Se ha agachado justo al llegar al primer escalón. Se está atando el cordón del zapato derecho, dándome la espalda por completo. Me tomo mi tiempo, no conviene que me oiga acercarme. No le doy una patada, eso le haría saltar hacia arriba y, muy posiblemente, le daría tiempo de cogerse al pasamanos. Le empujo hacia delante, hacia el vacío de los escalones de bajada, donde no tenga cómo sujetarse y aunque ponga las manos para protegerse, se vea incapaz de evitar golpearse la cabeza contra el cemento. Los huesos de su cráneo cantan mientras se quiebran y, en el silencio absoluto de mi cabeza, resuenan como instrumentos de una sinfonía perfecta. Cuando introduzco mi billete y el torno me da paso, observo que le ha dado tiempo de atarse el zapato y no llegaré para darle el empujón. Bajo las escaleras, unos pasos por detrás, imaginando que mis zapatos resbalan en el charco de sangre y fluido encefálico que debería haber en la escalera.
Se detiene a mitad de andén. Cuando oigo el tren llegar, apresuro el paso para poder colocarme a su espalda y calculo el momento óptimo para darle el empujón. Puedo ver la cara horrorizada de la conductora cuando se da cuenta de que no hay nada que pueda hacer para evitar matar al hombre. Ahora son los chirridos de las ruedas del tren arrastrando y aplastando la carne lo que adorna mis neuronas, los aullidos del resto del pasaje y los gritos acusándome, un coro celestial de ángeles cantando a mi gloria. Entro en el vagón por la puerta siguiente a la que usa el hombre que debería yacer despedazado bajo los motores de este tren y consigo sentarme en uno de los bancos.
En la siguiente estación, una chica se sienta a mi lado. En cuanto el tren se pone en marcha, saca una lima del bolso y procede a arreglarse las uñas hasta que le agarro la muñeca y con un movimiento seco y brusco, hago que se clave la herramienta en el ojo izquierdo. La sangre y el humor, nunca recuerdo si es el acuoso o el vítreo, brotan mansamente mejilla abajo. La chica no grita, simplemente exhala e inspira muy deprisa. El resto de pasajeros sí que lo hacen; una cacofonía de aullidos y gemidos me acaricia mientras el tren entra en la estación. Me levanto y observo un instante más a la chica mientras se hace la manicura. Bajo del vagón.
Cuando la camarera me pregunta cómo quiero la leche, le digo que bien caliente. Tal como deja la taza, la agarro y le lanzo el líquido ardiendo a la cara. Sus ojos empiezan a licuarse mientras la piel de frente y mejillas se le enrojece de inmediato. Me pregunta si quiero algo para comer y niego con la cabeza antes de coger el café con leche y llevármelo a una mesa. Vuelvo a pedir un azucarillo extra y me la encuentro rebanándose los dedos con un cuchillo. Se seca la sangre con un trapo y deja el cuchillo al lado de las rodajas de limón que está cortando. Cojo el sobrecito que me ofrece y vuelvo a mi mesa. Del bolsillo interior de la chaqueta saco la pequeña caja de regaliz que uso para llevar las medicinas y saco una pastilla redonda que me pongo bajo la lengua mientras la camarera sigue cortándose los dedos tras el mostrador. Me enjuago el sabor amargo de la droga con sorbos de café con leche caliente.
—Sabes que es normal —me dice el psiquiatra—. Hemos cambiado la medicación y eso puede provocar que vuelvan los pensamientos intrusivos.
—Pero esta vez son diferentes —respondo, mientras imagino mis manos alrededor de su cuello, apretando.
—¿Diferentes? ¿En qué sentido son diferentes?
Bajo la cabeza y fijo la mirada en mis zapatos tratando de ignorar el riachuelo de sangre que corre entre ellos.
—Son mucho más realistas que la última vez, aparecen constantemente y ahora casi siempre soy yo quien interviene para provocar el daño.
—Pero no te dejas llevar por el impulso cuando te llega uno de estos pensamientos, ¿no?
