Relato: Arrugas en el cerebro (David P. Yuste)

por David P. Yuste

Gerard echó una ojeada rápida a la sala y comprobó satisfecho que la mesa que tanto le gustaba ocupar estaba vacía aquella mañana.

Se dirigió hacia ella y tomó asiento rápido dejando sobre la silla contigua su descolorido y abultado maletín de trabajo. Desde su posición tenía unas vistas magníficas del exterior, ya que junto a esta se abría un gran ventanal de cristal que se extendía hasta casi tocar el techo de la sala. Además, desde allí también podía controlar toda la cafetería, así como las mesas que le rodeaban. Con un solo golpe de vista podía otearlo todo sin necesidad de girarse o tener que hacer movimientos bruscos. Cualquiera que lo viera proceder de una forma tan meticulosa podría pensar que se trataba de un delincuente preparando el atraco perfecto, o tal vez de algún tipo de detective; uno de aquellos personajes que contrataban en las películas los maridos celosos para que averiguaran si sus esposas les eran o no infieles.

Visto así, la verdad es que su actitud podía parecer en un principio ciertamente sospechosa. Sin embargo, no era ninguna de aquellas cosas. Nada más lejos de la realidad. Los motivos de Gerard eran bien distintos y mucho menos emocionantes que todo eso. Sí que era cierto que le gustaba observarlo todo, estudiar a la gente, sus costumbres y comportamientos, pero eso era algo que le venía desde muy temprana edad.

A lo que Gerard se dedicaba en realidad era al periodismo. De hecho, trabajaba como columnista para la sección de sociedad en un pequeño diario de tirada local. No podía negar que, gracias a su actitud curiosa y no poco despierta, había obtenido la inspiración necesaria para realizar varios trabajos bastante aceptables. O al menos algunos escritos que le habían ayudado a salir del paso en al menos media docena de ocasiones.

Dos buenos ejemplos de ello eran artículos bastante recientes con títulos como ¿Deberíamos instaurar la costumbre de dar siempre propina?, o Qué hacer con tus hijos después del colegio si no te llega para pagarles las actividades extraescolares. No es que fueran sus mejores publicaciones, de eso estaba seguro. Pero a su jefe le parecieron lo bastante decentes como para editarlas. Así que, después de todo, era ahí donde acababa el fruto de todo su esfuerzo como cotilla profesional: impreso justo entre Las recetas de cocina de la tía Agatha y el espacio destinado a la opinión de los lectores.

Mientras disfrutaba de las vistas que se abrían a su izquierda, pidió un expreso de máquina muy caliente. Desde hacía semanas, se había habituado a realizar buena parte de su trabajo sentado en aquella cafetería de una conocida franquicia americana, y siempre en el mismo centro comercial, situado a escasos minutos de la oficina. Poco a poco y casi sin darse cuenta, Gerard había interiorizado aquel proceso hasta convertirlo en una especie de ritual, algo que podía parecer mera rutina, incluso carente de un valor real para muchas personas. Pero para él se había ido incorporando en su forma de hacer hasta permutar en algo vital y casi imprescindible para poder desarrollar el trabajo que vendría en las horas posteriores.

Con los primeros sorbos de café llegó hasta su paladar el regusto suave pero amargo que tanto le agradaba de la variedad arábiga. Se deleitaba en su aroma, que ascendía desde la taza en vaporosas hebras de delicado dulzor, concentrado en admirar el cielo a través de la cristalera. Un océano aéreo, azul y luminoso, bellamente despejado el de aquella mañana. A esas horas, se avistaban cruzando a través de él numerosos aviones en sus muchas idas y venidas, desde y hacia el aeropuerto que se ubicaba a escasos kilómetros de allí. A menudo, Gerard se descubría tratando de adivinar qué destinos exóticos y llenos de maravillas podrían deparar a los pasajeros de aquellos enormes prodigios de la ingeniería aeroespacial. Siempre había soñado con viajar y dar la vuelta al mundo, y de hecho era una de las asignaturas que todavía tenía pendiente.

