Estrena traje, camisa, zapatos y por supuesto corbata, hasta la ropa interior y el perfume; estrena nueva vida, una vida que tanto le ha costado conseguir, aunque todo ha merecido la pena, se dice. Va en taxi, al que deja una propina exagerada, acorde a su nuevo estatus. Se baja de él y atraviesa la ancha acera que lo separa del edificio de la corporación. Se detiene un momento antes de cruzar la gran puerta. Mira hacia arriba, a lo más alto, ansioso. Sonríe. Entra.
La recepción es minimalista y fría como todo allí. Saluda a las pocas personas que hay en ese momento y se dirige hacia el ascensor. Está deseando pulsar el último botón, cuántas veces ha bajado y subido soñando que lo hacía, cuántas veces ha estado a punto de hacerlo, aun sin permiso. Pero hoy sí, hoy lo hará por fin.
Se abre la puerta. Alguien se acerca y entra con él. Se disgusta, quiere vivir esa experiencia solo, en la intimidad.
—Buenos días, ¿a qué planta va? —le pregunta el otro para pulsar.
Se maldice.
—Buenos días, a la catorce —miente, pero se arrepiente enseguida; si el otro va más arriba de la catorce, tendrá que salir en esa planta o quedará fatal.
Para su alivio, pulsa la ocho y la catorce. «Qué idiota soy», piensa, «este creerá que pertenezco a ese departamento». «Total, al fin y al cabo, no es nadie».
Suben en silencio. La sensación de superioridad lo emociona; el otro pertenece a una planta por la que supuestamente tendría que haber pasado antes de llegar hasta allí, pero su capacidad lo ha llevado de abajo a arriba en nada, y ese pobre seguramente no lo consiga nunca, aunque está lejos de sentirse mal por él, más bien se burla. Se ve sonriendo en los espejos que son las paredes de ese cubículo, decenas de sonrisas.
El ascensor se detiene.
—Que tenga un buen día —se despide el otro.
—Igualmente —contesta.
Se cierra de nuevo. La botonera y él por fin solos. Mira. Respira hondo. Pulsa. Un sueño cumplido. El ascensor cruje y parece temblar un poco. «¿Está bajando?», no, los números encima de la puerta suben: nueve, diez…, pero juraría que está bajando. Vuelve a mirar los números. No cambian: diez… once, respira. «Serán los nervios», pero sigue con la sensación de bajada. Se mira en los espejos de nuevo. Siempre le ha fascinado ese juego de imágenes superpuestas una tras otra, desde distintas perspectivas, imposible sin esa combinación, convirtiendo a uno en muchos, iguales, clones de otra realidad. Hoy, con su impoluto traje, van hacia sus nuevos destinos, hombres grises, puntuales. A veces ha intentado contar las imágenes, pero llega un momento en que cuenta la misma dos veces o se salta varias. Vuelve a sonreírse a él mismo o, mejor dicho, a ellos. Va mirando uno a uno los reflejos, cada vez más pequeños, y ve cómo le siguen con la mirada. Pero da un brinco del susto. Al final, donde casi no se reconoce, empequeñecido por una distancia que solo existe al otro lado, uno de sus reflejos no sonríe.
—Hostia —murmura, pero al moverse para ver mejor, los reflejos también lo hacen y todo parece volver a la normalidad—. Hostia —repite, esta vez aliviado.
El ascensor se detiene, mira el número de planta. Ocho. «No puede ser». Se abre la puerta. Aparece ante él un hervidero de empleados trajinando por sus mesas. Los ruidos de una oficina a pleno rendimiento le llegan de golpe y parecen devolverlo a una realidad de la que, momentos antes, parecía estar lejos. Uno de los empleados lo mira desde el fondo, y sonriendo, mueve ligeramente la cabeza a modo de saludo. Es el que subió con él. «Gilipollas». Pulsa de nuevo el botón y las puertas se cierran. Se pone en movimiento, esta vez tiene la sensación de subida.
—¡Dios! —exclama desahogado.
Supone que los nervios y el ansia por llegar arriba le han jugado una mala pasada.
