Siempre es un placer presentar una nueva producción de nuestro podcast. El audiorrelato que traemos hoy es Las ratas, estremecedor relato de Javier Lobo que para la ocasión ha sido narrado por J.D. Martín.
Estamos ante un texto de gran ritmo que destaca por la potencia de su trasfondo y, por supuesto, por el horror que sugiere durante muchos de sus tramos. Junto al audiorrelato, publicamos también el relato completo en texto. Esperamos que lo disfrutéis.
Podéis escuchar Las ratas aquí, o leer el relato completo a continuación:
LAS RATAS (Javier Lobo)
Llueve a mares. Se acerca la Navidad, pero eso es algo que, en la situación actual, francamente, me importa un bledo. Me acerco al gran ventanal de la habitación y miro al exterior, o eso trato. Está tan sucio que cuesta decir que sea cristal. Las palmeras son zarandeadas por la fuerza del viento como si fueran de papel. Las hojas de palma se agitan como dedos, señalando mil puntos distintos en la tormenta que azota las calles, como si trataran retener inútilmente el viento.
Las farolas apenas iluminas tristemente la calle con una luz mortecina de color vainilla que parece ir menguando a medida que pasan los segundos, aunque se niega a morir del todo. Las cortinas de agua se dibujan en el aire, suspendidas por unos hilos invisibles, segando la ciudad como si estuvieran repartiendo trozos de tarta. La gente se resguarda como puede bajo sus paraguas, pero se terminan empapando igualmente. Hasta el tráfico parece ralentizarse. Todo el pulso de la ciudad parece como si se fuera deteniendo poco a poco, como un gigante agonizando en un páramo perdido en el tiempo y en el espacio, un recuerdo que se extingue con el último aliento de su portador y, con él, el último vestigio de un tiempo que se fue y ya no volverá.
Me vuelvo a sentar en el incómodo sillón de escay verde que se ha convertido en mi centro de operaciones desde hace algo más de dos semanas. La Sanidad pública no te ofrece grandes soluciones, y menos comodidades por muy enfermo que estés. Echo un último vistazo a la cama que tengo a mi lado. La bolsa para la orina está llena hasta casi la mitad. El suero aún gotea suspendido en su soporte como un murciélago en su cueva, pero la bolsa del medicamento que le administran por vía intravenosa ya se ha agotado.
Pacientemente, espero la hora de la cena para que le administren toda la batería de medicinas que le tocan antes de dormir y le den de comer, si es que a eso se le puede considerar alimentar a una persona. Está tan débil que hay que gelificarle el agua para que pueda tomarla porque, de lo contrario, ni bebe siquiera.
El cuerpo retorcido e inmóvil que se esconde tras las sábanas de la pesada cama de hospital que tengo a mi lado como el parapeto de mimbre de un combatiente en el campo de batalla fue el mismo del que nací un día ya muy lejano, pero lo que queda de mi madre no es sino un esqueleto apenas recubierto por una piel traslúcida bajo la que se pueden leer las venas azuladas que la surcan. La mirada perdida fijada en el infinito hace que, de cuando en cuando, los arrugados labios que cubren su ya casi desdentada boca se muevan de manera casi imperceptible, manteniendo un dialogo con alguien que ya no está. Esta tarde, cuando he acercado la oreja hasta su boca, he logrado discernir unas palabras emitidas entre silbidos:
—He sido muy feliz con mi marido.
Mi padre falleció hace casi una década y, desde entonces, ella viene arrastrando una depresión que no la abandona, como una sombra siempre pegada a sus talones. Ese es el mes de diciembre que estoy pasando en el área de Neurología del Virgen del Rocío. Tan solo salgo para ir a trabajar, cuando alguno de mis hermanos me hace un relevo de unas pocas horas, antes de regresar y acomodarme en este incómodo sillón para dormir unas pocas horas antes de volver a repetir el proceso.
Abro el navegador del móvil y leo las noticias. El temporal. Crisis política. Son asuntos que me dan igual, francamente. Paso a las noticias de la provincia. Atracos. Violaciones. Un par de asesinatos. De lo más alegre, vaya. Como para que te den unas ganas de decir feliz Navidad dentro de unos pocos días.
En una página sensacionalista me encuentro un artículo cuando menos llamativo.
“El Expreso del Infierno siembra el pánico en la provincia de Sevilla”.
Casi me da la risa. La página en la que se encuentra el artículo no pasa de ser un tabloide digital que tan solo consigue visitas inventando bulos de notoria sonoridad con los nombres de algunos famosillos, o anunciando que tienen las últimas fotos de alguna celebrity mostrando sus virtudes ocultas a la luz del sol. A la que más mencionan en sus últimas publicaciones es a Jennifer López, a la que nunca he prestado mucha atención, la verdad. Pero comentan que el artículo viene acompañado por un vídeo tomado por un pasajero que iba en un tren próximo al suceso.
