Relato: MAÑANA FUE NUNCA (J.D. Martín)

por J. D. Martín

Nadie, ni entre los supervivientes ni entre los millones de muertos, llegó a imaginar lo que iba a ocurrir. Y a día de hoy, pienso que los afortunados fueron ellos, los que murieron en la ignorancia. Para nosotros no queda ni el consuelo de morir en paz, en una cama de hospital, rodeados de familiares y amigos.

Antes del cambio, yo era un tipo bastante normal, con un trabajo agradable y lucrativo como reportero para una conocida agencia de noticias. Mi mujer, Carolina, poseía los más maravillosos ojos verdes que haya visto jamás, un inagotable sentido del humor y la capacidad de hacerme ver el mundo como un lugar sencillo y tranquilo, en el que merecía la pena sonreír. Demonios, cómo la echo de menos.

En el momento en que empezó todo, aunque no sabíamos que nada estuviera empezando, ella tenía veintinueve años, y yo estaba a punto de cumplir treinta y dos. Fue ese día, el día de mi treinta y dos cumpleaños, cuando el fin del mundo empezó para nosotros, para casi todos en realidad.

Como ya he dicho, mi trabajo resultaba lucrativo, y además mi querida Carolina había trabajado algunos años como agente inmobiliaria, en la época en que aquel trabajo daba buenos beneficios, antes de que estallase la burbuja. Afortunadamente era una hormiguita lista, y contábamos con un buen patrimonio que nos permitía vivir desahogadamente, pese a la crisis. Además, como ella solía decir con su inigualable sarcasmo, trabajar persiguiendo malas noticias asegura el pan por toda la eternidad, ya que nunca faltan.

Así que el día de mi cumpleaños pude permitirme invitar a mi esposa, sus padres y mi tía Marta, mi único pariente vivo, a cenar en uno de los mejores restaurantes de Madrid. Es un sitio magnífico, uno de esos en que te recibe un tipo atrincherado tras un atril, que comprueba concienzudamente tu reserva antes de llamar a otro tipo, embutido en traje y corbata, que te acompaña a tu mesa.

Subimos las escaleras tras atravesar un patio adornado con estatuas modernistas, y nos sentamos en una de las amplias mesas, separadas del resto por paneles de cristal que permiten mantener la sensación de amplitud y a la vez, la intimidad de cada grupo de comensales. Es un sitio en el que se puede hablar tranquilo.

Yo estaba contento, a fin de cuentas era mi cumpleaños y estaba con gente a la que quería, pero también algo preocupado. Desde que había vuelto del trabajo, reuniéndome con Carolina, que estaba preciosa con su vestido granate, ceñido en la cintura y que dejaba los hombros al descubierto, mostrando su piel de terciopelo, y recogido después a tía Marta, tenía la sensación de que mi mujer me ocultaba un secreto. Los hombres no solemos fiarnos de esa sensación, a fin de cuentas somos muy torpes para darnos cuenta de cuándo ellas están preocupadas, contentas o tristes. Como mucho, veremos que están raras.

Pero cuando tía Marta se sentó en el asiento trasero de mi 407 y Carolina se volvió para besarla desde el asiento del copiloto, detecté un extraño intercambio de miradas entre ellas. Más que algo que vi, fue lo que sentí, como una corriente de aire, un pico de alta tensión que se generaba en mi esposa y llegaba hasta mi tía, intercambiando información codificada que yo no podía comprender. Las corrientes cósmicas, supongo. Me giré para dar un beso a mi tía, y también para intentar formar parte de esa corriente. A tía Marta se le iluminaron los ojos de una forma curiosa, repentina, y su expresión, normalmente sonriente, se tornó de pronto seria y reservada. Después me miró, me dio un beso largo y cálido en la mejilla, y apretó furtivamente la mano de Carolina, que suspiró mientras sus propios ojos se volvían brillantes, con su verde pupila iluminada desde dentro.

Soy reportero, y mi trabajo es darme cuenta de las cosas. Pero no tenía ni idea de qué ocurría allí, y no lo supe hasta llegados los postres.

Fue entonces, mientras apurábamos el vino y esperábamos la llegada del helado de remolacha roja sobre lecho de crema de queso fresco, cuando mi amor, mi vida, nos pidió un segundo de silencio y me entregó su regalo, un fino paquete rectangular de unos quince centímetros de largo.