Saca un pañuelo del bolsillo y se seca la frente, está sudando, se siente incómodo. Hace el amago de aflojarse la corbata, pero ni loco, en cambio se la ajusta mejor. Con el pañuelo aún en la mano, mira otra vez los reflejos e instintivamente se fija en el fondo. Algo no le cuadra de nuevo, es el pañuelo; el que no sonreía no tiene el pañuelo en la mano. Lo agita suave y se agitan al mismo tiempo los demás, el último permanece quieto. Se miran. Un fuerte crujido hace que levante la vista y se fije en el número de planta por el que va. Catorce. Se detiene.
—Joder —suelta desesperado.
«El idiota de la octava». La puerta se abre. Se sorprende al ver la planta; nunca ha subido allí, pero no sabía que estaba vacía, es más, conoce compañeros que supuestamente trabajan ahí. No hay nadie ni nada. Solo suelo y paredes grises que terminan en un techo de escayola con luminarias distribuidas de forma regular. Las luces están encendidas y parpadean ligeramente. Va a volver a pulsar, pero no es necesario, las puertas comienzan a cerrarse, y ese número que tanto le obsesiona está iluminado, indicando el próximo destino. Una mano aparece en el último segundo, alcanza a verla por la apertura entre las hojas, pero no llega a tiempo y desaparece. Oye varios golpes, «Parece que quería subir, que le den».
Algo en esa mano le ha llamado la atención, se mira la suya; por el puño de la camisa asoma un poco su reloj Omega plateado.
«Tiene buen gusto».
Se está empezando a inquietar, ¿qué ocurre? Si vuelve a pararse terminará llegando tarde. Cierra los puños con rabia. Decide no mirar ni la botonera ni los espejos, no se fía.
Se le pasa por la cabeza que quizá debería haber subido por las escaleras, pero sería una verdadera locura. ¿Cuántos peldaños habrá? Ni lo sabe ni le importa, sean los que sean, son demasiados, la única forma de pisar esas escaleras sería huyendo de un incendio o un terremoto, y en esos casos no se imagina contando escalones. Lleva demasiado tiempo. Impaciente, mira el número de planta y el corazón le da un vuelco. Dos, uno… B, se detiene.
«¿Qué coño está pasando?». Mira al fondo del espejo, como esperando encontrar allí la respuesta. El otro, el reflejo, está sonriendo. «¿Se está burlando el hijo de la gran puta?».
La puerta se abre. Aguanta la respiración, como el que prevé algún peligro al otro lado. Pero todo en la planta baja parece normal. Al fondo, cerca de la salida, están las mismas personas que vio al entrar. Sin embargo, hay algo que no termina de encajarle. Aunque antes con el entusiasmo no se había fijado, a esa hora la planta baja y el ascensor deberían estar bastante más animados. Piensa en salir, hablar con alguna persona que lo ayude, pero no lo hace. «Ojalá viniese alguien que subiese conmigo. Con el idiota de la octava el ascensor iba normal». Intentando calmarse, pulsa de nuevo el botón, suplicando que esta sí sea la definitiva. Dirige una última mirada a la recepción. Por la puerta está entrando alguien, delgado, alto y con traje gris. Aunque no consigue verlo bien antes de que el ascensor se cierre, se queda frío, helado. «No puede ser. ¡Joder! Vaya paranoia tengo».
El ascensor vuelve a ponerse en marcha. Todo bien, parece.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho…
«¡Joder!»
Vuelve a pararse. La puerta se abre. Delante aparece el mismo hervidero de empleados trajinando, pero el ruido que antes llenó el ascensor apenas llega ahora, como si entre la oficina y él hubiera una mampara de cristal. El imbécil que subió con él lo está mirando, esta vez su sonrisa es burlona. «Maldito cabrón».
El ascensor vuelve a cerrarse, y vuelve a ponerse en marcha, él vuelve a mirar la botonera y a sus reflejos, vuelve a suspirar, y vuelve a reajustarse la corbata. Está asustado. Debería haber salido, lo hará en la próxima parada, sea donde sea, saldrá y buscará a alguien de mantenimiento.
Parece que sube: nueve, diez, once, doce, trece, catorce… Aguanta la respiración, quince. «¡Por fin, joder!»
Dieciséis, diecisiete, dieciocho… Sigue hacia arriba. Pero cuando ha empezado a relajarse, un crujido y una ligera sacudida lo asustan. Se detiene de nuevo. Lo tiene decidido, en cuanto se abra sale de allí aunque esté en la planta baja.