Por desgracia, no había tenido demasiadas oportunidades en los últimos años. Por el momento su sueldo no daba para mucho, ya que el periódico aún estaba despegando (una forma muy apropiada de decirlo, ya que algo más de dinero le habría venido de maravilla para comprar los billetes que le llevarían a emprender las aventuras que tanto ansiaba); y, por otro lado, la enfermedad de su madre le había tenido bastante ocupado hasta ese último verano, cuando finalmente se marchó de este mundo y partió hacia un lugar mejor.

Había sido un camino árido y desolador en extremo, pero de igual manera previsible e inevitable. Ambos habían padecido juntos la enfermedad, aunque por razones obvias de una forma bien distinta. Gerard había asistido al paulatino deterioro de la mujer que le había dado la vida, hasta ver cómo se iba consumiendo de una manera descorazonadora, sin poder hacer nada para evitarlo. Poco a poco su luz se fue apagando, devorada por un tumor cerebral que en pocos meses terminó por segar su vida de forma definitiva.

Fueron momentos muy duros. Gerard se pasaba buena parte del día en el hospital junto a ella. No consentía en separarse por las noches del cabecero de su cama. Cuando estaba con ella, sostenía en todo momento su mano, que había adquirido un aspecto ceniciento y le resultaba en cierto modo desconcertantemente desconocida. Procuraba mantenerla delicadamente acomodada en su regazo, como si con ello pudiera evitar que ese último aliento se escapara, llegado el momento aferrándola contra su cuerpo.

A partir de la pérdida de su madre todo se hizo cuesta arriba para Gerard. Era hijo único, y no había conocido nunca abuelos o tíos, ni siquiera recordaba a su padre, el cual se marchó siendo él aún muy niño. De esa manera tan trágica y prematura se había quedado solo en el mundo, sin tiempo tan siquiera de poder formar su propia familia. Pronto perdió todo interés en las reuniones sociales, a pesar de que sus amigos le insistían una y otra vez que le haría bien salir de casa. Tampoco tardó demasiado en dejar de ilusionarse con lo que hacía, por lo que la calidad de su trabajo también se vio claramente comprometida.

Fue una tarde de otoño precisamente en aquella cafetería, sentado en ese mismo rincón y con la soledad como única compañía, que la fortuna quiso que la inspiración volviera a él con el rostro de una niña de siete años como musa. La pequeña se encontraba sentada en uno de los altos taburetes de la barra, balanceando sus cortas piernecitas de un lado para otro, vestida todavía con el uniforme del colegio. Estaba acompañada de un adulto que, por la edad que aparentaba, debía de ser su padre.

Estaba distraída hurgando dentro de una pequeña mochila de vistosos colores rematada con personajes de dibujos animados. Su cara se veía realmente divertida, con el ceño todo fruncido y parte de la lengua fuera en un evidente gesto de concentración. En un momento dado, sus ojos se iluminaron cuando su mano pareció toparse con lo que buscaba. Lo sacó de un puñado y lo sujetó delante de la cara de su padre con una gran sonrisa mellada en los labios. Entre sus dedos apareció un muñeco hecho de trapo e hilo de diferentes colores, que llevaba a su vez cosido a la mano otro muñeco un poco más pequeño. Al observarlos, Gerard supuso que se trataba de una réplica textil del padre y la hija. El parecido era de lo más gracioso y realista, imitando incluso la barba pelirroja del adulto confeccionada a partir de algunos trozos de lana remendados a la cara. El hombre a su lado, viendo el ocurrente regalo, no pudo evitar conmoverse y levantando a la pequeña en volandas le obsequió con un enorme achuchón de oso y le plantó media docena de sonoros besos por toda su carita menuda.

Gerard se descubrió visiblemente emocionado ante la escena que estaba contemplando. Esa tarde fue la primera vez que sonreía en varios meses (más de los que admitía recordar). Con aquello también llegaron hasta su psique los primeros esbozos de su próxima columna que, por cierto, fue muy aplaudida por sus compañeros. Al igual que en los cuentos de hadas, fue como si aquella escena hubiera desecho el encantamiento que lo mantenía hechizado. Bastó ese solo gesto para que no tardara demasiado en crecer nuevamente la alegría dentro de su corazón, de forma gradual eso sí, pero cada vez con más frecuencia e intensidad.