Y cuando lo abrí, adivinad qué encontré. Dentro, en una cajita cuya tapa era un plástico transparente que permitía ver el interior, reposaba uno de esos test de embarazo casero que las mujeres compran en las farmacias. Mi esposa estaba embarazada. Iba a ser padre, por Dios bendito, iba a ser padre y pensé que reventaría de felicidad, que el mundo era mío, que el universo entero reposaba ahora en el bendito vientre de Carolina y nada ni nadie podría romper aquella magia antigua y eterna, aquella bendición que nos colmaba. Fue el momento más feliz de mi vida, pese al sudor frío y la sensación de puro terror que, como a cualquier hombre, me inundó junto a la dicha.

Era el día veintidós de octubre del 2012. El fin del mundo estaba a punto de empezar.

Antes he mencionado las corrientes cósmicas. Supongo que cualquiera que leyera esto se preguntaría de qué hablo, si he perdido ya la razón y empiezo a desvariar. Si fuese uno de los Depuradores, imaginaría que es algún extraño código secreto, seguramente. Aunque lo más probable es que nadie jamás llegue a leer esto antes de la extinción total.

Pero quiero explicar lo de las corrientes cósmicas, porque es un recuerdo agradable que me ayudará a controlar las lágrimas mientras sigo narrando todo lo que ocurrió durante el fin. Es increíble la cantidad de lágrimas que puede verter un hombre, incluso uno que ya ha llorado por todo lo que amaba.

Las corrientes cósmicas. Bien. Cuando yo estudiaba en la universidad, tenía una novia llamada Sara, una preciosidad psicodélica de esas que parecen medir su energía física en kilotones y no en calorías. Aquel torbellino de mujer me hizo absolutamente feliz durante dos años, hasta que decidió que tenía un ritmo muy diferente al mío, y la relación terminó cordial pero dolorosamente.

Sin embargo, y como sólo pasa en los malos relatos y las malas películas, seguimos siendo amigos a través de los años, a Dios gracias.

Para ella, el universo tejía una especie de red mágica, de corrientes subterráneas de energía que unían a personas y acontecimientos, y que no resultaba fácil ni conveniente romper. Claro, las corrientes cósmicas. Las responsables de que un gemelo se sienta mal cuando su hermano tiene un problema, de que el corazón nos dé un vuelco inexplicable al ver a una persona desconocida de quien acabaremos perdidamente enamorados, de que un cosquilleo flote en nuestra nuca cuando un amigo nos abraza o cuando cualquier hecho, cotidiano o maravilloso, adorna nuestras vidas. Nunca supe si hablaba en serio o en broma, pero siempre mantuvo su teoría.

Y la recordé de nuevo cuando, a la mañana siguiente, descolgué el teléfono para llamarla y comunicarle la buena noticia. Porque no llegó a mis oídos el tono normal, sino un silencio adornado apenas por su aliento al otro lado de la línea.

—¿Hola? –dijo ella—. ¿Estás ahí?

El cosquilleo de la corriente cósmica me recorrió, como recorre la electricidad el hilo conductor de luz y calor que llamamos cable.

—Hola, Sara… ¿cómo es posible? Si ni siquiera he marcado…

Su risa, fresca como un amanecer recién pintado, estalló desde Italia.

—Yo te estaba llamando, pero has descolgado sin que llegase a sonar el timbre. Las corrientes cósmicas fluctúan con fuerza esta mañana.

Sonreí. Cómo no hacerlo.

—Llámalo la fuerza, me parece bien —contesté, ya con la sonrisa bien marcada como la raya de un pantalón recién planchado.

—Llámalo energía, mejor todavía— remachó ella, y la vi sonreír también, como si estuviéramos sólo a un suspiro de distancia.

Hablamos durante media hora, poniéndonos al día de nuestras respectivas vidas. Sara trabajaba, desde el 2010, para la misma agencia que yo. A estas alturas, nadie creerá que eso era casualidad. Era nuestra corresponsal en Italia y El Vaticano, lo que parecía chocante teniendo en cuenta su total ateismo y su convicción de que, si el orgasmo durase cinco minutos, Dios y su mundo serían innecesarios.

Pero era una gran periodista, hábil hasta lo insultante con los idiomas, y capaz de derribar con su encanto personal al más arisco guardia suizo. Estoy convencido de que habría logrado hasta entrevistar al Espíritu Santo si se lo hubiera propuesto. O si hubiese tenido tiempo. Si no yaciese ahora, como tantos otros, en una fosa común, recubierta de cal viva, en las afueras de la Ciudad Eterna. No puedo evitar imaginar su rostro franco y pecoso, de niña inmortal, cubierto por el polvo mientras la carne, poco a poco, se quema y se destruye, un cuerpo entre otros muchos, anónimo ya por siempre todo su talento, todo su fiero deseo de vivir, de sentir las corrientes cósmicas.