Pasan los segundos, pero no se abre. Según indica, está en la planta veinticuatro. Espera un poco más. Pulsa el botón de apertura, y nada. Pulsa el botón de alarma, espera impaciente, pero nada tampoco. Está sudando de los nervios. Mira la hora. ¡Mierda! El reloj está parado.
—¿Qué carajo…? —No es el tipo de reloj del que debería preocuparse por su funcionamiento.
Sacude la muñeca varias veces, pero las agujas siguen clavadas. «Se pararía al bajarme del taxi», se dice recordando que miró la hora en ese momento.
No aguanta más; se quita la chaqueta, la deja con cuidado encima del maletín y se afloja la corbata. Se vuelve y ve sus reflejos con las chaquetas puestas y las corbatas bien ajustadas. Siente un vértigo inexplicable, mareado se apoya contra la puerta. Cada reflejo parece tener vida propia: unos miran el reloj, otros miran hacia él, otros miran hacia los lados. Al fondo, el reflejo que antes parecía reírse de él está apoyado contra la puerta, sin chaqueta y con la corbata aflojada, es ahora el único que parece devolverle su imagen. Se devuelven la mirada. Levanta una mano despacio para asegurarse, y el otro hace lo mismo, pero en ese momento ocurre algo que lo deja helado. La mano hace de efecto llamada, todos los demás dejan de moverse y lo miran fijamente, lo miran, pero como si tuvieran vidas propias.
—¿Hola? —El saludo por el altavoz le hace dar un respingo. «El botón de la alarma».
—Hola, estoy encerrado, el ascensor se ha detenido y no abre.
—¿Ha pulsado usted el botón de apertura? Es uno con dos triángulos apuntando hacia los lados.
—Sí, claro, es lo primero que he hecho —contesta, algo brusco.
—No se ofenda, los ascensores ponen a las personas un poco nerviosas, sobre todo este.
«¿Sobre todo este?», se pregunta.
—Yo no estoy nervioso, solo quiero llegar a mi planta, si esto no se pone en marcha pronto, llegaré tarde, y eso es inaceptable.
—Pues sí, sería inaceptable, lleva usted toda la razón.
—¿Va usted a abrir la dichosa puerta o seguimos de cháchara un rato más?
—¿En qué planta se ha detenido?
—En la veinticuatro.
—Vaya, va usted muy arriba.
—A la última —le dice casi gritando.
—Ya entiendo. Verá, al ascensor no le ocurre nada fuera de lo habitual. Pulse el botón de la última planta de nuevo.
Pulsa casi golpeando la tecla y se vuelve a poner en marcha.
—Joder, parece que está bajando.
—Las apariencias engañan; a veces los ascensos son en caída libre, ja ja ja.
—¿De qué está usted hablando?
—Planta catorce, ja, ja, ja.
—¿Cómo coño sabe…?
—Bienvenido, ja, ja, ja.
—Váyase a la mierda.
Suena una fuerte interferencia y no vuelve a oír nada.
Mientras estuvo hablando con quien quiera que fuera aquel gilipollas no había prestado atención a los reflejos; todo está normal ahora, decenas de él sin chaqueta con la corbata floja y la cara roja entre acalorada e indignada.
—Me cago en la puta —suelta al ver que vuelve a pararse y marca la planta catorce de nuevo.
Pulsa el botón de apertura y la puerta se abre. No duda en salir, continuará por las escaleras aunque llegue tarde y desfallecido.
De nuevo le extraña que esa planta parezca cerrada o abandonada, aunque, ¿qué no hay extraño esa mañana? Los fluorescentes siguen parpadeando, las ventanas tienen las persianas completamente cerradas.
—Hola, ¿hay alguien? —El sonido de su voz resonando con eco le despierta un recuerdo. El día que él y sus amigos, al salir de clase, encerraron en los aseos del colegio a Rafita el gordo y se escondieron en una de las aulas. Para cuando el gordo consiguió salir del baño, el colegio estaba prácticamente vacío, y sus llantos y gritos sonaban igual de huecos. «Cuántas putadas le hicimos a ese idiota», el recuerdo le saca una sonrisa maliciosa.
Mira hacia los lados, la planta parece idéntica a las inferiores, así que a la derecha, al fondo, debe estar el acceso a la escalera de emergencia. Se dirige hacia allí.
