. Una sentencia clara por tocar designios viejos. Akisa creyó, entre el esplendor de los rayos, dilucidar una sombra de algo más allá de lo que era capaz de describir. Por suerte, no fue más que una sombra, como tantas otras.

Los monstruos cerraban el cerco improvisado que sus mentes de pez habían formado. Akisa lanzó un alarido entre el aullante viento, el nombre de Tarria se distinguió en el grito, al igual que la palabra «bote». No era lo más honorable, pero el cementerio estaba lleno de estúpidos valientes. Tarria, defendiéndose con la bayoneta de su húmedo e inútil mosquete, corrió hacia Akisa, la cual a su vez ya había empezado a recortar distancias con el bote.

El combado camino hasta la barcaza nunca se le había hecho más interminable. Las botas crujían y daban resbalones que no lograban ralentizar el ritmo de Lenguaplata. Era consciente de que, en cuanto parase, iba a desfallecer, así que pretendía hacerlo en el bote. La popa del barco parecía desierta de sangre o bocas sedientas de ella, dando un aspecto de casi normalidad. Entre el fulgor brillante de la enfurecida tormenta, Akisa distinguió luces en el mar. Tan solo reflejos, deformados por el oleaje, por supuesto.

De un sablazo, la espada cortó uno de los dos cabos que mantenían sujeto el bote, quedando colgado, como si lo estuviesen ahorcando en el patíbulo.

Akisa miró hacia atrás para asegurarse. Era indudable que otros marinos tratarían de acudir a su llamada, no obstante, tal y como se imaginaba, solo su preciosa Tarria, siempre en la retaguardia, se había podido escaquear. La veía correr y casi era capaz de ignorar lo que ocurría detrás. Un cerco que se estrechaba, armas melladas y babosas fauces abiertas. Era consciente de que ese coro de alaridos de dolor y placer animal no se le quitaría de la cabeza jamás. Tal y como Akisa lo veía, mejor una melodía que ahogar con alcohol que un cadáver al que ahogar con las saladas aguas del mar.

Tarria estaba tan cerca, con su camisa de tela gruesa y sus ojos decididos, sus labios entrecerrados, sus hombros anchos, sus botas altas. Akisa no estaba tan cansada, después de todo.

Un trozo del extremo del barco voló en una lluvia de astillas que frenó a Tarria a apenas unos metros de su amante. Una inmensa hacha de doble hoja es lo único que ambas vieron al principio. Oxidada con el solitario adorno de moluscos abigarrados a todos lados, lejos de estar afilada pero hundida en la madera a fuerza de su propio peso y de la brutalidad del portador. A Akisa la dejó obnubilada, gracias al cansancio mayormente, la falta de lustre de aquella arma tan basta como efectiva.

Un apéndice que se agarraba al hacha, difícilmente catalogable como mano y brazo, tiró y subió a borda el resto del ser, algo grande y corpulento enfundado en una coriácea armadura natural, con pequeños ojos negros y una amplia boca en su redondeada cabeza de carpa. Los tentáculos que conformaban el tren inferior de aquella atrocidad marina se agitaron antes de balancear la inmensa arma con una velocidad y facilidad pasmosas. Tarria se defendió con el mosquete, que se partió por la mitad y la lanzó a ella unos metros hacia atrás. La armadura quitinosa del monstruo no parecía ralentizarlo lo más mínimo, mientras avanzaba en una especie de paso zigzagueante, con la cabeza gacha.

La espada de Akisa clamaba sangre, mientras una confundida Tarria la miraba a los ojos, ojos de chiquilla enamorada de alguien a quien no en vano llaman Lenguaplata. Sin embargo, la espada podía vociferar en su fuero interno todo lo que quisiera, pues Akisa estaba verdaderamente agotada, y tenía aún muchas pesadillas que ahogar entre alcohol y piernas abiertas.

Akisa Lenguaplata se permitió añadir un recuerdo grotesco a la colección cuando el hacha seccionó el brazo que Tarria había usado para agarrar la bayoneta de su arma rota, en un vano intento de defenderse. Guerrera hasta el final, como a Akisa le gustaban. Con el apéndice libre, el engendro agarró a Tarria de la cabeza mientra enrollaba sus tentáculos sobre las piernas agitadas de la pobre Tarria. Akisa se hallaba impertérrita mientras observaba la escena. No era porque no le importase, sino que simplemente se encontraba embelesada por aquella criatura, por su poder, por la escena horrible e hipnótica a un tiempo.