Sacudo la cabeza mientras los recuerdos del cuerpo despedazado de mi mujer me asaltan la memoria. La cabeza, el tronco y una de las piernas sobre la cama cubierta de sangre, heces y pedazos de carne; los brazos y la otra pierna apoyados en la mesita de noche. No recuerdo dónde he dejado el abdomen ni las herramientas que he usado para descuartizarla. Sí tengo memoria del beso que me ha lanzado desde la cama cuando la he avisado de que me iba.
—No. Pero me paso la mitad del tiempo teniendo estos pensamientos y la otra asegurándome de no haber sucumbido al impulso. Y después están los pensamientos sexuales.
—¿De qué tipo?
—Sucios.
—No te importe ser más preciso. No dirás nada que no pueda entender.
El problema no es si él lo va a entender. El problema es que yo no puedo hacerlo: sexo con niños, con animales, violaciones. Me veo realizando el acto de mil maneras que me repugnan o, simplemente, jamás me habían atraído. Y no sé si es producto del desequilibrio de mi mente o señal de que me estoy convirtiendo en un monstruo.
—Son pensamientos que no quiero tener. Que nunca había tenido.
El ruido de succión que los intestinos hacen mientras mi psiquiatra estira de ellos por el agujero de su vientre me suena de maravilla y horripilante a la vez. El sonido pastoso de la mierda al caer al suelo me parece aquella nota larga y aguda que algunos guitarristas dejan eternizarse en sus solos. Me levanto y, tras coger un trofeo de mármol que el doctor recibió por un motivo u otro, se lo estampo en el cráneo una y otra vez hasta conseguir despegar la base de la pieza grabada.
—Mira —dice el psiquiatra mientras apunta cosas en la hoja que irá a parar a mi expediente—, no puedes estar sufriendo de esta manera. Vamos a subir un poco la medicación, ¿de acuerdo?
—Esta semana tengo que entregar un proyecto importante. No puedo permitirme ir medio zombi por el mundo.
—¿Pero sí puedes permitirte estar desconcentrado, intentando dilucidar qué es real y qué no? —Me señala los arañazos que tengo en los brazos—. Además, has vuelto a rascarte, ¿no?
Me miro los antebrazos y veo un laberinto de líneas. Algunas grises y casi desaparecidas; otras rojas y un poco hinchadas. Una de las más brillantes de mi brazo izquierdo incluso tiene unas gotas de sangre fresca. Paso la mirada de las cicatrices a mi doctor y de vuelta a las heridas.
—Sí. Yo también las veo. Tranquilo, son reales. Vamos a subir la medicación para eso también y añadiremos algo que te permita mantener la atención.
Sigo examinando mis antebrazos. En el fondo es reconfortante saber que no todo lo que veo es producto de mi imaginación.
La farmacéutica me conoce desde hace años y, tras examinar la receta, se siente con confianza para preguntarme si estoy peor. Le estampo la cabeza contra el mostrador de metacrilato con fuerza suficiente para quebrarlo y conseguir que el monitor acabe en el suelo. Le doy la excusa habitual del estrés y recojo mis medicinas. Me da recuerdos para Montse, mi pareja; intento sonreír, no lo consigo. La cara parece que se me está convirtiendo en cartón piedra.
La crema de calabaza no me sabe a nada. Pero cuando mi mujer me pregunta qué tal, le digo que muy buena. Me da miedo que el acartonamiento de mis mejillas haga que se me salga la crema por las comisuras mientras mastico. La medicación suele adormecerme la mente y los sentidos y me hace sentir como un muñeco de trapo.
—¿Dónde está la nena? —pregunto después de tragar.
—Ha quedado con María para estudiar. Comerán alguna cosa en el bar del insti.