Con una sonrisa de medio lado, me decido a darle una oportunidad a la noticia. Siempre he sido un amante de lo Oculto, y leer a Poe, Lovecraft, Grabinski o al mismísimo Howard lo único que ha logrado es acentuar mi gusto. Uno de mis podcasts favoritos en Ivoox es el de Noviembre Nocturno, que espero todas las semanas con gran impaciencia. Así que, cuando abro el enlace y lo primero que me sale es una ilustración de un tren vaporoso que me recuerda a los trabajos de Piotr Bystry o Moreno Matkovic que se pueden encontrar por internet, el objetivo de reclamar mi atención queda del todo cumplido.
El artículo es mucho más extenso de lo que suele ser habitual. Habla con detalle de una serie de avistamientos de un extraño tren por toda la provincia, ya sea en zonas muy remotas donde los apeaderos casi no se usan, o en zonas de gran tránsito. Hace dos meses, a principios de otoño, se registró un incidente en la estación de trenes de Santa Justa en la que un tren fuera de control entro a toda velocidad en los andenes. Pero lo que resultó más sorprendente de todo fue que no hubo heridos ni se produjo accidente alguno tanto en la propia estación como en alguna de las vías muertas habilitadas para el descanso de los vehículos.
Lo más sorprendente eran las descripciones que del tren daban los testigos a los que habían entrevistado para el reportaje. Todos coincidían en que se trataba de una de esas antiguas locomotoras de vapor, de las que se alimentaban con carbón o leña y con las que una generación crecimos viéndolas, primero en blanco y negro y luego a color, en los Far West de John Wayne y Gary Cooper. Algunos de los que afirmaban haberla visto también sostenían que estaba envuelta en llamas, con largas lenguas de fuego que lamían su estructura. Otros juraban y perjuraban que la materia que la componía era humo y sombras y que apenas sí se podían distinguir sus perfiles, pero que se sabía que era una locomotora por la inconfundible forma de la chimenea y la cabina al final de la larga caldera cilíndrica.
Un tercer grupo de testigos, el menos numeroso de todos, afirmaba haber llegado a ver de manera muy fugaz al maquinista, al que describían como una figura confusa y alargada que apenas se dejaba vislumbrar por entre el humo y el fuego y al que los ojos le brillaban con un inquietante color rojo que le confería una apariencia, cuando menos, “demoníaca” y “perturbadora”. Al parecer, algunos de estos testigos afirmaban que se les había quedado mirando fijamente, a mitad de movimiento de hacer algo, quizás para echar una nueva carga de combustible a las llamas.
En mitad del artículo, entre todo el barullo publicitario con el que te contaminan Internet, aparecía un recuadro, al parecer un enlace en YouTube, en el que se decía que era el vídeo del tren que había podido tomar uno de los supuestos testigos durante uno de los escasos y fugaces avistamientos.
Pulsé el triángulo del reproductor de vídeo y puse la imagen a pantalla completa para poder atender a todos los detalles. Sostenía el terminal una mano temblorosa que no ayudó demasiado a ver con nitidez la película, pero algo se podía apreciar. Pude ver la silueta de la chica que estaba filmando, pero poco más, dado que había reflejo en el cristal del vagón. Sí es verdad que pude distinguir los asientos característicos de un tren de cercanías, y el marco de uno de los grandes ventanales, pero no se veía mucho más.
El visionado resultaba mareante, ya que las luces del techo no cesaban de parpadear y la imagen iba y venía por segundos. Ciertamente, se veía algo por fuera, pero no hubiera sabido decir si se trataba del lomo de una colina, de un efecto óptico producido por la suciedad y el desgaste del ventanal, o de qué narices se trataba.
Estaba a punto de salirme del artículo, hastiado y divertido a partes iguales por la pantomima desesperada del tabloide por recabar lecturas, likes y demás parafernalia de hoy en día con la que engalanamos nuestras superfluas existencias, cuando algo llamó mi atención los últimos cinco segundos. Las luces se apagaron otra vez, desapareciendo el reflejo, y pude observar una silueta confusa, como si estuviera hecha a partir de humo o vapor, y algún resplandor anaranjado que parecía golpear los cristales del vagón como si fuera una lengua. Se escucharon los gritos de varias personas hablando de manera confusa.
Entonces, por entre las olas inquietas que dibujaban la confusa forma, apareció una figura alta, espigada y de cabellos revueltos y aparentemente sucios, en la que dos fogatas escarlatas destacaban con luz propia, señalando lo que debían ser los ojos en un rostro enteco y casi sin tejido del que no se podían distinguir sus facciones.
Luego se interrumpió la imagen.
Me quedé unos instantes mirando mi propio reflejo en la pantalla del móvil, con el germen de la curiosidad desarrollándose en mi interior. No sabía si aquello era real o se trataba de algún truco por CGI como en las películas, pero la norma es que si quieres que parezca real debes invertir en consecuencia, y dudaba mucho que un diario digital fuera a hacer una inversión de miles de euros para obtener un resultado propio de la ILM. Además, estaba acostumbrado a ver trabajos digitales en películas y series, y allí no me parecía que hubiera una labor de infografía.