Era curioso cómo a veces, de la manera más sencilla e inesperada, algo que crees roto comienza de pronto a moverse otra vez en tu interior, y ese algo, sin que te des cuenta, empieza a hacer que reacciones de nuevo ante los estímulos de la vida, poniendo en funcionamiento los resortes naturales. Como si todo volviera a ser como siempre. En el fondo sabes que nunca será del todo igual, pero llega el momento inevitable en el que tienes que afrontarlo y decirte «debo seguir adelante». Y eso fue precisamente lo que Gerard hizo.

Ahí estaba él, sentado en su lugar de costumbre buscando como cada mañana una nueva idea, fresca, puede que divertida, que lo hiciera entusiasmarse, que lo llevara quizás a crear otra historia para su sección. En definitiva, siguiendo adelante con su trabajo, con sus aficiones y proyectos a medio plazo. Con su vida.

Dejó a un lado la taza aún humeante y cogió del bolsillo de su americana un paquete de Black Star casi vacío del que a su vez extrajo un cigarrillo rubio. Lo encendió dando dos rápidas caladas y lo depositó en el cenicero de cristal con el logotipo impreso en verde y negro de la franquicia. Acto seguido, sacó del maletín su portátil y lo depositó también sobre la mesa con la tapa de la pantalla todavía sin levantar.

Como si se tratara de un escáner de rastreo súper-avanzado, Gerard comenzó a mirar por la sala sosteniendo el cigarro entre los dedos, analizando (sin que resultara, eso sí, demasiado evidente) cada situación; a cada una de las personas que estaban sentadas a su alrededor, sus comportamientos y movimiento. Cualquier cosa por pequeña que pudiera parecer con la que hacer saltar la chispa de su ingenio.

Primero se topó con dos hombres enchaquetados y pulcramente peinados que discutían en la barra amigablemente, posiblemente de negocios o de algún tema relacionado con su trabajo. Por la calidad de las prendas, debían ser como poco dos ejecutivos de los buenos o puede que a lo mejor un par de jefazos. Dos peces gordos (eso seguro) decidiendo muy probablemente qué cambios hacer para sacar mayor rentabilidad a sus inversiones. Detrás de esa misma barra estaba la camarera morena que le atendía todas las mañanas, preparando un batido de frutas para un hombre bastante corpulento. Este la observaba atentamente desde su asiento, como si de esta manera quisiera asegurarse de que la chica no fuera a saltarse ningún paso que él pudiera considerar de vital importancia para el resultado final. Un poco más lejos, en una de las mesas del fondo, una madre hacía exagerados aspavientos sin demasiado éxito, intentando al parecer que sus dos pequeños se pusieran los abrigos. Ellos, por su parte, seguían sentados sin hacerle demasiado caso, mareando con sus pajitas el contenido de unos grandes vasos de plástico. Seguramente, y a juzgar por cómo avanzaban los acontecimientos, esa mañana no llegarían a tiempo a la escuela. Una pareja relativamente joven desayunaba acaramelada en una mesa anexa, cogidos incansablemente de la mano. Por cómo se miraban y se sonreían debían de estar en los primeros estadios de la relación.

Aquella mañana estaba resultando ser demasiado común y poco estimulante.

Gerard dio otras dos buenas caladas, apuró su cigarrillo hasta el filtro y lo aplastó en el cenicero, cubriendo de cenizas el logotipo de la cafetería. Por el momento, no parecía que hubiera encontrado nada sugestivo o al menos de utilidad para su trabajo. Si nada lo remediaba, tendría que volver de vacío a la oficina y estrujarse la mollera hasta ver si conseguía extraer algo de jugo para su columna en el diario. O en el peor de los casos y llegado el momento, hacer algún refrito de una publicación antigua, maquillándola y dándole algunas pinceladas con la esperanza de que su redactor no se percatara de la jugada.

