Dioses antinaturales (Carlos Ruiz Santiago)
Supe que la ciudad moría cuando el mechero se quedó sin gas.
La gente rara vez piensa en ello, en las urbes como algo mágico, como algo en cuyo palpitante corazón reside poder. La ficción ha hegemonizado la imagen del metal y el cristal como asesinos de la vida, el alquitrán y el aluminio como selladores de la magia ancestral.
Lo natural es lo mejor, afirma la gente de manera vehemente, y no puedo evitar que se me escape una carcajada entre dientes. Como si todos ellos vivieran en los bosques.
Hablan como si la magia druídica estuviera exenta de muerte, de sangre, de horror ritualístico que culmina en sacrificios. La costumbre de la gente de olvidar que el veneno de serpiente también es natural.
Nuestra magia siempre ha sido incomprendida pero, desde que las urbes reúnen suficiente poder gnósico para usarse como canalizadores, hemos sido requeridos. Suelos que bajan y suben, calles que se alinean, edificios que se derrumban en perfeta verticalidad para no afectar a sus vecinos. Un amplio abanico para el que el ojo público ha provisto una verborrea de profesiones inventadas para justificar.
Al final, como otras tantas cosas en la vida, es cuestión de magia.
Por ello, supe al instante que algo iba mal cuando el mechero no encendió. Como hechicero de urbe tú pides y la urbe provee, como un sintecho que rellena una botella de agua en una fuente. Creé el mechero con una confabulación de gases de alcantarilla y cemento del suelo, modelándolo con hechicería arcana como barro milagroso. No obstante, estaba vacío. Seco, como la tos de un tuberculoso.
Fue, más o menos al mismo tiempo, cuando me percaté de las obras. Ya las había visto, como cada evento que afecta a la corporalidad total de la ciudad. Al final, no es más que una inmensa bestia con conciencia que hay que domar, alimentar y cuidar. No obstante, hasta el incidente no les presté mayor atención. Como cualquier bestiajo, heridas surgen que han de sanar. Fue al ocurrir esto que narro que empecé a observarlas con desconfianza.
Levantan enormes murallas de chapa entre ellas y el resto del mundo. Esquinas enteras devoradas, edificios derruidos cuyas oxidadas carcasas no aguantan el embate de los años ni un instante más. Eccemas en la piel del mundo.
Comienzo a indagar. Por alguna razón no me extraña descubrir que nadie ha puesto en marcha ninguna cura para la urbe. Sí que me resulta algo llamativo, he de admitir, que nadie parece haberse dado cuenta del fenómeno hasta que yo lo menciono; más una sospecha mordiendo la nuca que un temor real. Hay algo que establece una bruma en nuestros poderes y el pánico se vuelve algo filoso sobre esa insensibilidad.
Desde lo alto de un rascacielos, el único y brillante coloso de la ciudad, puedo ver cómo la obra va extendiendo sus tentáculos desde distintos puntos de partida. Como un tumor, extiende una enmarañada telaraña de obras en las que las marabuntas de muralla de chapa se deslizan cual ofidios siempre que nadie las esté mirado. Desde las alturas puedo apreciar cómo, en su interior, solo queda suelo baldío y ahuecado, frágiles escombros e infecciones sobre edificios que perecen con el tiempo. Una humareda comienza a cubrirlo todo al tiempo que la urbe deja de producir, de responder a las exigencias de los menguados hechiceros.
Las curas rituales apenas retrasan una enfermedad terminal e impactante. Sin ciudad no hay poderes, sin ciudad no hay gente, sin ciudad no hay civilización. La población, absorta y malhumorada por aquella dolencia como si fuera del propio cuerpo, no ayuda en absoluto.
No ha sido hasta que he visto hoy la televisión, de pasada, cuando he llegado a atisbar lo que sucede. Colas interminables de jóvenes de la mitad de mi edad con el doble de trabajos en su currículo que yo, los rostros grisáceos y alargados rellenos de miradas como perlas opacas.
La magia se basa en la creencia, como cualquier otro poder religioso y místico. Y los hombres huyeron de las sabanas y las junglas porque los crueles y sanguinarios dioses que allí moraban ni nos entendían ni nos querían en absoluto. Sin embargo, como un invento que supera a su inventor, la gente ha perdido la fe en la sociedad humana. Las ciudades ahora son picadoras de carne joven y tierna, de esperanzas, ilusiones y magia fresca. Un dios que desmiembra el alma de todos sus seguidores es un parásito que mata a su huésped, un oso que arranca un árbol de raíz para comer sus frutos.
Suelto aire, tratando de entender en qué nos hemos convertido para llegar a ese punto, en qué momento las luces y el acero se volvieron símbolos de cárcel y no de liberación. Busco a tientas un cigarrillo que, por supuesto, no encuentro y maldigo entre dientes amarillentos con una voz que antaño tuvo poder. Perdemos una batalla contra nosotros mismos.
A los lejos, por la ventana abierta, diviso algo entre las ondas que el sofocante calor causa. Un cuerpo en la acera, sanguinolento y aplastado como pasta de tomate. El suicida apenas llama la atención del gentío. Sobre él, tres aves se alimentan. Parecen cuervos, pero sus cráneos están al descubierto y ramas verduzcas surgen de sus cuencas. Las vértebras están al aire y muestran espinas. Carcajean en idiomas olvidados mientras devoran el cadáver.
Heraldos de dioses primigenios, de horrores del bosque, de donde la única luz que brilla en las noches es la de la caprichosa luna. Espíritus antiguos alimentándose del cadáver del dios de la urbe.
Antaño jamás se hubieran atrevido, pero ahora, incluso sabiendo como saben que las observo, se mofan de mí. La ciudad muere, el dios de los hombres es asesinado por ellos mismos, por sus sistemas. El deseo de antinaturalidad que nos dio el poder ahora nos lo arrebata como un bastardo revés del destino.
Delante de los viandantes, comienzan a extenderse las alas de obras aledañas. Los chasquidos del metal lo recubren todo, aunque nadie parece darle especial importancia. Como moscas sobre bosta, los heraldos emprenden el vuelo y sus figuras parduzcas se pierden en un atardecer del rojo de la sangre infecta. El pobre suicida queda sepultado por la infección y su cuerpo inerte se pierde en el hueco del alma de la urbe.
Suspiro pesadamente, pues conocer la razón de un problema no te da necesariamente los métodos para detenerlo. Pienso que, tal vez, solo fuimos una rama desviada de una evolución aleatorizada, que seremos aplastados por nuestro propio peso. Entonces, encuentro un cigarrillo amarillento y lo enciendo con el fuego de la cocina. Mi mente divaga entre el ardor del humo por mis pulmones, como una nebulosa a millones de años luz.
Todos los dioses tienen su final, todas las eternidades se acaban.
Miro el hueco donde antes yacía un cadáver y pienso que, tal vez, el fin de los tiempos no está tan mal. La diferencia entre nosotros y los druidas siempre fue esa: ellos aceptaban que iban a morir. Quizás, y solo quizás, descansar no esté tan mal después de todo.
La ciudad se cubre de negro estéril y yo fumo un poco más, recostado en el polvoriento sillón.
Quizás nuestro error fue nunca actuar como seres que morirían. Quizás, quizás.
Fumo un poco más y, por vez primera, decido que sea lo que sea, lo aceptaré.
Y la luz se acaba en ese momento.
Carlos Ruiz Santiago
Redactor
2 comentarios
Brutal, maravilloso y evocador.
Me encanta!
Genial resignación de lo inevitable.