Comencé a realizar mi propia investigación por la red, encontrándome un buen puñado de páginas dedicadas al Ocultismo y a lo desconocido en las que se mencionaba, de un modo u otro, al extraño tren que recorría desde hacía años la provincia, desde la Roda de Andalucía y Olivares hasta Dos Hermanas o Sevilla Capital. Algunos de posts incluían fotos confusas en las que parecía poder apreciarse llamaradas o sombras más o menos voluptuosas en las que parecían poder adivinarse las formas de una locomotora.
Pero nada más.
Parecía que ninguna administración quería tomar cartas en el asunto aún cuando se contabilizaban casos de descarrilamientos y de otros accidentes graves en los que había que contabilizar algunas muertes.
Otro porcentaje de avistamientos, quizás los más aterradores, afirmaban que el extraño tren desconocido había envestido al convoy que lo avistó “abordándolo desde un ángulo imposible ya que, según los maquinistas, no había vía alguna que poder encarrilar para que la locomotora fantasma pudiera hacerlo”. En estos casos, y no eran pocos, la máquina se había lanzado a toda velocidad, convertida en una bola de sombras y fuego, contra los vagones, atravesándolos de parte a parte, pero sin causar daños. Se decía que habían visto la densa humareda y las lenguas de fuego agitándose dentro de las cabinas sin causar ningún daño estructural a las mismas, aunque sí se contabilizaban algunos fallecimientos por infarto, especialmente en pasajeros de edad avanzada, y unos pocos casos de locura en los que los afectados habían adquirido un pánico cerval hacia las locomotoras, el humo y el fuego. Bastaba con escuchar un chirrido, aunque fuera el del gozne oxidado de una puerta para que alguno de los afectados por la extraña manía sufriera un brote psicótico de terrible violencia que obligaba, las más de las veces, a que se les administrase un fuerte sedativo que los dejara fuera de combate durante horas.
Busqué informes, declaraciones, o cualquier otro documento en el que alguna de las administraciones públicas se hiciera eco del asunto, pero no encontré absolutamente nada al respecto. Todo parecía ser una marea de psicosis apocalíptica que se extendía de un blog a otro, pero nada más. No obstante, sí encontré una referencia muy superficial al aumento de brotes psicóticos en la provincia en el que los afectados parecían tener una fuerte fijación por el fuego y las sombras.
Nada más.
En otro artículo, había un estudio algo más pormenorizado sobre estos trastornos mentales que parecía estar devorando de la noche a la mañana la psique de personas completamente sanas, convirtiéndolas en completos dementes. Esta persona afirmaba ser psiquiatra y se había especializado en trastornos violentos de la personalidad y en su aplicación en el lavado de cerebros con aplicaciones militares. Tras una compleja y algo farragosa disertación sobre las estructuras mentales y su fragilidad ante determinadas situaciones y estímulos, afirmaba que resultaba interesante que, en todos y cada uno de los casos, los afectados hubieran experimentado una fobia repentina hacia las ratas y las locomotoras, que no hacia los trenes eléctricos modernos. De igual manera, las víctimas hacían referencia a una figura alta y muy delgada que trataba de arrastrarlos consigo al interior del tren y arrojarlos al interior de la caldera.
Consulté en canales de misterio en YouTube, pero solo encontré referencias en castellano en tres de ellos (VM Granmisterio, Verdad Oculta, y El Doqumentalista), en los que encontré unos muy buenos documentales pero que no lograron ampliar mucho más la información de la que ya disponía por mi propia investigación.
Cansado, con el cuello algo dolorido, me detuve. Era la hora de la cena. Miré el reloj por pura inercia. Me pareció muy curioso que mi hermana aún no hubiera llegado. Solía tomar el primer o el último tren desde Jerez y se bajaba en el apeadero, apenas a cinco minutos a pie del hospital. Tendría que haber llegado, al menos, hacía media hora, pero aún no lo había hecho. No le di más vueltas al asunto, y me concentré en el extraño caso de la locomotora fantasma con el que me había topado por pura curiosidad, como una suerte de ejercicio mental con el que distraerme de la oscura situación en la que se encontraba mi madre.
La veía apagarse lentamente. Más despacio de lo que le desearía a nadie. Hubo no pocos instantes en los que le deseé la muerte, no por odio, ni por un sentido malvado y egoísta de la vida, sino por pura piedad, para que se acabara aquel lento sufrimiento, la interminable agonía que no terminaba de consumirla.
Mi hermana apareció por la puerta de la habitación. Estaba empapada de pies a cabeza, con las últimas gotas chorreando por la punta de su paraguas. Tenía la cara contraída en un gesto de desagrado y enfado. Le dio a mi madre un beso en la frente y le susurró algunas palabras cariñosas al oído. Luego me dio un par de besos mientras me explicaba por qué se había retrasado.
No supo cómo había sido exactamente porque estaba leyendo un libro durante el trayecto, y no se percató hasta que no escuchó las sirenas de la máquina que el operador hizo sonar con desesperación, sobresaltándola. Cuando quiso darse cuenta, observó con horror cómo se precipitaba sobre ellos una luz que iba ganando tamaño a una velocidad escalofriante. No supo qué se les venía exactamente, pero dedujo que se trataba de otro tren. Las luces parpadearon, y salió despedida de un lado a otro dentro del vagón, pero no se produjo choque alguno. Pudo escuchar los gritos de terror del maquinista, cómo le rezaba a algo para que no pasara nada, y sus súplicas para que no morir. Mi hermana es enfermera desde hace casi treinta años, y nunca había escuchado a nadie aullar de esa manera para pedir clemencia a la Parca.