Estaba a punto de encender otro pitillo cuando sus ojos fueron a posarse en la mujer sentada justo a su derecha. Pasó junto a ella cuando entró en la cafetería, pero en ese momento no le había prestado demasiada atención. Era una señora de edad avanzada, de pelo blanco pulcramente recogido y vestida con un sencillo traje de color negro. Su expresión era serena, casi paciente. De no ser por la tostada que mantenía en la mano y a la que iba dando pequeños mordiscos de una forma taimada, como si fuera un delicado pajarillo recogiendo con suma paciencia diminutas migas de pan, podría haber jurado que formaba parte de la misma decoración del local. Gerard llevaba más de treinta minutos en su asiento y hasta ese momento no se había vuelto a fijar en la anciana. Tenía un rostro castigado por la edad, tal vez demasiado pálido y surcado de arrugas. Pero sus ojos, dos grandes ventanas de un intenso color esmeralda, conservaban aún un cierto brillo que confería a su rostro un aspecto hermoso. Gerard pensó que en su juventud aquella mujer debía de haber sido genuinamente bella. Tenía cierto parecido con una profesora que le dio clases siendo él un niño de muy corta edad y a la que a día de hoy todavía recordaba con gran cariño. Eso le llevó a recordar sus primeros años del jardín de infancia, las mañanas de juegos y canciones. Dejó que su mente flotara a la deriva entre aquellos recuerdos felices, con la esperanza de hallar algo útil en lo que trabajar.

Estaba evocando esas imágenes pasadas cuando la rueda de sus pensamientos se detuvo de golpe.

Fue como si algo se hubiera atascado en su cabeza. De pronto se encontró contemplando una vez más a la anciana de su derecha. Enseguida se dio cuenta de que algo no encajaba en la escena que estaba contemplando. No tardó demasiado en comprender de qué se trataba.

¿Cómo no se había dado cuenta, considerándose tan observador como se creía?

Frente a la mujer, y como si la acompañara un ente que nadie más salvo ella fuera capaz de advertir, habían dejado preparados un café y una tostada, ninguno de los cuales parecía que hubieran sido tocados. Le resultó algo un poco extraño, ya que en ningún momento había visto a nadie junto a ella. Por un instante, a Gerard se le ocurrió que quizá su acompañante hubiera tenido que levantarse para ir al baño, pero no tardó ni cinco segundos en desechar esa idea. Miró su reloj. Llevaba un buen rato en el local, y desconocía cuánto tiempo más podía llevar aquella mujer allí sentada. Tal vez había ido sola hasta el centro comercial y esperaba a algún familiar que se estaba retrasando más de lo esperado. Aquello le pareció poco probable. El edificio estaba bastante apartado y dudaba que aquella mujer hubiera caminado sola hasta tan lejos. Por otro lado, el transporte público no era una opción válida, ya que por el momento hasta allí no llegaban todavía ni los trenes ni la línea de autobuses. La idea de que hubiera podido llegar conduciendo le parecía un tanto descabellada. A juzgar por su edad no creía que tuviera coche y mucho menos carnet. Aunque, por otro lado, sí que era cierto que había personas que superando con creces la edad de jubilación conservaban sus facultades y pilotaban incluso mejor que otras mucho más jóvenes. Pero entonces, ¿qué otras opciones quedaban? ¿Un taxi tal vez? Era una opción bastante válida. Pero eso no resolvía la cuestión del desayuno que permanecía abandonado e intacto frente a ella.

Gerard parecía hipnotizado, era incapaz de apartar la vista de aquella anciana. Sabía que lo que estaba haciendo era algo sumamente descortés, por no decir de una pésima educación. Una cosa era observar durante unos segundos, tal vez un par de veces más de soslayo y como el que no quiere la cosa. Pero aquello estaba fuera de lugar, era del todo inapropiado. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad y posó sus ojos en el logotipo del cenicero, que ahora aparecía parcialmente enterrado bajo las colillas. Intentó distraer sus sentidos sacando otro cigarrillo. Se afanó en sentir cómo el humo bajaba hasta sus pulmones, en cómo lo retenía dentro de ellos para finalmente expulsarlo en largas bocanadas al exterior.

