Me gustaría decir que me arrepiento, que mi vida me horroriza, que nuestras vidas me horrorizan, y sin embargo no es así. O ni siquiera me gustaría decir que me arrepiento. Mejor de esta manera, mejor ver pasar los días insensiblemente, como los vagones de un tren vacío de pasajeros, desvencijado, roto, del que no se divisa el principio ni el final y a cuyas ventanillas, de cuando en cuando, se asoma la cara reseca y desdentada de un fantasma que parece mirar al horizonte con los ojos inyectados en sangre.
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