Pero aquel día de finales de octubre de hace cuatro años vivía y respiraba, y reía como los mismos ángeles cuando le conté que iba a ser padre.

—Espero que salga a la madre, Robin.

Esa era otra de sus bromas, otro de nuestros secretillos nostálgicos. Ella era Catwoman, la loca habitante de la noche en el mundo que Bob Kane creó para su Batman, y yo era Robin, el adolescente con demasiada prisa por ser mayor. Así fue desde que acudimos a una fiesta de disfraces en el último año de nuestra relación, vestidos de esa guisa. Siempre pensé que si yo hubiera sido Batman, su caballero oscuro, capaz de seguirla en las sombras de la noche, mi vida habría sido distinta. Pero ahora, las dos mujeres que he amado, Sara y Carolina, se han internado en una noche demasiado oscura, a la que no puedo seguirlas aún. A no ser que los Depuradores me encuentren, claro. No. Cuando me encuentren.

Sara me llamaba para pedirme ayuda con un asunto de trabajo. En unas declaraciones realizadas aquella misma mañana, el Papa —el Zumo Pontífice, le llamaba Sara— pedía a todos los creyentes que demostrasen su fe rechazando la medicina oficial. El Papa manifestó que la medicina, y sus arrogantes investigaciones sobre las células madre, la búsqueda de una vacuna contra el VIH y la creciente aceptación de la eutanasia como medio digno de morir, entre otras cosas, eran ofensas a Dios que debían cesar por el bien de la humanidad toda.

Así pues, el Papa hizo pública su intención de prescindir, con carácter inmediato, de todas las atenciones y cuidados médicos. Tanto él como los cardenales a lo largo y ancho del mundo, afirmó, daban por concluida su relación con la medicina oficial, confiando su salud de forma directa y sin intermediarios en Cristo, de la misma forma que a Él confiaban su alma.

Es lógico imaginar la repercusión que aquellas palabras tendrían, y las críticas que recibiría el vicario de Cristo en cuanto sus palabras diesen la vuelta al mundo, lo que ocurriría en segundos. Pero Sara consideraba más interesante conocer las reacciones que, a priori, podrían ser de aceptación. Por eso quería pedirme que tantease a los grupos afines, como Opus Dei, Legionarios de Cristo, etcétera.

No es que me resultase un trabajo agradable, claro, pero era un material que podría darnos para algunos artículos freelance, no sería la primera vez que lo hacíamos, y también sería interesante para la agencia, así que estuve de acuerdo.

Mi trabajo en ese momento se centraba en el seguimiento de ciertas investigaciones de Sanidad en una pequeña localidad vallisoletana, Viana de Cega, donde se había detectado una alta proliferación de casos de cáncer en el último año. Sólo en cáncer de mama, ocho casos. Era algo alarmante, y había que investigar el por qué. Claro que para la Navidad del 2013 nos seguiría pareciendo alarmante, y en la de 2014 habríamos firmado por tener sólo ocho casos en cada localidad de España. Del mundo entero, joder. Pero eso aún no lo sabíamos.

Por suerte, Rouco Varela volvió a salirse del tiesto ese mismo viernes, descolgándose con unas afirmaciones en las que calificaba a España de “patria iglesia”, y eso me daba una excusa perfecta para hacer algunas preguntillas en la Conferencia Episcopal y trabajar en lo que Sara quería y seguir un poco el curso de las corrientes cósmicas. En todo caso, ya sabéis todo lo necesario sobre esas corrientes, ¿no?

El cáncer, que no sería más que una noticia de relleno y una alarma más sobre las antenas de telefonía móvil, como en aquel colegio de Valladolid un par de años antes, o sobre el agua de consumo humano, como casi siempre, podría esperar, me dije.

Sólo que ya nada podía esperar. La cuenta atrás había empezado, pero aún no había nadie capaz de escuchar el tic tac del reloj de la muerte.

Durante las siguientes semanas no ocurrió nada fuera de lo normal, excepto por supuesto el trastorno que produce en la vida de cualquier hombre su próxima paternidad.