A pesar de ello, no pudo evitar mirarla una última vez mientras abría su ordenador portátil, intentando con ese gesto ocultar su pequeña incorrección. Parecía tan frágil y desamparada. Gerard se dio cuenta ahora de que los ojos que le habían parecido antes tan hermosos albergaban además lo que él interpretó como cierta tristeza. Puede que se equivocara, pero no lo creía. La mujer mantenía la vista clavada en el asiento vacío frente a ella. Su expresión parecía anhelante, como si albergara la esperanza de que de un momento a otro ese espacio fuera a ser ocupado por alguien cercano y amado.

Una idea desagradable comenzó a formarse dentro su cabeza hasta que fue incapaz de apartarla. Poco a poco, esta se fue enredando en su intelecto como si fuera un insecto que se revolvía desesperado en una tela de araña.

En ese momento apareció Alex, la joven camarera que le servía el café todas las mañanas. Gerard le pidió amablemente un segundo expreso, a lo que ella asintió con su habitual sonrisa. Antes de que se marchara, aprovechó para preguntarle en un tono deliberadamente bajo por la señora que se sentaba junto a él. Alex miró de reojo hasta el lugar que ocupaba aquella señora, con una expresión un tanto ceñuda. Por un momento pareció que no iba a responder, como si con su silencio intentara evitar semejante indiscreción. Pero enseguida se recompuso y su cara volvió a ser la misma de siempre. Entonces se acercó un poco a Gerard y con una bayeta que sacó de uno de sus bolsillos comenzó a limpiar una mancha imaginaria sobre la pulida superficie de la mesa. Con el paso del tiempo ambos habían adquirido cierta familiaridad, esto era algo inevitable siendo él un cliente habitual. Gerard pulsó el botón de encendido del portátil mientras iba comprobando una a una las conexiones de su equipo, intentando mostrarse por su parte lo más convincente posible.

En aquella fingida intimidad, Alex le explicó entre susurros que la anciana había llegado con una mujer de mediana edad a la cafetería, y que tan pronto pidieron el desayuno se levantó y se marchó. Antes de abandonar el local se excusó ante su compañera comentando que tenía que ir a hacer unas gestiones y le preguntó si podía hacerle el favor de vigilar a su madre hasta que ella regresara. Alicia (la otra camarera del turno de mañana), no pudo hacer otra cosa que acceder ante aquella petición, puesto que la había cogido completamente por sorpresa. La misteriosa mujer pagó la cuenta y, como si tuviera prisa, abandonó rápidamente el local. De eso había pasado más de una hora, y Alicia empezaba a temer que no fuera a volver a por ella en toda la mañana.

Gerard no sabía muy bien qué pensar de todo aquello. Mientras le daba vueltas a estos pensamientos, no pudo evitar volver a mirar a la anciana. Había terminado con la tostada y sus manos ansiosas jugueteaban con una servilleta sin que sus ojos se apartaran de la silla que seguía vacía delante de ella. Parecía tan desvalida, tan necesitada de afecto y de cariño que por un instante estuvo tentado de levantarse y acercarse para ocupar ese espacio libre. Pero aunque en un primer momento le había parecido una buena idea, no tardó en cambiar de parecer. La realidad era que no conocía de nada a aquella mujer y tampoco sabía cómo podía reaccionar ante ese gesto. Puede que confundiera su intento de acercamiento y lo interpretara como una profanación de su intimidad, y desde luego lo último que quería era que pudiera asustarse o sentirse incómoda. Verla allí sentada, tan sola como estaba, hizo que el recuerdo de su madre aflorara de nuevo, tan doloroso como un puñado de alfileres clavándose con fuerza bajo la piel hasta quedar profundamente incrustados.

De nuevo sintió que la había perdido demasiado pronto. Jamás tendría la ocasión de volver a abrazarla o besarla. Tampoco volvería a sentir la alegría que a esta le producía verlo entrar por la puerta cada vez que se acercaba por sorpresa a visitarla hasta su pequeño pisito del centro. Eran tantas cosas las que no podría compartir nunca más con ella… Pasar juntos las navidades otro año más, esa fiesta que adoraba a pesar de que siempre la pasaban solos al no haber más familia con la que disfrutarla; llevarlo del brazo el día de su boda y ver nacer y crecer a sus nietos, aunque para eso tuviera antes que conocer a una mujer que lo quisiera lo bastante como para aguantar sus estúpidas manías.