Luego, vino un periodo de calma en el que el traqueteo del vagón adquirió un suave tono que ya no les abandonó hasta que llegaron al apeadero. Un par de hombres con chaquetas y distintivos de RENFE subieron a bordo y se fueron del tirón a la cabina del maquinista. Cuando abrieron la puerta, se encontraron con el hombre tendido en el sucio suelo de goma, temblando como una hoja, con la mirada perdida y empapado en sudor, sin dejar de farfullar algo ininteligible.
Mi hermana se identificó inmediatamente como personal médico y procedió a atender al infortunado. Lo auscultó con rapidez, descubriendo que su pulso estaba más allá de Orión y que no respiraba con regularidad, por lo que dedujo que no iba a tardar demasiado en entrar en parada cardíaca. Mientras trataba de relajarlo, pudo distinguir algunas palabras sueltas…
—No me lleves… No… Suéltame… Las ratas… Las ratas… No me tires dentro de la caldera… No, a las llamas no…
Solicitó que se personara un SVB del 061 para atenderlo y poder trasladarlo a un hospital cuanto antes. La ambulancia no tardó ni cinco minutos en llegar y llevárselo al servicio de urgencias de Virgen del Rocío, pero a mi hermana, que lo había asistido en primera instancia, era compañera, y venía justo a ese hospital, la dejaron en el apeadero para que caminara bajo el aguacero.
Cortesía profesional, vaya.
Yo, por mi parte, seguí dándole de comer a mi madre con la cuchara de plástico que nos habían traído en la bandeja con la manduca, aparentemente concentrado en lo que hacía y sin prestar demasiada atención a lo que me contaba mi hermana, aunque en mi mente iba hilando puntos entre lo que había averiguado por internet y lo que acababa de saber por ella.
El misterio parecía ser real, pero tenía que haber una explicación lógica a todo el asunto. No podía ser una simple historia de fantasmas de las que se cuentan junto a una crepitante hoguera en un campamento antes de irse a dormir para inquietar a los cadetes. Eso se lo dejaba al arranque de “La Niebla” del maestro Carpenter.
Decidí terminar de darle de comer a mi madre e irme al apeadero para echarle un vistazo, ya que parecía ser que parte de la solución del misterio se encontraba justo en ese punto. Se le mencionaba en varios artículos de los que me había topado en los blogs que había consultado como uno de los lugares en los que habían tenido lugar algunos de los avistamientos. Además, el maquinista parecía haber sufrido un brote psicótico. Si mi hermana hubiera sabido a qué hora se produjo el suceso, podría calcular aproximadamente el lugar en el que había tenido lugar, pero no era así, por lo que tendría que husmear como un sabueso tras la presa.
De todos modos, seguir rastros forma parte de mi profesión. Me despedí de mi madre hasta la mañana siguiente en que le daría el relevo a mi hermana. Mientras nos dábamos los besos de rigor, añadió un detalle que se me grabó en la mente, esta vez por deformación profesional, me temo: me habló de un vagabundo que había en el apeadero, sentado muy derecho en uno de los bancos, desgreñado y con la larga melena sucia y apelmazada, mugriento de pies a cabeza. Estaba observando la escena con sumo interés, sin perderse un detalle de nada. A mi hermana le dio mucho miedo porque, dado que tuvo que volver sola por un tramo aislado y de una visibilidad más bien nula, temía que aquel tipo pudiera asaltarla sexualmente.
Me llamó mucho la atención de la descripción que me dio de su postura en el banco: bien sentado, con la espalda muy recta, mirando al frente pero con los ojos algo entornados para que no se le escapase ni la más mínima partícula de información, y las manos de dedos sarmentosos y uñas largas y muy sucias descansando sobre las rodillas. No es la postura habitual de un sintecho. La gente que vive en la calle no suele ir con la espalda recta, sino más bien encorvada, en una postura protectora desde la que se pueden defender o atacar dependiendo de la situación. El paso es vivo y los gestos son rápidos, casi nerviosos, mientras localizan cubos de basura en los que rebuscar algo de cartón o metal que poder cambiar por unas monedas. Miran de manera descarada, con ojos de expresión salvaje, casi animal en algunos casos, y no suelen ser disimulados.
¿Quizás supiera aquel tipo más de lo que podía aparentar? Quizás por unas pocas monedas y un cartón de vino me diera alguna información al respecto que se le hubiera pasado a cualquiera, dado que los investigadores que había consultado en la red habían trabajado en base a unos pocos testimonios dispersos y ninguna versión oficial.Salí a la lluvia, con el viento arrojando saetas de agua en todas direcciones con las que azotaba las calles grasientas y limpiaba pobremente el contaminado aire de la capital hispalense. Crucé por debajo del puente para dirigirme hacia el descampado en el que había aparcado mi coche. Se me dibujó una sonrisa cuando recordé la manera en que me había increpado el gorrilla esa misma mañana para exigirme una moneda, o de lo contrario mi coche iba a sufrir una desgracia terrible que él no iba a ser capaz de impedir, hasta que recordó mi cara y la puso en su sitio, y supo que lo mejor era callarse y que a mi coche no lo tocara el aire.
