La caja de Pandora: Monstruos de Cracovia

por Lorena Escobar de la Cruz

Hubo un tiempo, una era, miles de años, en los que todo lo que nos rodeaba no podía ser explicado por razones racionales. Las religiones tuvieron que inventarse para dar respuesta a aquello que no lo tenía, para mantener el control sobre la población, para responder, para asustar, para filosofar, para mantener un estado, para todo y para nada, porque hablar de la historia de las religiones ocuparía un espacio eterno con múltiples y mutables interpretaciones. La religión es inherente al propio ser humano, sea cual sea, tenga el origen que tenga, los nombres, dioses o leyendas que la sustenten; no se puede concebir la propia existencia humana sin las raíces sobre las que se cimentaron nuestras creencias.

Como hijos y herederos de una cristiandad que se centró en un único Dios, miramos de reojo y con palpable fascinación las religiones politeístas, siendo la mitología griega y romana el culto de nuestra devoción. Pero existen muchas, algunas más conocidas y utilizadas como reclamo para series o películas —da igual lo que sepas de mitología nórdica, que Hollywood se ha encargado de que pienses en el marido de la Pataky cada vez que escuchas Thor— y otras que permanecen un tanto en la sombra, a no ser que seas un auténtico erudito (y tengas mucho tiempo libre) y te dé por empaparte de todas esas culturas y religiones anteriores a la apisonadora que supuso la llegada a nuestras vidas de un guapete y embaucador Jesús de Nazaret.

Y es precisamente en ese campo de juego donde Monstruos de Cracovia se desarrolla, vertebrándose en una oscura y fascinante —y totalmente desconocida para mí, lo confieso— mitología eslava, algo de lo que me gustaría dar una convincente explicación que me haría parecer súper lista pero de la que no tengo la menor idea, porque he tenido que buscar en Google, algo que también sabéis hacer vosotros. Al parecer, los eslavos tienen una mitología cuyos elementos proceden del Neolítico, quizás incluso el Mesolítico, y comparte los mismos patrones que la cultura celta, germánica, griega e incluso persa. No hay documentos de primera mano que hayan permitido a los historiadores estudiar a fondo dicha mitología, pues esta se fue transmitiendo oralmente y comenzó a olvidarse cuando llegó la apisonadora anteriormente nombrada. Eso sí, tiene un puñado de deidades de nombres impronunciables y bastante chulas de las que podéis seguir investigando por el inframundo de internet. Yo, de momento, voy a centrarme en lo que nos importa: la serie que Netflix estrenó el pasado 18 de marzo.

Si tienes como premisa una serie donde van a aparecer bichos raros, ya es inevitable que te veas irremediablemente atraído por ella (a no ser que seas una persona normal, que si lo fueras, no estarías leyendo esto) así que paseando por ese pozo sin fondo que son las últimas series de Netflix me topé con un producto oscuro que prometía sordidez a raudales. La serie tiene una ambientación de la hostia, eso hay que concedérselo, y una música que hará que cierres los ojos y te sientas como en un pub de moda en el infierno. Hasta los demonios están mínimamente logrados, y eso ya es decir mucho, así que supuestamente tenía todo lo necesario para ser una gran, gran serie. Pero se queda a medio gas, como cuando comienzas un relato que promete ser la hostia y por la segunda página has perdido totalmente el control de tus palabras. Eso es Monstruos de Cracovia: una idea maravillosa, y un resultado medio decente. Sin más.

El argumento no es muy complicado y se centra en la protagonista absoluta, Alex (muy buena actuación de la actriz Barbara Liberek), que tiene un pasado tormentoso (qué sería de estas series sin un pasado tormentoso…) y que trata de sobrevivir a su propia enemiga: ella y todos los fantasmas que la acompañan. Cuando su camino se cruza con un particular forense, el profesor Zawadzki (decidme que no soy la única a la que este señor le recuerda muchísimo a José Mota) y su grupo de estudiantes, la solitaria vida de Alex da un vuelco mientras la ciudad comienza a ser el campo de batalla de una encarnizada lucha entre dioses y demonios de la mitología polaca. Los aliados del profesor tienen distintos dones que resultan muy útiles para eso de enfrentarse a los demonios y tal y Alex también posee su propia protección en forma de bola de navidad andante (cuando veáis la serie me entenderéis). Muchos elementos bien estructurados que, sin embargo… no terminan de funcionar.

¿Por qué?

Pues porque para conjugar mitología, thriller, investigación forense, dramas familiares, sexo (y un poquito de amor), jóvenes con todas sus taras, un par de gemelas que de repente se ponen a hablar en inglés, secretos del pasado, traumas, zombis, viejas locas, sitios emblemáticos y lombrices hay que hilar muy fino, y la dirección de Kasia Adamik y Olga Chajdas no parece terminar de acertar con la costura. Quieren abarcar mucho y terminan creando un embrollo que carece de sentido en su totalidad, donde es fácil despistarse si te levantas a por las palomitas y que en algunas partes te hace incluso perder un poco la atención. El malo, un ser ancestral con un poder supremo, no parece de lejos ni un pelín cabroncete y, desde mi humilde punto de vista, podrían haber jugado más con los demonios y menos con la trama de Alex, que da giros y giros para llegar a una conclusión final que no termina de quedar clara. Lo que podía haber sido una magnífica bacanal de dioses y demonios se queda en un producto farragoso, a pesar de los esfuerzos de los actores por encajar (la química entre ellos brilla por su ausencia, y es otro de los puntos flojos de la serie) excepto una magnífica Iliana (Anna Paliga) que vale por sí sola todas las escenas donde aparece (y merecía algunas más).  

Pero, qué narices, hay ninfas diabólicas corriendo sin bragas por Cracovia, un Papá Noel siniestro y sonido tétrico de guitarra española. Un poquito de sexo, drogas y hasta escenas con luces estroboscópicas que no tienen ningún sentido pero quedan molonas. Y hay oscuridad, joder que si la hay. Una ciudad siniestra y mucho caos repartido por las calles.

Y un puto exorcismo que parece un baile de Lady Gaga puesta hasta el culo de anfetaminas. Solo por eso merece la pena ver ocho capítulos de una serie que te divertirá sin dejarte más recuerdo que el de querer saber más sobre la maldita mitología.  

Y querer hacer un exorcismo así.

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