Aún era de madrugada cuando el helicóptero nos vomitó en ese maldito barco. Al poner el pie en la cubierta, algo se revolvió en mi interior. Un instinto. Una alarma. Supongo que estaba bien entrenado. Nuestras órdenes eran simples: estar preparados para todo. ¿Acaso es posible tal cosa? No nos contaron mucho más. Alguien con un rango importante y un sueldo obsceno habría recibido todos los detalles de aquella operación. Nosotros solo éramos el brazo ejecutor, aquel capaz de sentenciar sin dudar un instante, y estábamos acostumbrados a comportarnos como un perfecto engranaje de relojería. Siempre precisos, siempre girando empujados por otras piezas, siempre parte de una maquinaria oculta. Lo único que sabíamos es que un crucero que debía haber llegado al puerto de Yeosu dos días atrás, navegaba a la deriva en el mar del Este. El sargento dijo que se había producido un incidente, que encontraríamos muertos a bordo, que buscáramos supervivientes. Teníamos autorización directa para matar si era necesario, algo no demasiado habitual, aunque nos dejaron una cosa bien clara: necesitaban un culpable.
Mirara donde mirara, se repetía la misma palabra grabada en letras grandilocuentes: Keleseu. Un nombre que rendía homenaje a cosas demasiado antiguas y que, como todo lo antiguo, pesaba como una losa. Mal asunto cuando se trata de un barco. El océano se mecía en calma, lo que facilitaba que nos moviéramos sin dificultad en la superficie de la enorme nave. El ambiente gélido se hacía notar en esas horas nocturnas y el frío encontraba la manera de atravesar nuestra gruesa equipación. Pero la urgencia y la adrenalina nos proporcionaban todo el calor que necesitábamos.
Nos dirigimos a la puerta más cercana de cuantas daban acceso al interior. Dentro del lujoso navío reinaban una oscuridad cavernosa y un silencio absoluto, quebrado por la intromisión de nuestros pasos apresurados y el eco que producían. Aquello parecía un mundo muerto en el que, por motivos que desconocíamos, la electricidad había sido erradicada para provocar esa completa ausencia de iluminación. Los leds de nuestros cascos se encendieron de forma automática y, al instante, aquel enorme esqueleto hecho de salones huecos y largos pasillos adquirió un aire fantasmagórico que en poco ayudaba a calmar nervios y despejar malos augurios.
Lo que unos días antes debió ser un animado hotel que surcaba las aguas plagado de detalles ostentosos, pasajeros de la alta sociedad surcoreana y algunos dirigentes políticos de otros países, se asemejaba ahora a una gigantesca boca negra que se había tragado todo aquello y había masticado a conciencia a sus ocupantes, a juzgar por los cadáveres que encontrábamos a nuestro paso. Los cuerpos se repartían a lo largo de todo el interior y aparecían desmadejados, con la piel laxa y vacía. Parecían muñecos de trapo inservibles abandonados mucho tiempo atrás, aunque sabíamos que aquellos cascarones vacíos apenas llevaban unas horas muertos.
Avanzábamos casi por inercia, estremecidos ante la visión de esos guiñapos humanos. Nos internamos en las tripas del crucero, alejándonos cada vez más de la escapatoria. Como he dicho, estábamos entrenados para desenvolvernos en las situaciones más extremas, aunque eso no borraba la sensación de estar viviendo una pesadilla. Atravesamos salas de juego, teatros y grandes vestíbulos sin encontrar nada vivo. Por todas partes sobrevolaba una extraña niebla salida de quién sabe dónde, que se arremolinaba en las sombras para crear un efecto desorientador. Algunas estancias estaban limpias de cadáveres, pero las señales de caos y violencia eran evidentes allí donde posábamos la vista. Parecía que se hubiera librado una guerra en ese barco.
Cuando alcanzamos los pasillos en los que se distribuían los camarotes, nos dividimos en grupos pequeños para peinar todas las plantas. A mi equipo se le asignó el nivel inferior, donde los camarotes eran más reducidos y menos pomposos. Park y Jeong, al que apodábamos «camaleón», abrían el paso en formación de lanza de a dos. Yo me situé en la tercera fila, la última. Caminar por aquellos corredores consumidos por la oscuridad y la niebla atacaba a mis nervios, y sé que mis compañeros sentían lo mismo por el frenético vaivén de los haces de luz que portábamos sobre nuestras cabezas. Lo que se desplegaba ante nosotros era un paisaje espectral, de los que se quedan en tu cabeza para visitarte en sueños una y otra vez. Túneles que parecían no tener fin, salpicados de restos humanos y manchas de sangre en forma de huellas extrañas. De las barandillas fijadas en las paredes colgaban jirones de carne de apariencia reseca y gris. Al pisarlo, el suelo alfombrado adquiría la cualidad de una ciénaga debido a la cantidad de desechos, que preferí no contemplar en detalle.
Me sobresalté cuando un chillido agudo rompió el silencio. Alguien había pisado una rata viva. ¿De dónde salían esas alimañas? Hasta el lugar más lujoso esconde podredumbre en su interior, pensé. Supuse que el animal escapó de la bodega de carga, y que tenía tanto miedo como nosotros. Casi me apiadé de la rata.