Caminé sobre los sucios charcos de albero, llave en mano, y me disponía a subir cuando me detuve. Me di la vuelta. El apeadero estaba iluminado por unos pocos haces de luz mortecina y débil que eran atravesados por las gotas de lluvia, confiriéndole al lugar un aspecto aún más siniestro del que ya tenía. Un imán me atrajo hacia allí sin que me pudiera resistir.
Crucé el puente y llegué a la plataforma. Estaba cerrado a cal y canto. Me asomé por la cristalera de las puertas. Ni siquiera estaba el vigilante que suele prestar servicio por las noches. Nadie. Ni un alma. Ni siquiera algún vagabundo tirado en el suelo con el lecho improvisado de cartones. Le di la vuelta a la instalación hasta llegar al vallado que separa las vías de las zonas transitadas por los transeúntes. Nada. Solo la lluvia, los haces amarillentos de las farolas y algo de neblina que se estaba extendiendo de manera lánguida y enfermiza por los alrededores.
Me iba a largar ya, reprochándome que me hubiera dejado embaucar por algunos pocos timadores on line cuando me detuve en seco al percatarme que el vallado tenía un agujero por el que cabía el cuerpo de una persona. No era especialmente grande, pero sí lo suficiente para que me pudiera colar dentro, si bien antes tuve que despojarme de mi grueso chaquetón, y yo mismo tuve que retorcerme como una serpiente para poder pasar al otro lado, dada mi corpulencia.
Saqué una linterna de bolsillo y eché un vistazo a mi alrededor. El suelo estaba del todo impracticable y no había manera de ver si había pisadas recientes o relevantes. Todo era lodo y charcos sucios. Alumbré las vías. Nada. Todo me pareció un trazado de lo más normal. Ninguna vía fantasma. Nada que me pudiera resultar anormal, o que me pudiera explicar qué había pasado durante el trayecto Jerez-Apeadero de Santa Justa-Sevilla.
Meneé la cabeza, descontento. Me gusta lo Oculto, sí, pero creo en realidades empíricamente demostrables. Incluso he vivido alguna experiencia que otra al respecto, pero aquello no era más que un pasatiempo que se me estaba yendo de las manos. Di un barrido con la luz buscando el orificio en la alambrada para irme al piso, darme una ducha caliente y poder descansar unas pocas horas antes de volver al hospital cuando lo vi.
Sentado en una de las banquetas del andén, con la espalda muy recta y las manos en las rodillas. La melena pegajosa y sucia, desgreñada, y la mirada salvaje y afilada de un depredador con la que no me quitaba el ojo de encima. Allí estaba. El vagabundo que había descrito mi hermana.
Me acerqué despacio, sintiendo que el agua comenzaba a calarme, sin saber muy bien que preguntarle. El otro, por su parte, sin girar la cabeza, no me perdía de vista con su ojo, que llegó a hundirse de manera dramática en la comisura de sus párpados.
—Buenas noches —saludé.
—Buenas noches, señor agente.
Torcí el gesto de la boca. Como siempre, me huelen aún mucho antes de llegar.
Sí, tengo un tufo inconfundible a policía que me delata a kilómetros de distancia. Miré a ambos lados del tipo. No había bolsas, ni una mochila. Ni siquiera cajas de cartón con las que montarse un camastro improvisado del que guarecerse del frío en las calles. Ningún tipo de pertenencia de las que suelen acompañar a los sintecho.
—Estabas aquí cuando ha llegado el tren de Jerez, ¿no es así? —afirmé.
Una sonrisa afilada de dientes amarillentos asomo por entre la sucia pelambrera que le envolvía la boca. Los dedos comenzaron a tamborilear sobre sus rodillas, pero no abandonó la postura en ningún momento.
—Así es, pero eso ya lo sabes —dijo con una voz áspera con la que arrastraba las palabras.
—¿Has visto algo raro?
—No hay raros. Solo trenes —fue su lacónica respuesta.
Comencé a pensar que le faltaba una parte importante del tornillaje en la azotea. Una rata se paseó entre nosotros. Era una animal de buen tamaño, grueso, y recio pelaje. El roedor se detuvo un momento a husmear en mi dirección, curioseando mi presencia, antes de continuar su camino hasta el borde del andén y saltar a las vías, perdiéndose en la oscuridad.
—Aquí solo hay trenes. Van y vienen. Traen cargas. Unas veces, de mercancías. Otras de personas y carne. Y algunas más, pero solo algunas, de almas.
Un corrillo de ratas apareció entre las sombras, caminando apresuradamente en mi dirección. Una de ellas se paró y me miró fijamente con sus ojillos rojos mientras me mostraba unos afilados incisivos amarillentos que asomaron bajo los inquietos labios.
—Sé lo que buscas, señor agente. El tren no ha parado aquí, pero ha pasado muy cerca. Una vez más. El maquinista no siempre consigue su objetivo, pero siempre está al acecho de lo que pueda encontrarse por el camino. Su caldera necesita combustible, y lo que encuentra va al fuego.
