Me gusta mucho revisionar películas con comentarios del director. En parte es porque soy un enfermo al que le chiflan las curiosidades y pequeños detalles del cine y me gusta destriparlo para parecer más inteligente que el resto. Sin embargo, una de las cosas que más disfruto es que, si el comentario es bueno, conoces un poco al tipo que creó esa obra.
El cerebro de los artistas es extraño y de repente se te abre en canal, traspasando esa barrera de simple creador de contenido para entenderlo como un humano, como alguien cercano incluso. El entender la mente de alguien, sus filias y fobias, te ayuda a profundizar mucho más en lo que crea. Bueno, pues uno de los comentarios del director que recuerdo con más cariño es el de Transformers. Si, la de Michael Bay. Que sí, que todos somos muy cinéfilos y nos flipa el cine de autor iraní, pero La Roca es una pasada aquí y en la China. El caso es que, en ese comentario, algo que me llamó mucho la atención es la cantidad de veces que Bay mencionaba que había hecho una escena porque le parecía guay.
Bien, y ahora llegamos al momento donde os preguntáis qué cojones tiene esto que ver con el mangaka Kohta Hirano.
Bueno, pues que él recuerda, igual que Bay, lo que hace al arte valioso de verdad.
Desde su presentación, Hirano nos deja muy claro de qué palo va. Es un tipo que se vanagloria de ser un pesado con sus ayudantes y de pasarse el día dedicándose al onanismo. Le cambia el pelo de color a un personaje porque le parece más guay, mata a otro porque le resulta muy laborioso de dibujar y se dedica a rellenar las páginas extra de canciones sobre cuerdas de pelo púbico o a hablarte de su pasión por los pechos, cuando no riéndose de sus propias creaciones. Sí, bueno, su dibujo es muy bueno, sus diseños molones, la acción bestial y climática y sus personajes carismáticos, pero eso no es lo que hace de Kohta Hirano un creador tan interesante. Lo que lo destaca de la media es que hace lo que quiere, como quiere y cuando quiere. Y no tiene vergüenza en decírtelo. Él entiende que el arte es un producto multiforme conformado por nuestros miedos y preocupaciones, por nuestros hobbies y obsesiones, por nuestros remordimientos y depravaciones. Sabe que, si alguien le lee y le gusta lo que lee, es porque entra en consonancia con él, así que no se corta un pelo.
Por supuesto, podría tratar de ser más comercial, de ser más comedido y agradar. No podría gustarle a todo el mundo, pero no le costaría gustar a más gente. No obstante, pasa completamente de ello desde el minuto uno. El arte es libre, y eso también quiere decir que libera nuestro lado más desagradable. Nuestras tonterías, nuestras asquerosidades y lo que nos resulta repulsivo. Eso lo vuelve algo tangible y digno de aprecio, los fallos y costuras que asoman, como a los propios seres humanos. Lo que nos hace únicos y especiales.
El arte, por definición, es transgresor. No hace falta estar rompiendo guitarras todo el rato para que lo sea, no todo tiene que ser Apocalypse Now, pero el mero hecho de abrirte en canal y soltarlo todo sin importarte nadie más lo vuelve un golpe al sistema. El sistema, ese marionetista maquiavélico que nos quiere a todos escuchando pop, leyendo al Premio Planeta de turno y viendo películas de Marvel. El que te quiere dormido, atolondrado, entretenido, pero sin darle mucho al coco, como si vivieras en una versión de Un mundo feliz con menos orgías. Y no hablo de que el arte deba de ser concienzudo, sino de que despierte sentimientos. Que puedas amar y odiar una obra, que te remueva algo en esa parte del cerebro que es irracional del todo. Y eso solo se consigue poniendo tu alma (tuya, el creador de la obra) en eso que haces. Con todo lo bueno y, sobre todo, lo malo.
Y sí, sé por dónde vais ahora, ¿qué cojones hace este notas pontificando sobre géneros cuando ha empezado el articulo defendiendo a Michel Bay? Bueno, porque realmente mi crítica no va ni contra el pop, ni contra Marvel ni contra Los Premios Planeta (viva Dolores Redondo, por cierto, que sin saberlo ha hecho una trilogía que es casi una partida de La Llamada de Cthulhu); va de cómo son estructuras de estandarización que cogen arte verdadero (el que sale de dentro) y lo mercantilizan, lo vuelven productos y nos los introducen por el gaznate. Buenos, pero no mucho. Malos, pero no mucho. Removerte por dentro, sí, pero lo justo. Son helados de vainilla hechos por robots, por inteligencias artificiales que nunca han probado el helado de verdad y solo pueden decirnos a qué sabe en base a cálculos matemáticos.
El arte no hace matemáticas. Nunca lo ha hecho, nunca lo hará. Se nos va el aire con guías de escritura, de dibujo, de dirección de cine, de tocar instrumentos. Y sí, todo eso está muy bien y el saber nunca ocupa espacio. Sin embargo, nada de eso es lo crucial para el arte. Son añadidos que pueden hacer brillar el conjunto, pero no es eso lo que resulta decisivo. Los tíos de La Polla Records no tocaron un instrumento hasta una semana antes de su primer concierto, en Reservoir Dogs no tenían presupuesto ni para los trajes. No eran los mejores productos, pero tenían el valor intrínseco que se obtiene al ponerle alma a lo que haces. ¿Lo entendéis? La esencia del arte está más allá de usar los mismos cuatro acordes para todo o las mismas cuatro líneas narrativas con los mismos cero riesgos. El arte es la vida, el arte es arriesgar, es contar y reírse, es llorar y sufrir, es mirar al abismo (a ese del que Nietzsche hablaba y que tanto hemos convertido en un mero cliché) y dejar que nos devuelva la mirada.
Una película de terror con cacahuetes de la que todavía no os he hablado pero os meto ya porque me sale de los huevos.
Y por eso estoy hoy hablándoos de Kohta Hirano. Me gustan mucho Hellsing y Drifters, sí, y creo que podría hablaros un rato de sus cualidades positivas, pero eso no es lo que hace que me encanten. Lo que de verdad disfruto es ver a una persona, un ser humano con sus más y sus menos, detrás de esas obras de arte. Alguien que se equivoca, alguien que toma decisiones solo porque le gusta, porque le parece divertido o interesante. Alguien que se olvida de guías y marketing, de fórmulas y tonterías y, simplemente, se vuelca y te habla de lo que le da la gana del modo que mejor le parece.
Es Juanjo Ramírez Mascaró haciéndote una película con cacahuetes por falta de presupuesto, es Paco León transgrediendo las líneas del documental en Carmina o revienta para poder hacer una película con un presupuesto insuficiente, es tantos otros autores luchando por hacer lo que les da la gana con lo que tienen y pelearlo hasta el final.
Y joder, si grabar una escena de tu película gastando miles de dólares única y exclusivamente porque te mola no es el sueño de todo autor y la definición más pura de arte, yo ya no sé lo que es.
Porque lo que hace destacar a un mero producto de una obra de arte no es, ni más ni menos, que la libertad de tener fallos sin que eso sea un fallo.
1 comentar
A sus pies, pirata. 🤘🤘