No me quejo, desde luego, fue una época estupenda, y tanto Carolina como yo ansiábamos aquel niño con todas nuestras fuerzas. Simplemente, es algo que te cambia la vida, y que asusta un poco.

Mis investigaciones en Viana de Cega habían terminado pronto, con el comunicado clásico de Sanidad, aquí no ha pasado nada, es todo casualidad. Antes de enero del 2013 volvería a ese pueblo, porque los diagnósticos de cáncer se dispararían de forma realmente alarmante, pero para abril de ese año la cosa sería casi normal en todo el planeta.

Siempre he pensado que por algún motivo, tal vez el aire o algo que hubiese en el agua, aquella localidad castellana era, simplemente, más sensible al problema que otros lugares. O tal vez, sólo tal vez, las antenas, la genética o cualquier otra cosa hubieran hecho a sus habitantes más vulnerables a las enfermedades. Y cuando llegó la pandemia, encontró allí más facilidades para extenderse y matar. No lo sé, ni importa demasiado.

También mi preocupación sobre las declaraciones del Papa y sus consecuencias desapareció pronto. Aparte de las reacciones de protesta de la OMS y los gobiernos, todas en un tono conciliador y políticamente correcto, la cosa no pareció tener mayor importancia. En España hubo muchos que apoyaron esas declaraciones, e incluso los testigos de Jehová se manifestaron en apoyo del pontífice y contra el sistema de medicina gratuita, con el tonto lema “Sólo los pecadores necesitan doctores”; en resumen, conseguimos unos cuantos artículos sensacionalistas, que se venden tan bien como cualquier otro y aún mejor, así que la cosa no tenía nada de malo.

Lo más emocionante que hice en los siguientes días fue cubrir la presentación de dos libros, “¿Quién teme a la naturaleza humana?” y “La filosofía española inventariada”, ninguno de los cuales despertaba mi interés, y noticias igualmente oscuras y vacías. No es que tenga nada contra la información cultural, pero me metí en este negocio por los sucesos. Esa es la clase de información que me emociona, la que me da vida.

Claro que ahora prefería estar en casa antes que correr detrás de alguna red de mafiosos o contar los muertos de un descarrilamiento.

A mediados de noviembre, cuando el mundo aún seguía su curso habitual, giratorio y predecible, tuve que viajar durante dos semanas a Londres para cubrir un atentado con gas en el metro. Ese tipo de cosas son mi especialidad.

El atentado no había salido bien, apenas cincuenta muertos y unas pocas decenas de intoxicados, y además teníamos un competente corresponsal en la zona, pero era tal vez mi última oportunidad de meterme en algo emocionante antes de dedicarme de pleno al embarazo de Carolina, así que acepté.

A ella no le hizo demasiada gracia, porque tenía concertada una visita con el ginecólogo y también pensaba vacunarse contra la famosa gripe A, que según media humanidad iba a reventar el mundo, y según la otra mitad sería incluso más inofensiva que la de otros años. Bueno, chicos, nadie reventó la banca con las apuestas, ¿verdad? Nos vino de donde menos pensábamos.

En cualquier caso, Carolina sabía que se había casado con un periodista de sucesos, y me quería así.

Me reuní en Londres con Pellicer, nuestro corresponsal, un joven admirador de Pérez Reverte cuyo mayor deseo era convertirse en reportero de guerra. Se había ofrecido para ir a Afganistán, pero la dirección le consideraba aún inexperto. Eso le tenía bastante frustrado, así que aprovechó el atentado para tratar de meter ficha y vender su imagen de aguerrido corresponsal.

Puede que suene frío, incluso inhumano, hablar así de algo tan cruento e irracional como un atentado, pero hay que saber algo. Los reporteros, queramos o no, estamos hechos de otra pasta. Algunas personas tienen un filtro mental que les capacita para retener y explicar la belleza, otros son buenos para el cálculo, y algunos otros estamos aquí para contar lo peor, para indagar en los más repugnantes aspectos de la naturaleza humana.

Alguien tiene que contarlo. Es así de simple.

Durante las tres semanas siguientes estuve inmerso en territorio comanche, en la tierra de nadie, en esa zona en el borde del mapa donde los antiguos cartógrafos escribían “Cuidado, puede haber monstruos” con letra alargada y soñadora.