Pronto lo notamos. Aunque el aire a nuestro alrededor era denso y nos ofuscaba, percibimos una presencia atravesándolo, haciéndose más patente cuanto más nos adentrábamos en aquellas galerías. Nos sentíamos observados por algo que se agazapaba en el silencio. Algo indecente, que olía a sal, hierro y tripas.
La encontramos en el último camarote. Estaba desnuda, sucia y parecía desnutrida. Al verla en esas condiciones, pensamos que era la única superviviente, pero no tardamos en percatarnos de nuestro error. Acurrucada en una esquina, su cuerpo temblaba, creímos que debido al miedo. Pero no era así. Al principio, su piel pálida no nos resultó extraña, pues tal lividez es habitual entre los coreanos. Sin embargo, cuando volvió el rostro para dirigirnos una mirada esquiva, pudimos comprobar que no presentaba rasgos orientales. De hecho, costaba asimilar aquellos ojos como humanos. Existía algo en ellos que me hacía pensar en insectos. Un reguero rojo caía desde sus labios. Por un segundo pensé que estaba herida, pero muy pronto otra idea cruzó mi mente. Esa sangre no era suya.
El soldado que me precedía retrocedió asustado, y al hacerlo la culata de su ametralladora golpeó la pared. El repentino sonido metálico reverberó en la pequeña estancia como si fuera una campanada anunciadora de malas nuevas, e hizo reaccionar a aquella criatura, que se alzó revelando una envergadura descomunal mientras nos miraba con fijeza. Sus ojos se encendieron con un rojo furioso.
Todo sucedió muy rápido. Jeong desapareció en una explosión de sangre y piel. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Delante de mí, los hombres se rompían. Empecé a disparar a ciegas, ya que la criatura se había convertido en un borrón relampagueante que se fundía con las sombras. Su velocidad era imposible de registrar por el ojo humano. Estoy seguro de que las balas mataron a alguno de mis compañeros, pues la disciplina de la que hacíamos gala solo diez minutos atrás nos había abandonado, sustituida por pura histeria. Los gritos y el tronar de los disparos retumbaban, primero por el habitáculo y después por los pasillos, a medida que retrocedíamos de espaldas. En mitad del caos, y con todos mis compañeros caídos, aquel ser me golpeó en su huida sin darme opción a reaccionar o defenderme. Fue un latigazo fugaz, una descarga eléctrica que sentí en el cuello. Con su contacto, me desvanecí.
No sé cuánto tiempo he permanecido inconsciente. Tal vez puedan decírmelo ustedes. Lo único que sé es que, al despertar, mi cerebro retenía el recuerdo congelado del momento en el que me desmayé, como si fuera una serie de fotogramas repitiéndose una y otra vez. Consistía en el fugaz sonido de un aleteo y la imagen de dos colmillos sangrantes, que se transformaron en una niebla con forma de zorro.
Con todo lo que les he contado, espero que puedan soltarme. La verdad, no entiendo por qué me mantienen atado y recluido en esta habitación. Y la luz; esa luz me molesta mucho, me hace daño a los ojos. ¿Pueden apagarla, por favor? Tienen ustedes que comprender algo. Quizá esa cosa siga en el barco, pero en cualquier momento podría abandonarlo y dirigirse a alguna población habitada, si es que no lo ha hecho ya. Eso sería un completo desastre para todos. ¿Me entienden? Para todos. Ayúdenme a salir de aquí, por favor. Me encuentro muy débil. Y tengo sed. Mucha sed.
José Luis Pascual
José Luis Pascual (1974) es alumno de Juan Jacinto Muñoz Rengel en su Escuela de Imaginadores, y está centrado en la creación de relatos que se inserten en la espina dorsal del lector. Ha publicado relatos en revistas digitales como “Nictofilia”, “Penumbria”, “Tentacle Pulp” o "Círculo de Lovecraft", y en antologías como T.ERRORES (como coordinador y autor), “Orgullo Zombi”, "Show your rare", “Dentro de un agujero de gusano”, "Letras fracasadas" o "Recuperar el fuego y no ponerle nombre". Fue finalista en el concurso de relatos de la cadena Ser “Negra y criminal”.
6 comentarios
Aplausos y más historias de estas!
Muchas gracias, compañero! Habrá más, eso seguro!
Bien podría ser el principio de una novela, se plantea un escenario apocalíptico entre colgajos de carne, vísceras y sangre derramada. Un ambiente muy de historia zombi, aunque con unos invitados diferentes.
Siga usted escribiendo de esta manera, señor Pascual.
Gracie mile, mon ami! Algún día, dentro de un par de lustros, me tendré que plantear lo de la novela. Lo veo tan lejos… Mientras tanto, disfrutaré de comentarios como el suyo!
Expediente x, El experimento Filadelfia, vampirización a la asiática. Reminiscencias.
Muy bueno. Es verdad aunque podría ser un primer capítulo, ese soldado podría escapar a cualquier parte.
De hecho, debería escapar jajaja. Buenas referencias esas aunque no las tuve en cuenta al escribirlo (bueno, la última sí). Muchas gracias, señor del Dolmen!