La criatura de inexpresivos ojos tiraba y apretaba e hilos de sangre corrían por el cuerpo de Tarria. Un dolor calculado, terrible en comparación del daño, una maldad entrenada y consciente.

Tarria arañaba inútilmente a la criatura mientras clamaba por Akisa. La espada de Lenguaplata le pedía sangre, pero su corazón le pedía una taberna, así que cortó el cabo que quedaba y se montó en el bote.

La pequeña y bonita Tarria, la valiente y estúpida Tarria, que se juntó la con la nada valiente y poco honorable Akisa. Una pena, una pérdida, pero como otras tantas.

Akisa remaba en el bote en tanto que la silueta del enorme barco se dibujó por completo ante ella, grande y amarillento. Un proceso excesivamente costoso, pues las sanguinarias corrientes parecían negarse a que abandonase aquellas aguas.

Entonces una sombra de otro tiempo, de otro mundo, otra vez.

Unas luces, un reflejo duplicado.

Otra vez, otra vez, otra vez.

Akisa estaba muy cansada y se apoyaba en el bote, con la boca abierta y los brazos inoportunamente rígidos mientras el velo acuoso se combaba antes de partirse y mostrar a un inmenso monstruo que surgía de las profundidades del mismo miedo.

Con un apéndice; garra, mano, pinza y tentáculo, se incorporó al barco, que perdió aquel firme equilibrio. Otra extremidad; pata, pezuña, garfio, aguijón, terminó de aupar el alargado cuerpo bioluminiscente de algo.

No era un monstruo, ni animal ni bestia. Entre las placas brillantes, las prolongaciones colgantes, entre las aletas de disposición caótica y los ojos bobalicones, de los dientes diminutos y abundantes y la mandíbula disforme, algo se distinguía. Algo entre escamas y espinas, algo en la reacción de las alimañas ante él, algo que hacía que Akisa sintiese el cansancio en cada fibra física y anímica de su ser.

Era algo en la actitud al enroscarse en el inmenso mástil del barco, con aquel rostro ciclópeo y aquella solitaria luz colgando delante de aquel rostro primitivo. Un poder se podía intuir, algo en los matices de aquel triunfal rugido antediluviano, algo que hacía dilucidar otros mundos, lugares de luces engañosas temblando en tinieblas perpetuas, algo donde viejas consciencias se removían de vez en cuando, solo al ser alteradas.

El dios, porque pocas formas mejores había de definir a aquella milenaria masa escamosa, miró a Akisa. Sencillamente bajó la cabeza, pero ella estaba muy segura de que la miraba, a su cuerpo cansado, su nublada mente y su alma frágil. Tanta sangre y tanto acero, tanto oro y tantas reliquias, tantas tonterías fútiles que enseñar a un dios que ni enfurecía ni reía, que ni lloraba ni se alteraba, sino que su cerebro de noche perpetua mutaba unos pensamientos y emociones incomprensibles. Planes y redes mezclados en un galimatías que el cerebro de Akisa veía pero no unía a nada conocido.

Otros mundos, otros tiempos. Siempre oscuridad, siempre temblorosas y engañosas luces para los necios que estuviesen dispuestos a agarrarlas, por muy incomprensibles que les resultasen.

Qué gracioso.

Akisa sacó el cuchillo de su bota y se rajó el cuello a lo largo y a lo ancho tantas veces como su cuerpo le permitió. No fueron demasiadas, pero sí las suficientes, ante el arrullo de las olas que se tragaban una embarcación.

Lo que fue del alma de Akisa Lenguaplata solo los abisales fondos del mar lo saben.

Carlos Ruiz Santiago

Carlos Ruiz Santiago (1998) ha publicado el relato "Carne de rata" y la novela "Salvación condenada". Escribo reseñas de cine en el blog La Horroteca de Darko. Es co-creador de la «Asociación Boticaria de amantes de la fantasía, el terror y la ciencia ficción», dando charlas sobre cine y literatura de género en distintas librerías, bibliotecas, cafés culturales y demás. Colabora como redactor en Dentro del Monolito.

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