En el mundo hay monstruos, ocultos en las sombras de los callejones, justo donde el velo de lo racional es tan fino que una caricia puede rasgarlo. Siempre los hubo, y a principios de diciembre del 2012 aún permanecían tras el velo, asomando las garras sólo cuando una víctima propicia pasaba demasiado cerca de sus guaridas, sin notar el olor a moho y putrefacción que les delata siempre.

Ahora pasean por las calles de las grandes ciudades, disparan atrincherados tras montañas de muertos, francotiradores en nombre de una verdad absurda que no justifica la masacre, el genocidio que hemos sufrido. Puede haber monstruos, y ya entonces viajaban por el pulso de las corrientes cósmicas, camuflando el arañazo de sus zarpas sobre el suelo con el latido rítmico y constante de las corrientes. Pero por aquel tiempo aún podíamos cazarlos, aún estábamos en mayoría.

Fueron tres semanas de investigación, de callejones oscuros y llamadas a confidentes anónimos. Pero dieron su fruto.

Conseguimos un excepcional reportaje cuando, tirando del hilo, descubrimos cómo los terroristas habían llegado a poner sus cargas. Uno de los ingenieros que trabajaban como responsables del sistema de ventilación del metro colaboró con los delincuentes, dejando un leve rastro que nosotros olimos antes que las fuerzas del orden. Y el resto vino solo.

Fue algo genial, de veras. Creo que fue la última vez que me sentí vivo de verdad.

Pellicer parecía vivir un constante orgasmo, lo que me recordó una vez más a Sara y su teoría sobre Dios. Recuerdo que la última noche de trabajo la pasamos tomando copas por Whitechapel y arreglando el mundo, celebrando el éxito de nuestra investigación.

Comimos algo en el White Hart, y seguimos con las cervezas hasta el Princess Alice, donde ya la cosa se puso seria. Para cuando entramos en The Archers, ambos estábamos en un estado que Sara definiría como borroso. Cuando ella tomaba una copa de más, siempre decía lo mismo. Deja de beber, te estás poniendo borroso.

Así que ahí estábamos Pellicer y yo, tomando whisky y comentando lo loco que estaba el mundo. Anglicanos radicales arrojando gas en el metro, católicos y protestantes rechazando la vacuna contra la gripe A y cualquier tratamiento médico, islamistas fanáticos deseando inmolarse en algún sitio, en cualquiera siempre que hubiera público suficiente…

—Dios es el opio del pueblo, amigo mío —sentenció Pellicer.

—Si el orgasmo durase diez minutos, Dios y su mundo se irían al carajo —apostillé mientras alzaba dos dedos para pedir otra ronda.

Pellicer, que estaba apurando su copa, me regó con un chorro de licor pulverizado desde su boca, incapaz de contener la risa. Se quedó helado mientras me miraba, sin saber cómo disculparse, y después ambos estallamos en una incontenible carcajada.

—Joder, nunca he tenido un orgasmo de diez minutos —dije yo.

—A mí no me lo digas —contestó sin dejar de reírse—, yo hasta he fingido algunos.

Y de nuevo reímos como locos.

Regresé a España como un hombre nuevo, deseoso de seguir adelante con una vida que parecía mejorar a cada paso. Me sentía completo. Carolina estaba perfectamente, aunque pasó un par de días malos tras la vacunación, y nuestro hijo iba tomando forma poco a poco. Sé que la ecografía no mostraba más que un bultito que aún no era persona, pero para mí era el más hermoso de los retratos, que ningún Velázquez o Durero del mundo podría mejorar. Tenía ganas de abrazar a todo el mundo.

Ahora vivo solo en un pequeño pueblo de montaña, donde espero que los Depuradores no lleguen nunca, o al menos tarden en llegar. En las calles aún hay cadáveres, de hombres y animales. Muertos algunos por la enfermedad y otros por la mano del hombre, en los enfrentamientos que siguieron al fin. Esa vida de la que hablo parece la de otro, lejana e insignificante, como si la hubiera leído en un libro o algo así.

Nadie leerá esto nunca, supongo. Nunca veré a otro ser humano, excepto el cadáver del farmacéutico del pueblo, que se pudre ante mi puerta, o de algún otro de los lugareños. Pero escribirlo me ayuda a mantener la cordura. A creer que realmente tuve una vida y que mereció la pena. Si no fuese así, no importaría entregarme a los Depuradores. Esa idea resulta a veces atractiva, aunque de momento sólo es una idea absurda, y mantengo los cadáveres en su sitio para que, cuando pasen sus helicópteros o vigilen con sus satélites, piensen que nada ha cambiado. Que nadie vivo sigue aquí. Que no piensen que aquí puede haber monstruos.