Igual que aliviado se acerca a la puerta y pulsa la barra horizontal para empujarla hacia fuera, desesperado descubre que no abre; la sacude con fuerza varias veces, pero apenas se mueve un poco.
—Esto es increíble, parece una puta broma.
Mira alrededor. La puerta del ascensor lo inquieta, pero por más jodido que le parezca, con la escalera bloqueada, es la única forma de salir de esa dichosa planta.
Se acerca hacia él y, cuando apenas está a un par de metros, escucha cómo el ascensor se para; algo normal, algo cotidiano, algo que debería aliviarlo le produce un terror indescriptible. «Tiene buen gusto». Un escalofrío lo atraviesa entero al mirar la muñeca con el dichoso Omega parado. La puerta se abre, hay alguien, pero es incapaz de acercarse, no cree que pudiera soportar lo que está seguro que encontraría dentro. Cuando las puertas comienzan a cerrarse de nuevo, da un par de pasos y estira la mano, con la intención de mostrarle el reloj al de dentro. «¿Le serviría de señal? Aunque, bueno, ¿señal para qué, para recordarme a mí mismo que tengo buen gusto?».
Con rabia golpea la puerta varias veces y vuelve a sacudirlo el mismo escalofrío al recordar los golpes que oyó antes.
Si la paranoia que está sufriendo tiene algún sentido, si el que acaba de estar dentro del ascensor es él, dentro de poco volverá a llegar de nuevo, y él, el real, aunque lo de real le resulte paradójico, no debería estar ahí. Ante el miedo a la posible situación decide ir a los baños y esconderse; pero siguiendo con ese puto juego, siguiendo su absurda lógica, en el baño debería estar el otro dueño del otro Omega.
Despacio, va hacia los aseos y empuja la puerta que está entreabierta. El parpadeo de los fluorescente es más intenso allí dentro. Lo que encuentra le hiela la sangre. El suelo está lleno de maletines y chaquetas; a la izquierda, donde se encuentran los lavabos, hay trozos de espejos rotos, algunos aún cuelgan de la pared pero la mayoría están sobre los senos y en el piso empapados en sangre; el rojo intenso, brillante, el fuerte olor de su sangre, lo revuelve por dentro.
—¡Sal de aquí!, huye!
—¡Vete!
—¡Veteeee!
Las voces, sus voces, le llegan amortiguadas, lejanas, irreales. Retrocede un poco, pero titubea. Quiere ver, quiere saber qué ocurre. Deja el maletín y la chaqueta en el suelo y avanza hacia los lavabos. Por los altavoces del hilo musical comienza a sonar una melodía de jazz que le resulta familiar, una melodía que lo lleva hasta los servicios del local donde hacía unos días se arrodilló delante de su jefe, donde cerró los ojos y pagó lo que le pidió, donde compró ese ansiado ascenso.
Se mira en los restos de espejo que cuelgan de la pared de mármol: en uno sonríe con burla, en otro llora desesperado, en otro se ve asustado; cada trozo le devuelve un yo distinto. Agarra uno de los restos que hay en el seno con fuerza, busca su reflejo en él, se miran fijamente. La sangre de su mano distorsiona la imagen. La música para, y escucha con nitidez cómo el ascensor se detiene y abre sus puertas.
Siente una ligera corriente de aire, mira a la derecha, desde donde viene, y ve que la pequeña ventana que da al interior del edificio está abierta. El corazón le retumba en el pecho con fuerza.
«Algunos ascensos son en caída libre».
Cecilio Gamaza
Cecilio Gamaza Hinojo (Medina Sidonia, Cádiz 1978). Es un apasionado de la literatura, sobre
todo del relato corto, de los que tiene una buena colección. Ha publicado en algunas revistas y webs como son: Insomnia, Cisne Revista Digital, Boletín Papenfuss, Los 52golpes, Castle Rock Asylum, Testimonios Paranormales, Diversidad Literaria, Elefante Azul, Las Cenizas de Welles, El yunque de Hefesto, Editorial División del Norte, Tentacle Pulp, y en esta casa, Dentro del Monolito. Fue finalista en el II Concurso de Sttorybox y obtuvo el primer premio de relatos en Las Cenizas de Welles con la historia “Derrotados”. Tiene auto publicado una antología, “La Maldición de Kafka, relatos y cuentos” y un relato largo, “El Payaso”.