Era injusto que otros tuvieran semejante oportunidad y la desaprovecharan de una forma tan evidente.

¿Cómo era posible que alguien fuera capaz de hacer algo tan mezquino y no sentir el menor ápice de culpa?

Gerard recordó una frase de un actor alemán de mediados del siglo veinte que había leído en una ocasión: «Todo el mundo quiere llegar a viejo, pero nadie quiere serlo». Supuso que cuando Martin Held expresó esta aseveración, trataba de referirse a ese deterioro inevitable de nuestras facultades, en ese proceso lento pero inexorable fruto del paciente avance del tiempo. Nadie quiere verse solo o abandonado, sentirse inútil y privado de sus facultades. Despojado de todo lo necesario para poder realizar esas cosas que, cuando miramos atrás, no hacía tanto que podías hacer sin ayuda de otros. Pero lo peor de todo debía de ser el sentirte una carga, una molestia para aquellos que quieres y que te rodean. Gerard sabía que algunas personas (por fortuna no todo el mundo opinaba igual) veían en esos mayores una fuente de problemas. Para algunos resultaba más sencillo apartarlos y recluirlos en algún centro especial en cuanto surgía la mínima oportunidad, tratando de convencerse de que allí estarían mejor atendidos (y tal vez, puede que en algunos casos esto pudiera ser cierto). Sin embargo, al hacerlo estaban olvidándose de algo importante: esos padres, tíos o abuelos a los que consideraban como un obstáculo más en su ya de por sí complicado día a día, una vez los habían cuidado y protegido sin pedirles nada a cambio. Sin condiciones ni imposiciones de ningún tipo. Pero, a su vez, con ese gesto negaban una verdad aún mucho mayor e inevitable, y es que daba igual si se era más rico o más pobre, si tenías más o menos éxito en la vida: todos ellos (sin excepción alguna) por mucho que pudiera parecerles que ese ese día estuviera muy lejos, también llegarían a viejos.

Por un momento Gerard imaginó a la anciana sentada en el sillón de su habitación, en una de aquellas residencias para mayores, tomándose obediente la medicación mientras soñaba despierta con el día en que sus hijos o nietos fueran a visitarla, en poder acariciar con la yema de sus frágiles dedos esos rostros familiares y tan queridos, en sentir de nuevo el calor de aquellos a los que tanto amaba.

Y ese día al parecer había llegado. Allí estaba ella, disfrutando de ese momento que tanto anhelaba, mirando un café que se había quedado frío, sola entre una multitud de desconocidos, sin una cara familiar a la que mirar a los ojos. Gerard se había olvidado por completo del trabajo. No podía evitar sentir una mezcla de ira y pena a partes iguales. Estaba enfadado con aquella desconocida que había sido capaz de dejar abandonada a su madre (era eso lo que había dicho Alex) en aquel local, muy probablemente para poder hacer sus compras sin la pesada carga de la vejez como compañía. Se sentía impotente ante aquella sola idea.

Decidió que había llegado el momento de marcharse. Quizás fuese un tonto por sentirse de aquella forma, un tonto por dejar que algo como aquello pudiera alterarlo de semejante forma.

Comenzó a guardar de nuevo el portátil en el maletín. Y entonces, como si hubiera leído sus pensamientos, la anciana apartó sus cansados ojos del asiento vacío y los dirigió directamente hacía él. Fueron solo unos segundos, pero suficiente para sentirse visiblemente turbado. Aquella mirada parecía querer decirle algo. Debía de estar volviéndose loco, ¿era agradecimiento lo que adivinaba tras aquella expresión? Aquello le estaba afectando más de lo que podía soportar en ese momento. Estaba comenzando a imaginar cosas. Cerró el maletín con prisas y de cualquier forma. Necesitaba salir de allí con urgencia.

