Relato: DOMADORA (Luciano Montero)

por José Luis Pascual

Me gustaría decir que me arrepiento, que mi vida me horroriza, que nuestras vidas me horrorizan, y sin embargo no es así. O ni siquiera me gustaría decir que me arrepiento. Mejor de esta manera, mejor ver pasar los días insensiblemente, como los vagones de un tren vacío de pasajeros, desvencijado, roto, del que no se divisa el principio ni el final  y a cuyas ventanillas, de cuando en cuando, se asoma la cara reseca y desdentada de un fantasma que parece mirar al horizonte con los ojos inyectados en sangre.

Nadie sospecha de nosotras, y si sospechan es mejor vivir ignorando esa posibilidad, hasta que Dios o el diablo lo dispongan.  Nadie vive en varios kilómetros a la redonda de esta mínima aldea deshabitada desde hace años, de estas cuatro casas perdidas entre montañas. Solo quedamos nosotras ­­­­—es decir, nosotras y nuestro padre— viviendo en este viejo caserón. El mismo en que las dos nacimos y crecimos, y en el que, cuando aún éramos niñas, murió de enfermedad y de pena nuestra madre.

Una vez por semana, Alicia y yo nos subimos en la furgoneta y nos desplazamos al pueblo habitado más cercano, donde nos aprovisionamos de lo necesario para  nuestra supervivencia. Allí hablamos —hablo yo— solo lo imprescindible.  Apenas nos conoce nadie. Seguro que nos tienen por personas raras, hurañas, insociables, y no les falta razón. Nuestras relaciones sociales y familiares han quedado reducidas a la nada. Nuestros padres eran ambos hijos únicos. Ni tíos, ni primos, ni ya abuelos que se interesen por nosotras. Lo cual nos favorece.

Nos basta con muy poco. La pensión de invalidez de nuestro padre alcanza para los tres. Somos de hábitos frugales. Papá, un hombre grande y corpulento que antes devoraba igual que dos o tres hombres normales, come ahora lo que un niño. También mi hermana y yo pasamos con lo mínimo. En nuestra casa hace ya tiempo que todos hemos perdido el apetito. Las ganas de comer escasean entre nosotros casi tanto como las palabras. En cambio, nos sobran soledad y tiempo para entregarnos a nuestros pensamientos. Siempre he tenido un carácter soñador. Pero hace mucho que solo sueño pesadillas.

Yo nunca había sido tan callada. Era la más expresiva, la más espontánea de las dos. La pobre Alicia, en cambio, ya antes no era muy habladora y desde aquello se ha encerrado por completo en sí misma. Yo al menos articulo frases. A ella hace tiempo que ni siquiera se le escucha un monosílabo. Solo de cuando en cuando un gruñido, un murmullo, un balbuceo, que suenan como ahogados quejidos de dolor.

Alicia y yo somos gemelas. Siempre hemos sido “las gemelas”. Y sin embargo tan distintas. Igual que los dos montes, los dos picos que se alzan, o mejor sería decir que se ciernen, sobre nuestra aldea, sobre estas cuatro casas mal contadas, y no permiten que nos llegue casi nunca el sol. Solo llega en verano unos pocos minutos después de amanecer y otros pocos minutos antes del crepúsculo. Dos picos desiguales, como dos jorobas de un cuerpo contrahecho, cada cual feo a su manera. Uno de ellos completamente calvo, una peña desnuda, negruzca, y el otro cubierto de una vegetación pobre y raquítica. Pero ambos coronados, hay que decirlo, por los planeos majestuosos de una colonia de buitres, especie que, según parece, prestigia a esta comarca.

No es que Alicia y yo seamos feas, aunque solo sea porque todavía somos jóvenes. Pero sí distintas. Yo siempre tuve más fuerza física y también más carácter. Durante todo aquel tiempo, aquel tiempo tan prolongado, cuyo dolor fue tan intenso que únicamente podía soportarse mediante el embotamiento, mediante la anestesia emocional, solo yo era capaz de rebelarme. Todavía hoy recuerdo aquellos largos años como algo imaginario, como algo que les sucedió a otras personas, en otro siglo y en otro país, o bien como una historia que leí en un libro o que alguien me contó. Y, sin embargo, fue real. Nos ha marcado, ha marcado nuestras vidas con un sino imborrable y fatal. Ha marcado las vidas de los tres.

Sí, yo era más rebelde. «¡Prefiero las ratas!», gritaba cada noche cuando llegaba  la hora de acostarnos. No me importaban los golpes. Había desarrollado una insensibilidad al dolor. Y entonces era Alicia, más débil y sumisa, quien tenía que pasar la noche con papá.

Y papá me llevaba al cuarto de las ratas. De nada me valían llantos y pataletas. A rastras, o agarrada de una oreja, papá me llevaba a aquel sótano oscuro. Alicia nos miraba callada, impotente. Después, la puerta se cerraba tras ellos y yo sabía que se alejaban camino del dormitorio.

Pasé noches de espanto, y sin embargo sabía y sé que Alicia se llevó la peor parte, que ella fue la más dañada. Sentía y siento que la traicionaba, que la dejaba sola con el monstruo. Me considero en deuda con ella, una deuda eterna, impagable, y por eso hago y haré lo necesario para que tenga su venganza, que también es mi venganza.

Al comienzo fueron meses de terror, pero llegó un momento en que incluso le tomé gusto al cuarto oscuro. Terminé descubriendo que, si te familiarizas con ellas, las ratas son animales simpáticos e inteligentes, no muy diferentes de los cobayas o los hámsteres. Tomaba la precaución de llevar pan en mis bolsillos y al final conseguí que comiesen en mi mano y me obedeciesen. Las ratas y yo acabamos siendo amigas.

Ahora ha pasado el tiempo. Papá ya no molesta. Desde que tiene la parálisis, Alicia y yo cuidamos de él. Lo hacemos del modo en que los hijos deben cuidar de los padres, es decir, correspondiendo al modo en que estos cuidaron de ellos. Somos unas buenas hijas.

Y aunque haya pasado el tiempo, las ratas y yo mantenemos nuestra vieja amistad. Han abandonado el sótano y campan a sus anchas por toda la casa. Se han convertido en nuestros animales domésticos.

Incluso Alicia, aunque sea más miedosa y pusilánime, ha terminado por acostumbrarse a ellas. Por las tardes, cuando ya hemos terminado nuestras tareas domésticas, mientras ellas merodean por el porche, mi hermana descansa sentada, indiferente, dejando pasar las horas con la mirada perdida, haciendo chirriar la mecedora con su balanceo incesante, sin pausa,  una y otra vez, una y otra vez.

En cuanto a nuestro padre, como vivimos tan aislados, nadie lo oye gritar por las  noches, ni se extraña de las heridas que cubren su cuerpo, ni se pregunta cómo es que se parecen a pequeñas mordeduras.

Luciano Montero

Psicólogo y periodista, lector a tiempo completo, escritor amateur a tiempo parcial, he encontrado en la narrativa breve un modo de conjugar mi amor a la literatura con mi gusto por la concisión y la síntesis. En el tipo de relato que prefiero debe haber compresión y estallido. Tiene que saltar alguna chispa, a veces un fogonazo. Debe arañar o por lo menos hacer cosquillas. Frecuento –aunque no solo– el terror, y si alguna vez logro combinarlo con el humor, el placer es máximo para mí y aspiro a provocar otro tanto en quien lea.

1 comentar

Nines abril 6, 2024 - 11:37 pm

Bueno una antigua novia no te olvida..jajajajajajajaja

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