Me tensé. No sé si era por las ratas o por la extraña actitud de aquel sujeto. Sentí la presión de la funda contra mi abdomen mientras fijaba la vista en el otro.
—¿Y qué es lo que busca el maquinista? —quise saber.
El otro emitió una risita diabólica.—Ya te lo he dicho —su voz crepitó como si estuviera hecha de fuego—: almas.
Algo golpeteó incesante el techo, haciendo vibrar las luces del tubo fluorescente, que iban y venían. Alcé la vista. Había una rata enorme, quizás del tamaño de un gato, encaramada, con las negras uñas hundiéndose en el relleno, que golpeaba con su cola el foco haciéndolo parpadear.
—El conductor de esta última máquina se escapó por muy poco, pero no importa mucho: dejó parte de sí en el tren, y ahora está ardiendo en la caldera. Pero eso no basta. El tren sigue necesitando combustible.
La cabeza se giró con lentitud hacia mí, descubriéndome un rostro parcialmente descarnado, con algunos retazos de tejido ennegrecido aún adheridos al hueso. Por el orificio de la cuenca ocular vacía comenzó a salir un pequeño hilo de humo.
—Estábamos esperando un alma fuerte. Combustible de primera calidad para las calderas de la locomotora. Y, mira por dónde, nos vienes por tu propia voluntad. Es un gran día para el maquinista. ¡Oh, sí! ¡Un gran día…!
Escuché una serie de chirridos agudos. Cuando quise darme cuenta, me encontré rodeado de roedores de todos los tamaños, con los ojillos brillantes y mostrándome de manera amenazadora los grandes dientes. Algunas llevaban prendidas en el sucio pelaje garrapatas y otros parásitos que les chupaban la sangre. Lanzaban inquietantes chillidos mientras se iban acercando de manera lenta pero inexorable hacia nosotros. Mientras, el vagabundo iba echando cada vez más humo negro por distintas partes de su cuerpo en tanto que su rostro iba perdiendo cada vez más tejido vivo para reemplazarlo por aquel más oscuro y negruzco.
—Llevábamos tiempo buscándote, cazador de monstruos, Aquel-Que-Escapó, el primer bastardo del Club de los Primeros Bastardos…
Un escalofrío me mordió la espalda. Eran palabras que no me esperaba escuchar y que, sin embargo, conocía perfectamente. Una parte de mi pasado de la que no me iba a poder librar jamás, un caminante oscuro que viajaba en paralelo a mí, que vampirizaba mi existencia en silencio, omnipresente y omnisciente, para volver a emerger a la luz y tratar de acabar conmigo a la menor oportunidad.
—¿Qué es lo que queréis? —pregunté, inquieto, sin saber bien a quién tener más controlado, si a las ratas o al cuerpo que se iba convirtiendo en humo y cenizas.
—A ti, cazador de monstruos —dijo el indigente, antes de que su cuerpo fuera consumido del todo, transmutándose en una especie de ser ceniciento que desapareció de la vista bajo el humo.
Las ratas me tenían completamente cercado, y en el asiento se veía una densa humareda que había devorado casi por completo al banco y su ocupante.
—¡Saluda al maquinista, cazador! —pude escuchar aullar con su chirriante voz al hombre que ya no estaba allí.
Hubo un estallido. El aire se agitó a mi alrededor con gran violencia, y algunas ratas salieron huyendo a toda velocidad, buscando rincones oscuros y seguros en los que poder ocultarse, mientras que otras, las más grandes y corpulentas, ni se inmutaron. Una luz intensa describió una línea recta a mi lado mientras un estruendo infernal llenaba el aire nocturno, imponiéndose al fragor de la tormenta que arreciaba a mi alrededor.
Era una locomotora, una forma confusa hecha a base de humo, fuego y sombras, pero sus contornos eran muy evidentes. Tras uno de los humeantes velos, una figura alta y espigada me miró con sus ojos ardientes como brasas, de un rojo tan intenso que ni el hollín era capaz de ocultarlos.
Era el maquinista.
El cuerpo parecía no querer mostrarse plenamente a la débil luz de las farolas, en una suerte de cómodo anonimato desde el que se permitía el lujo de observarme con una total impunidad. Se produjo un resplandor tras él, y pude observar un cuerpo enjuto y corcovado, en cuya gibosa espalda sobresalían como espinas los nudos vertebrales. Alzó una mano de dedos retorcidos y nudosos, apuntándome con una alargada uña negruzca como una garra.
—El maquinista te reclama, cazador de monstruos —pude escuchar la voz del ya desaparecido indigente desde algún punto ubicado más allá de las sombras—. Le tienes que pagar el peaje de haber vivido de prestado, monstruo entre monstruos.
Las ratas me cercaron aún más, reduciendo el espacio en el que me encontraba. Resultaba asfixiante sentirlas por todas partes, con ese característico olor a pelo pútrido y húmedo, con sus alientos llenando cada vez más el aire con su fetidez a carroña y descomposición. Incluso las podía sentir por encima de mi cabeza sin necesidad de tener que levantar la mirada para verlas. Un par de colas me acariciaron la nuca de un modo que solo puedo describir como juguetón, aunque no pude evitar el escalofrío que me causó la repugnancia de aquel tacto contra mi piel.