Cuando estaba a punto de levantarse, un alboroto a su espalda hizo que a punto estuviera de tirar la taza vacía que aún descansaba sobre la mesa. Al girarse, vio a un grupo de personas entrando por la puerta de la cafetería, portando numerosos globos de muchos y vistosos colores. Una de ellas, una joven que no debía de tener más de veinticinco años, se adelantó del resto hasta llegar casi hasta donde él se encontraba. En el último momento, se giró dándole la espalda y se lanzó sobre la mujer anciana que ni si quiera se había percatado del movimiento que se estaba produciendo detrás de ella. Lo que pareció un grito de sorpresa se convirtió en una expresión de enorme alegría. La anciana se apretó al cuello de la joven mientras la cubría de besos. Ahora toda la sala estaba pendiente de la escena. El resto de personas que conformaban el grupo se acercaron también hasta la mesa. La anciana, que hasta ese momento Gerard había creído abandonada a su suerte, comenzó a llorar de puro júbilo mientras se alternaba para abrazar a unos y a otros como si hiciera toda una vida que no los viera.

Gerard volvió a enternecerse por segunda vez, exactamente en el mismo lugar en el que no hacía tanto una niña le había hecho ver la vida de nuevo, con renovada ilusión. A punto estuvo de romper a llorar él también fruto de las emociones que allí se estaban despertando. Se había apresurado a emitir un veredicto y, por fortuna, esta vez se había equivocado por completo. Mientras tanto, la escena avanzaba entre risas nerviosas y lágrimas contenidas. Por lo que Gerard pudo escuchar desde su sitio, la mujer desconocida (la hija de Belisa, que así era como se llamaba la anciana) había salido apresuradamente hacia el aeropuerto para recoger a su hermano y a toda su familia. Ellos llevaban años viviendo en el extranjero y por una serie de desafortunados problemas, todo se les había complicado y no habían tenido la ocasión de volver a reunirse. Hasta ese día.

Cuando la hija de Belisa salió de la zona comercial, nunca tuvo la intención de dejarla sola durante tanto tiempo, pero el denso tráfico con el que se encontró a la vuelta la hizo demorarse mucho más de lo que había pretendido. En lo único que pensaba cuando salió de la cafetería era en la sorpresa que se llevaría su madre. Y vaya si lo había conseguido. Pero no solo ella, sino también todos los clientes de la cafetería, y sobre todo él.

Desde ese momento, Gerard supo que ese sería por siempre su rincón favorito. Y aunque todavía no lo sabía, sería también en ese rincón donde un día lluvioso de mayo encontraría el amor de su vida. Ambos estarían siempre juntos y envejecerían el uno al lado del otro, inseparables hasta el final.

Gerard se levantó y dejó un billete de diez sobre la mesa. Mientras se alejaba en dirección a la oficina, aún conservaba una buena dosis de felicidad en su corazón. Todavía se podía adivinar la sombra de una sonrisa en su rostro. Decidió hacer a pie el camino que separaba el centro comercial del edificio en el que se ubicaba la redacción. Después de todo hacía un día magnífico, aunque decir eso era quedarse corto, era la mañana más hermosa que podía recordar. Avanzando lentamente por aquella acera Gerard llegó a la conclusión de que el secreto para conservar una mente joven debía de residir en rodearte de todas las personas a las que quieres. Citando al eminente Doctor Ramón y Cajal, «en la vejez no nos deben preocupar las arrugas del rostro, sino las del cerebro». Y aunque a veces ni siquiera el amor incondicional de un ser querido puede evitar que eso ocurra, es indudablemente una de las mejores medicinas para alejar los estragos del tiempo de nuestro intelecto.

Cuando subía en el ascensor hasta la planta veinticuatro, Gerard pensó que tenía ante él una gran idea con la que podría crear la mejor columna que probablemente hubiera escrito en toda su vida. Sin embargo, en cuanto se abrieron las puertas supo que nunca la usaría en su propio beneficio. A veces había historias que producían un calor más intenso y agradable que el mismo fuego, y cuando eso ocurría era mejor guardarlas dentro y no dejarlas escapar, como si fueran un puñado de polvo bajo el viento. Así lo hizo.

Nunca se arrepintió de ello.

David P. Yuste

Redactor, Sala de autopsias nº 4

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