Un hombre llega a una gasolinera. Va a echar gasolina. Pero ese hombre no ha dormido bien. Son las siete y cuarenta y cinco de una mañana fría de octubre en la yerma tierra donde habita ese hombre. Aparca junto al surtidor número uno, porque así queda la entrada de la gasolina más cerca de la pistola, él la llama así, pistola, no dispensador o cualquier otro nombre; este hombre piensa mucho en las palabras, será porque a la hora de escupirlas por la boca se le traban, se le enredan unas con otras, engatusan. Casi siempre reposta aquí, si le preguntas dirá que es más barata (y de hecho es la gasolinera más barata de la provincia, pensada para camiones pero que puede utilizar cualquiera), pero en realidad acude a esta porque es un “sírvase usted mismo”: no tiene que hablar con, ni mirar a nadie: mete el dinero y saca la gasolina, fin. La gloria de la civilización.
Bien no ha dormido este hombre, pero no esta noche, ni las cuatro últimas; lleva años sin dormir bien. Exactamente tres años. No le gusta pensar en eso que no le deja dormir, eso que se le presenta de noche y no le abandona hasta que la Aurora de rosados dedos empieza a crujirse pendenciera los nudillos allende la última oscuridad. No le gusta pensar en ello porque le parece ridículo. Pero es “un tema de faldas”. Ya está, ya lo ha pensado. No importa, se dice, ya tocaba.
El recinto donde la gasolinera autoservicio se encuentra es una especie de polígono, aunque pequeñito, con varias empresas con camiones, algunas oficinas y un poco de esto y aquello. También hay un SPAR. Le gusta comprar allí, siempre está casi vacío, es barato y la dependienta no te mira a la cara. Hoy, como es habitual, se ven varias decenas de coches aparcados, de la gente que trabaja allí, y un par de camiones; pero no se ve ni una persona. Esto, sin llegar a ser extraordinario, sí que resulta un tanto extraño–inquietante. Extraño es la palabra que usa para verbalizarlo en su pensamiento, inquietante es la que subyace sin ser mentada, como una losa de piedra enterrada en un huerto. Aunque es absurdo, claro, no tiene nada de inquietante. Mete la tarjeta donde corresponde y sigue los pasos que desde la pantallita el fantasma de la máquina le indica: surtidor uno, sin plomo, marque la cantidad. Siempre pone cuarenta euros, pero hoy ha puesto cincuenta. No sabe ni quiere saber por qué.
“La tierra está desierta”. No se acuerda si esa memorizada frase es de Camus o de Sartre. No importa mucho. Quizá era “la tierra está vacía”. Bueno, la tierra está, por fin, vacía.
Descuelga la pistola, y aunque la ha escuchado mil veces, la voz de la máquina le pega un susto de muerte al salir del altavoz: “ha seleccionado usted gasolina sin plomo”. Y el contador se pone a cero: va a correr hasta llegar a cuarenta, no, hoy a cincuenta. Se pregunta si el pequeño depósito de su coche se desbordará. No creo, se dice.
No se decide a meter el cañón de la pistola en la entrada de la gasolina. Apunta al suelo y lanza un pistoletazo. Acaba de tirar, el muy imbécil, casi dos euros de gasolina al suelo. Se gira y mira en derredor con un incipiente rubor en su macilenta cara. Sigue sin haber un alma. Sólo el fantasma de la máquina lo ha visto hacer esa sandez. No hay problema, mete la jodida pistola en el agujero, se increpa empezando a encresparse. Pero no la mete. Y vuelve a echar un ojo a los alrededores: nadie. Ni un par de chicas fumando y mirando el teléfono, ni perdularios uniformados yendo y viniendo, ni empingorotados idiotas con corbata hacia ni desde la cafetería. La cafetería. Está abierta, pero nadie ha entrado ni salido. Pasamos de raro a chungo. En fin, a lo que iba: levanta el brazo y sigue levantándolo, ha pasado, en mucho, el agujero correspondiente, ahora apunta al techo del coche, como si en vez de gasolinera estuviese en un “lave usted mismo su auto”.
Y dispara. Lo primero que absurdamente piensa es: la pintura, voy a estropear la pintura. Con el charco del suelo el olor le había acariciado las narices, ahora le golpea, un guantazo, un desafío a un duelo, alguien, o algo, le exige una satisfacción. Y pasa al cristal delantero, el capó, y el lateral, deteniéndose un tanto en las ruedas. Se detiene precipitadamente y mira el contador: todavía le quedan más de veinte euros por echar. Ah, sí: se gira para comprobar que está solo, pero como mero formalismo. Se ha mojado el pantalón y los zapatos.
La grabación de la cámara de seguridad muestra ahora al hombre digamos que tomando una ducha de gasolina sin plomo. Nadie la está viendo, por supuesto, en ese momento. El consabido fantasma solo. Tiene cuidado de que no le caiga en los ojos, que ya tiene muy irritados.
Qué raro es estar aquí, empapado de gasolina, no sé si con frío o con calor, y metiendo la mano que no sujeta la pistola en el bolsillo del pantalón. Ahí está: el tabaco y el encendedor.
El hombre se sienta en el suelo con las piernas cruzadas, el olor penetrante, casi asfixiante, de la gasolina se sienta a su lado. Al otro lado: el silencio. Los tres, callados, lían cada uno un cigarrillo de tabaco orgánico. El Sol ya se ha levantado lo suficiente para iluminar la escena final con una claridad preternatural. Los tres entornan los párpados pero siguen mirando hacia ese resplandor divino, a esa bola de fuego colgada en el cielo. El hombre bosteza, pone en la comisura el cigarrillo y mira a sus compañeros. La palabra primordial es pensada por los tres en esa mirada. Sonríen. Encienden sus cigarrillos y el telón baja de sopetón, como una explosión.
Fco. Santos Muñoz Rico
Fco. Santos Muñoz Rico (1979) es músico, poeta maldito, aficionado a cualquier tipo de lucha, amante del terror en todas sus formas, místico, medium, yogui, iluminado y oscurantista. Es autor de las novelas «La Ciudad De Los Infrahombres», «Aquí Hay Monstruos», «El Zombi: Una Historia Verídica», «Juego De Sueños», «Trozo de carne: el pan y la sangre» y «La asesina». Su relato "El Miedo" está publicado en la antología T.ERRORES, de Dentro Del Monolito, disponible en la plataforma Lektu.
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Como siempre, prosa afilada y perturbadora.
La escena resulta inevitable, con el personaje aceptando su destino, que me recuerda al de Juego de Sueños.
Sus códigos de estilo empujan siempre al abismo, a protagonistas y lectores.
Y gracias por “perdulario”.
Nos enriquece.