En cuanto oigo el nombre de la mejor amiga de mi hija, noto como mi pene empieza a endurecerse. La recuerdo el verano pasado cuando, como mi hija, aún no había cumplido los dieciséis. Nos la llevamos con nosotros a pasar un fin de semana a la costa. Recuerdo verlas volver hacia las toallas, corriendo, con los senos saltando y el agua que se escapaba de su pelo mojado recorrer su piel. Ahora me asaltan imágenes que no han existido jamás. No he visto jamás a María desnuda, no sé cómo son sus pezones, ni cómo lleva arreglado el pubis. Por mucho que ahora los vea claramente y me imagine lamiendo esas gotas de agua de entre sus pechos. Me levanto de golpe, la crema de calabaza pugnando por salir. Mi mujer me pregunta si estoy bien, pero ya estoy dentro del lavabo con la cabeza debajo del grifo y no respondo. Por mi mente aparecen imágenes nuevas, ahora María está besándose con mi hija y solamente dejan de hacerlo cuando se acercan a mí con las manos apuntando a mi polla. El vómito aparece por fin, pero en la postura extraña en la que me encuentro, una parte me sale por la nariz. Me levanto de golpe y me clavo el grifo en la sien, haciéndome un corte que empieza a sangrar.
—No, no, no —suplico a mi reflejo en el espejo—. Con ella no. Con ella no.
Mi yo del otro lado sonríe mientras se hurga en la herida agrandándola y levantando los bordes.
—¿Y eso? Bien buena que está. Se parece mucho a nuestra Montse cuando empezamos a tontear. ¿Te acuerdas?
Salgo del lavabo corriendo, consciente de que estoy salpicando de sangre las paredes. Agarro mi mochila y saco las medicinas nuevas. Antes de coger el ascensor me he puesto debajo de la lengua una, para acallar los pensamientos, pero no ha sido suficiente. Arranco dos del primer blíster que consigo sacar y me las trago en seco. Montse aparece y empieza a hablar, pero cuando ve la sangre se lanza sobre mí.
—¿Qué te ha pasado?
—No es nada, cariño. Me he dado un golpe con el grifo.
—Estás cubierto de sangre y vómito. —Me aparta la mano de la herida—. Y estás llorando.
No era consciente de estar llorando. Intento dejar de hacerlo, pero me es imposible. Los sollozos se me escapan, dejándome sin habla. Desde el lavabo me llegan las carcajadas que mi reflejo deja escapar a mi costa. Sin pensar, empujo a Montse para apartarla y vuelvo al baño. Cierro la puerta con pestillo y me enfrento a mí mismo.
—¿Qué mierdas te hace tanta gracia?
—Tú —me responde cuando consigue controlar las risotadas—. Tú me haces gracia.
—No eres más que un producto de mi imaginación. Una visión más que mi cerebro no sabe cómo eliminar.
—Claro. Pero si esto es así como dices, los pensamientos sobre follarte a tu hija son tuyos y solamente tuyos.
—No. Son pensamientos que buscan angustiarme, hacerme sufrir. Todo el mundo los tiene, pero su cerebro consigue borrarlos antes de que puedan hacer daño.
—¿Seguro?
El espejo me muestra el altar de la parroquia a la que iba hasta hace un par de años antes de que mi trastorno se agravara. El padre Matías está de pie, con los pantalones y los calzoncillos por los tobillos. Yo estoy agachado, con su polla hundida hasta el fondo de mi garganta. Puedo notar el sabor de su semen en mi lengua.
—Nunca hubiera dicho que nos iban los tíos, ¿sabes? —Mi reflejo vuelve a hacerse visible—. Que no hay nada de malo, ¿eh? La homosexualidad es algo perfectamente normal. Al menos bastante más que el incesto.
—Ni me van los hombres, ni quiero hacerlo con mi hija.
—Vale. Pero un polvete a la amiga de tu hija sí, ¿no?
—Déjame en paz. Nada de todo eso es cierto.
—Entonces ¿por qué piensas en ello?
—Todo el mundo tiene pensamientos así.
—¿Estás seguro?
—Mi psiquiatra me lo ha dejado muy claro. Todo el mundo. Y yo gracias a la medicación pronto seré como todo el mundo y no tendré que enfrentarme a toda esta mierda.