Un aullido rasgó la noche por la mitad, sobresaltándome y crispando mis nervios hasta casi hacerlos estallar como si fueran vidrio. El silbato de la máquina había lanzado un agudo pitido con el que reclamar mi alma. Una prolongada columna de vapor se alzó bajo la lluvia, convirtiéndose en el pistoletazo de salida para la miríada de furibundas ratas que me rodeaban se arrojasen contra mí.
Casi no tuve tiempo de cubrirme la cara con los antebrazos mientras sentía sus feroces mordiscos atacando mi ropa por todas partes. Algunos de los diminutos dientes llegaron a traspasar la tela, hundiéndose en mi carne. Sentí el tacto cálido y viscoso de mi propia sangre deslizándose de manera repugnante bajo mi ropa mientras me agitaba desesperado, tratando de deshacerme de cuantas alimañas era capaz, pero por cada una que me quitaba de encima aparecían otras tres para sustituirla. Algunas llegaron a rozar mi rostro, y pude ver unos aterradores primero planos de lo que siempre nos ha parecido que eran unas garras insignificantes, y les puedo garantizar que de inofensivas no tienen nada.
Me había quedado bloqueado, sin saber qué hacer. Llevo más de quince años en esta profesión, y me he enfrentado a la muerte en numerosas ocasiones, pero ninguna le había visto un lado tan inquietante y aterrador como a esta. La posibilidad de morir en el festín que las pestilentes y repugnantes ratas pretendían darse con mi cuerpo era algo que me causaba verdadero pavor.
—¡Oh, sí! —escuché reírse a mis espaldas al indigente, que parecía encontrarse a muy poca distancia de mí—. Esta vez, el cazador es el cazado, y la presa es devorada por los que antes eran trofeos.
Se escucharon varios golpes metálicos. Pude atisbar por entre los cuerpos de dos ratas que intentaban devorarme los ojos que, al fondo, apenas un bosquejo entre las olas de vapor y hollín, el cheposo maquinista golpeaba el suelo de su cabina con lo que creía que era una pala para echar el carbón a las llamas de la caldera. El peso de los cuerpos que se amontonaban sobre mí comenzaba a resultar incómodo, y su simple presencia a mis vías respiratorias, asfixiante.
Algo iluminó mi cabeza entonces. Fue una frase del indigente, pronunciada entre varios palazos de los que daba el maquinista, que había aumentado la cadencia con la que golpeaba el suelo, mostrando su impaciencia.
—Cazador de monstruos…
Algo despertó en mí, un oscuro habitante que me hace compañía de manera más que permanente, oculto en lo más profundo de mi ser, una cosa que procuro controlar y a la que llamo Eso, porque la temo cuando sale de mí.
Dejé de protegerme la cara, que se me llenó inmediatamente de ratas intentando comerse mis ojos, rasguñándome y mordiéndome la piel con ansia asesina. De un rápido movimiento, bajé las manos a la cintura y extraje mi arma particular, disparando un par de veces a ciegas. Las ratas se estremecieron, asustadas por los estampidos, y un buen número de ellas abandonaron mi cuerpo, corriendo a esconderse entre las sombras.
El maquinista dejó de dar golpes contra el suelo, fijando sus rojos ojos ardientes como ascuas sobre mí. Abrió los brazos, lanzando un aullido similar al sonido emitido por el silbato de la locomotora hacía apenas unos minutos, mientras me dedicaba una mirada cargada de un odio intenso. Le vi alzar la pala por encima de la cabeza, mientras se producían estallidos y fogonazos a sus espaldas que arrojaban lenguas de fuego en el interior del habitáculo que ocupaba. Sin pensármelo, alcé mi pistola y volví a hacer un doble disparo, esta vez en dirección a la figura espectral que dibujaban los resplandores de la locomotora. El cuerpo cayó con pesadez al interior, mientras las ratas que aún me quedaban sobre el cuerpo huían despavoridas hacia las sombras. El vapor y las llamas se extendieron por el andén del apeadero en mi dirección.
Mareado por el ataque de las ratas, di un par de pasos atrás tambaleándome, casi sin ser capaz de mantenerme en pie. El arma temblaba en mi mano, y tenía un corte sobre el ojo izquierdo que sangraba profusamente. La locomotora desapareció tras las llamas y el humo. Los ojos me escocían y me lagrimeaban, y a penas sí era capaz de respirar.
Salí corriendo del apeadero, buscando a ciegas el agujero en la alambrada por el que me había colado en el lugar, pero los ojos rojizos de los roedores brillando más allá de los límites de luz me cercaron. Retrocedí de nuevo. La lluvia me azotó, calándome hasta los huesos, haciéndome temblar de frío. El agua me aclaró la herida y pude ver con nitidez de nuevo. El incendio se había extinguido hasta desaparecer por completo. No, no era eso. Simplemente, no había pasado. No había restos de madera quemada, de los lametones de las llamas en las paredes o en las vigas, ni siquiera restos de hollín en el techo por el que se había filtrado como una gotera los roedores que me habían saltado encima hacía apenas un rato.
