Matamonstruos (Jon Bilbao)

por Francisco Santos Muñoz Rico

Título: Matamonstruos

Autor: Jon Bilbao

Editorial: Impedimenta

Nº de páginas: 336

Género: Wéstern

Precio: 22,50 €

SINOPSIS

John Dunbar, conocido como el Basilisco, quiere dar la espalda a su pasado de brutalidad y errancia y vivir en paz junto a su familia. Se asienta con Lucrecia y su hija, Felicidad, en el inhóspito Valle de las Rocas, en pleno territorio navajo. Sin embargo, hasta allí le perseguirán los enemigos más aterradores e insospechados que haya conocido nunca, unos enemigos que no parecen proceder de su mismo mundo. Por su parte, Jon, el escritor creador de las aventuras del Basilisco, regresa a Ribadesella, su pueblo natal. Pretende rehabilitar la vieja casa familiar e instalarse en ella. Mientras que, en el lejano oeste, Dunbar acoge al hijo de un antiguo enemigo y duda del amor de Lucrecia, dificultades para las que su experiencia como pistolero no le ha preparado, Jon se topa en Ribadesella con una rival que estuvo a punto de arruinarle la vida y que parece dispuesta a intentarlo de nuevo. La vida del personaje y la de su creador se aproximan hasta confundirse.

RESEÑA

Unamuno estableció una diferencia esencial y muy acertada entre dos tipos de genio: por una parte el genio propiamente dicho, que todo lo que hace lo hace a las mil maravillas (como Stephen King, o Stevenson, o Chesterton… esos dechados de virtudes literarias), y el genio temporero, que es llamado a escribir una obra genial, sí, pero que tal vez después no sea capaz de permanecer a su propia altura y de hecho su propia obra le sobrepase (aquí Unamuno despotricaba de Miguel de Cervantes, sus aburridísimas novelas ejemplares y su excelso Quijote, más real este que el poco creíble manco de su creador (estas disquisiciones cabreaban bastante a Borges, por cierto, pero eso lo zanjaremos otro día). Dejando a un lado el tema de si sea Bilbao genio o no, habré de otorgarle como poco la cualidad de la excelencia literaria, y no de temporada, pues no desmerecen unas obras de las otras y todas juntas (hablamos de las que atañen al pistolero John Dunbar) componen un conjunto homogéneo y magnífico.

Es por esto que sería absurdo recomendar la lectura de Matamonstruos a aquellas personas que ya conozcan Araña o Basilisco: estos señores ya saben perfectamente que van a encontrarse con una obra de gran calidad. Así pues, habré de dirigirme a los que no conocen aún a Jon Bilbao:

En la nota sobre Basilisco que dejó Yolanda Martín en su blog Vector renacimiento no hace mucho, después de leer esta primera entrega de las aventuras y desventuras (más de estas que de aquellas) de John Dunbar, epítome del pistolero solitario y atormentado que vaga por los páramos desfaciendo entuertos —y a menudo faciéndolos—, decía, repito: mi buena amiga Yolanda: «Uno de los libros más sorprendentes que he leído últimamente. Pensaba encontrarme un wéstern al uso, y nada más lejos de la realidad. El viejo oeste nunca me ha parecido tan salvaje y desasosegante».

Usó Yolanda afinados adjetivos: salvaje, desasosegante. Sorprendente.

Sorprende, efectivamente, que no tratándose realmente de un wéstern al uso nos quede en el recuerdo como no otra cosa que un wéstern al uso. Hasta como una película de vez en cuando. Aunque queda igualmente el poso melancólico de la «realidad» del pergeñador del wéstern, el escritor en el gran y anodino teatro del mundo. Sorprende la incursión en la mente de los personajes (Jon y John) que se mezclan, se confunden y otras veces se separan inexorablemente; a ratos es metaliteratura a lo bruto y a ratos pura fantasía metafísica. Y esto sin olvidar nunca la violencia, la acción, joder: el plomo.

En la propia reseña que hice yo para esta misma web de Araña, dejé dicho: «En Jon Bilbao se dan exactamente esas dos constantes que se dan en el tejano (Howard); por un lado el salvajismo, lo brutal; y por otro, aparentemente en contraposición, la extremada, exacerbada sensibilidad.
Pero no solo eso tiene en común con Howard. Su personaje fantástico, el Basilisco, un pistolero muy del estilo de Howard, huraño, solitario, terco, silencioso… siente, digamos, una tremenda duda existencial, tiene esa sensación que tenemos los tipos duros y sensibles (Howard, Bilbao, yo, Steve Costigan, John Dunbar…) de que si nos giramos con la suficiente rapidez y en el momento preciso, veremos algo: a un tramoyista acaso escondido tras el escenario, irreal, ahora lo entendemos, de nuestra vida. Intuimos eso que Borges dijo mucho mejor que yo: también el jugador es prisionero de otro tablero de negras noches y de blancos días».

Aunque habría otros muchos puntos de los que hablar, me voy a centrar en esta idea de la confusión de identidades, de roles, pecados, pensamientos, miedos… entre personaje y creador, este juego de espejos que Bilbao lleva casi al paroxismo en esta última entrega.

«Su modo de perseguir al personaje, de acorralarlo, de inmovilizarlo por la fuerza y de añadirle nuevas ideas, nuevas angustias, nuevas aspiraciones, que en realidad nada tenían de nuevas pues eran las que el propio Bramble arrastraba desde antiguo. Bramble buscaba confundirse con Dunbar. Necesitaba ser él».

Igual que Bramble, el escritor de las novelas sobre el Basilisco en la época de John Dunbar, Jon, el escritor que hace lo propio en nuestro tiempo, y también Jon Bilbao, claro, necesita ser él. Y cuando no necesita propiamente ser él, se encuentra, como mínimo, huyendo de los mismos demonios que acosan al pistolero. La puta Araña.

Incide en este capítulo en los demás personajes, que no son nada secundarios, con especial machaconería: en Lucrecia y en el padre de Jon, por ejemplo, pero especialmente en la Araña, y en esta a través de tres portales, digamos: la madre loca de Jon, la loca Virginia, una suerte de advenediza, y la casa de Ribadesella, que ha cobrado para mí la entidad de un personaje más, también loca la casa, desquiciada, privada de las paredes no sustentantes de toda la estructura: desnuda, repito: loca. La casa casi me ha recordado a aquella casa también loca de William Hope Hodgson, una casa tan fuera de las leyes que rigen el resto del mundo como el propio Valle de las Rocas, donde creyó Dunbar que iba a sentar el culo tranquilamente para los restos…

Me encandiló, y con esta mención aparte termino, la aparición de los monstruos: retratados con pasmosa maestría grotesca por Bilbao; adéntrese quien tenga redaños en la salvajes escenas en que estos hacen de las suyas.

¿Dije que terminaba? No, un momento, debo celebrar un último misterio: quiero marcar la página 297, en la que se dice una gran verdad, a manera de hipótesis, o puede que de tesis (¿estaré perdiéndome en abstrusas lítites?), sobre la relación entre ficción y realidad, más aún: sobre qué cosa sean ficción y realidad. Ahí lo dejo (que ya dije que era un misterio). Id vosotros y buscad la veram medicinam, ocultum lapidem.

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