Mi reflejo vuelve a reír y agitando la mano se despide de mí. Ahora en el espejo mi hija es la que está agachada frente al párroco. Yo estoy en cuclillas, cagando sobre el altar mientras hundo un cuchillo en el pecho del cura una y otra vez. Cierro los ojos, pero la imagen no desaparece. Empiezo a sacar pastillas del blíster y me las voy tragando, una a una, hasta terminar con todas. Me golpeo fuerte en la frente con el puño, pero la imagen de mi hija no desaparece hasta que empiezo a notar el mareo de las drogas. Intento ir hacia la puerta y descorrer el pestillo para que Montse pueda entrar a ayudarme, pero soy incapaz de levantar los brazos. Noto un peso enorme que intenta hundirme y, sin poder evitarlo, caigo al suelo. Vuelvo a golpearme la cabeza y la imagen que me atormentaba va desapareciendo en una bruma negra que me trae la inconsciencia.
No sé cuanto rato ha pasado cuando consigo abrir un ojo; el otro está cubierto de una costra de sangre que lo mantiene cerrado. Las paredes se cierran sobre ellas mismas intentando atraparme mientras giran a mi alrededor. Consigo arrodillarme y levanto el peso muerto en que se ha convertido mi brazo hasta alcanzar el pestillo. Lo descorro y abro un poco la puerta. Vuelvo a desplomarme mientras grito pidiendo ayuda a Montse. Tengo la nariz y la boca cubiertas de vómito y la orina hace que los pantalones se me peguen al vientre.
—Montse —grito por el resquicio de la puerta—, ayúdame, Montse.
Abro la puerta un poco más y me arrastro fuera. Veo a mi mujer tendida en el pasillo, allí donde, no sé cuanto tiempo hace, se había agachado para socorrerme. Yace con la cabeza en mitad de un charco oscuro que solo puede ser sangre. Recuerdo haberla empujado para apartarla de mí. ¿Puedo ser yo la causa? A mi mente vienen imágenes que no pueden ser ciertas.
Me veo con su cabeza entre las manos mientras le golpeo el cráneo contra el suelo, una y otra vez.
Arrastrándome hacia ella, con los latidos explotándome en las sienes, veo cómo mis recuerdos, falsos o ciertos, cambian de nuevo.
Me veo intentando protegerme de los golpes que Montse me lanza enloquecida, con las manos frente a mi cara hasta que, empujándola, consigo escapar al lavabo.
Sigo reptando hasta conseguir tocarle un tobillo. Su piel está fría y seca.
Me veo agarrándola por los hombros intentando que deje de golpearse la nuca contra el marco de la puerta hasta que cae.
Intentando ponerme a cuatro patas, pongo la mano sobre el charco de sangre. Resbalo y me golpeo la barbilla contra el suelo. Vuelve la bruma negra y la inconsciencia.
Despierto cuando oigo la puerta de la calle abrirse. Debe ser la nena que vuelve de estudiar con su amiga. Desorientado, me doy cuenta de que Montse y yo estamos acostados en el pasillo. La cabeza me estalla de dolor y las náuseas me impiden concentrarme. Sacudo a mi mujer para que se despierte, pero no se mueve. Entonces, las imágenes vuelven, y soy incapaz de dilucidar qué es real y qué es mi mente intentando confundirme. Cuando Montse aparece por la esquina, suelta un grito y salta hacia mí.
—Pensaba que estabas muerta.
—¿Qué te ha pasado? ¿Qué es toda esta sangre?
—No toda es mía. Una parte es tuya —le digo, mientras señalo hacia donde debería estar su cadáver.
—Voy a llamar a una ambulancia, no te muevas.
Mientras la veo sacar el teléfono del bolso miro el suelo a mi lado. Estoy solo en el pasillo.
¿Estoy solo?
¿Lo estoy?
Entonces… ¿de quién son las carcajadas que se oyen?
Joan López Rovira
Joan López Rovira (1972, Barcelona, Catalunya). Cuando el síndrome del impostor se lo permite, se describe como escritor. Autopublica novelas, juegos de cartas y relatos sin ningún respeto por las etiquetas y los géneros. Ha publicado relatos en un par de publicaciones online, actualmente en «Le Tapiriste». Desde hace unos meses encuaderna él mismo los ejemplares que vende de sus libros y se dedica a mimar mucho a los 51 patrones de su página de mecenazgo. Es miembro del jurado y prologuista desde la primera edición del concurso de relatos eróticos no convencionales «Fuera de Norma» que publica la editorial Raig Verd.