Era como si nunca hubiera pasado.
Lo comprendí. De inmediato. Aquello distaba mucho de haber terminado, sino que, por el contrario, no había hecho más que empezar.
De pronto, una marea de puntitos llameantes se arrojó desde las tinieblas hacia mí. Como en el cuento, las bestias que asediaron Hamelin pasaron en tromba a mi lado, rodeándome sin tocarme. Estaba pendiente de las criaturas que seguían avanzando hacia mí a saltitos cuando una voz crepitante resonó a mis espaldas.
—El maquinista aún te reclama, cazador de monstruos.
Me giré a tiempo de ver la baraúnda de ratas que se amontonaban las unas sobre las otras hasta formar un montículo informe que adquirió perfiles humanos poco a poco mientras algunas volutas de humo se alzaban al lluvioso cielo nocturno a través de los espacios que quedaban entre los cuerpos de los roedores, hasta que el mendigo volvió a aparecer ante mis ojos. El rostro seguía carcomido y parcialmente descarnado, pero aún mantenía la mirada alucinada en los ojos.
—Tienes que pagar al maquinista, cazador —me dijo, al tiempo que alzaba sus raquíticas manos hacia la cabeza.
Los largos y sucios dedos asieron con fuerza los tejidos que envolvían el cráneo y tiraron hacia abajo con fuerza. La piel se desgarró con un sonido similar al de la tela al romperse, azotando la noche mientras los haces de fibras musculares cedían a la fuerza del jalón. El cráneo estalló con un sonido seco mientras mantenía su desquiciada mirada fija en mí. Los tejidos cayeron a los lados del cuerpo a medida que describía un arco descendente con los brazos que murió al llegar a la altura de las caderas.
Se estaba quitando su disfraz ante mí mostrándose como era en realidad: una rata enorme, de figura antropoide, espalda curvada y musculosa, nervios fibrosos surcados de palpitantes venas que vibraban bajo el espeso pelaje que recubría todo su cuerpo. Los dientes eran enormes y afilados, pero más similares a los de un lobo que a los de una de las ratas que se habían fusionado para crear aquel ser ante mis ojos.
Resonó un golpe metálico a mis espaldas. La locomotora había vuelto a aparecer sobre los raíles, envuelta en negro humo y sucio vapor, y la gibosa silueta de ojos rojos del maquinista volvía a golpear el suelo de la cabina con la pala del carbón.
Estaba rodeado. Ratas. Monstruos. Una máquina infernal.
Guardé el arma en su funda. No me iba a valer de nada. Había combatido ya en numerosas ocasiones a los monstruos de dos patas, a esos que salen en los telediarios, y a estos el plomo y la pólvora no les iba a hacer la más mínima mella. También me había enfrentado a estos en numerosas veces en el pasado, pero esa es otra historia que ya les contaré en otra ocasión.
Cerré los puños. Alcé la vista al rojizo cielo nocturno que no cesaba de llorar sus lágrimas de lluvia sobre mí. Por entre las nubes, apareció una luna ominosa que me miró en silencio, mudo testigo de lo que estaba por venir.
Con los palazos del maquinista de fondo, miré a la criatura que me sonreía de un modo feroz, mostrándome los largos colmillos babeantes con una mueca de triunfalismo sádico y voraz. Cerré los puños y me relajé.
Para este tipo de cosas, abro la jaula y dejo salir a Eso.
Eso sabe tratar a los monstruos.
Eso me convierte en un monstruo más, en uno de la peor especie.
Bramando como un toro, con los palazos del maquinista marcando los latidos de un corazón de ritmo diabólico, me lanzo contra la rata. Su expresión de triunfo se torna a un rictus de sorpresa. Siempre pasa cuando dejo salir a Eso fuera de la jaula y le dejo hacer a voluntad.
Solo puede quedar uno.
Javier Lobo
Javier Lobo es el pseudónimo tras el que se oculta un escritor andaluz residente en Sevilla.
Ha publicado “La Carne del Pecado” (relatos eróticos) y “El Rey Escorpión” (novela corta-relato erótico largo).
Ha participado en diferentes antologías, como «Inspiraciones Nocturnas», «DSS» (poesía erótica), «Breves Carcajadas», «Entre Penumbras», «Himeneo», «Predestinados», «La Luz Me Hace Daño», «Popular Stories Library 4: El Amor Está en el Monstruo».
También ha colaborado con las revistas digitales “Círculo de Lovecraft”, “Vuelo de Cuervos”, “Rigor Mortis”, “Extrahumanos-Mutaciones”, “Artesanía en la piel” de Altavoz Cultural, "Revista Quinta Raza" o el fanzine de aparición anual “From Outer Space”.
Amante del deporte y de la vida sana, le encanta el cine, la música y es un devorador de libros compulsivo, con un intenso mundo interior que explora cada vez que se sienta a escribir. También le encanta viajar y hacer submarinismo, así como casi todas las actividades que impliquen una fuerte descarga de adrenalina.