Es hora de ir concluyendo mi relato. No porque me quede poco que decir, sino porque intuyo que cuento con menos tiempo del que pensaba.

Ayer, cuando salí a revisar las trampas para conejos de las que extraigo gran parte de mi alimento, un helicóptero sobrevoló la zona. No es algo inusitado, los Depuradores suelen rastrear los montes al menos una vez por mes, pero en este caso se detuvieron bastante más de lo normal. Nada de un par de pasadas de reconocimiento rápido y rutinario. Estuvieron más de media hora sobrevolando el pueblo y sus alrededores.

Por suerte, los helicópteros se ven venir a gran distancia, acompañados por su particular trueno portátil, y tuve tiempo de esconderme en una cañada cubierta por matorrales, aunque confieso que entendí perfectamente el miedo que deben pasar los pobres conejos que cazo de vez en cuando.

Finalmente se alejaron, y mi corazón regresó a su ritmo normal, pero no puedo dejar de sentirme vigilado. Quizá sea mi creciente paranoia, o quizá el ojo lejano e invisible de algún satélite centrado en la zona. No lo sé. A fin de cuentas, que estés paranoico no significa que nadie te persiga, ¿verdad?

No nos dimos cuenta de nada hasta la primavera del 2013. En cierto modo, lo teníamos delante, pero no lo vimos.

Recuerdo que en nuestras visitas al ginecólogo, mi mujer y yo percibimos, incluso llegamos a comentar, el aumento en el número de pacientes, y la extraña preocupación que veíamos en el equipo médico.

No era que hubiese más mujeres embarazadas, sino que las que ya lo estaban, más o menos paralelamente a Carolina, acudían más veces a consulta. También mi esposa tuvo que ir más veces de lo que sería normal, aquejada de molestias que todas ellas compartían, y que resultaban excesivas para una gestación habitual.

Por supuesto, pensamos en una coincidencia.

Recuerdo que mi alarma interior saltó por primera vez durante una ecografía. Tanto el doctor como la enfermera parecían tensos, casi asustados, durante la preparación del proceso. Estábamos a finales de febrero, y no había motivo para alarmarse.

Sin embargo, percibí esa tensión, como destellos de alto voltaje en las corrientes cósmicas, y percibí un intercambio de miradas aliviadas entre ellos mientras el doctor aseguraba que se trataba de un bebe sano y sin problemas.

La enfermera dejó escapar un leve suspiro, como si hubiera estado aguantando la respiración hasta ese instante.

Fue también a finales de febrero, un par de días después de esa consulta, cuando la agencia me envió de nuevo a Viana de Cega, ese pueblo de Valladolid donde la gente parecía especialmente propensa al cáncer.

Allí fue donde comenzaron los abortos, tanto espontáneos como inducidos. Allí fue donde, en unos pocos meses, se detectaron los primeros casos de malformaciones en los fetos, donde nacieron los primeros niños vegetales, autistas profundos, sordos y ciegos; los primeros niños condenados nada más nacer.

Allí fue donde se dispararon las cifras de cáncer, hepatitis tipo B, demencia senil y enfermedades neurológicas cuyo nombre apenas sé escribir.

Durante cuatro semanas investigué el tema, como hicieron otros muchos compañeros de la prensa y, por supuesto, los servicios sanitarios.

Durante cuatro semanas dimos palos de ciego, surgieron teorías sensacionalistas, y yo viví en un estado de temor creciente al ver cómo a lo largo y ancho de España, más y más mujeres embarazadas perdían a sus hijos o daban a luz bebés carentes de una mente que pudiera llamarse humana.

Y, en la cuarta semana, descubrimos la conexión, la única cosa que relacionaba al noventa y nueve por ciento de los enfermos. No era la patología, ni el grupo de edad, ni sus antecedentes médicos o su dieta. No era nada de eso.

Resultó mucho más simple. Lo único que les conectaba, y que en principio no se había tenido en cuenta, era que se habían vacunado contra la gripe A.

Paralelamente, en todo el mundo empezaron a repetirse sucesos como los de Viana. La localidad quedó en cuarentena, la primera entre muchas, pero aquello no sirvió de nada. Yo me vi separado de Carolina, con el pueblo rodeado por el ejército de tierra, vigilado por policías y médicos tan aterrorizados como yo.

Eso me salvó la vida.

Hasta mayo de aquel año funesto, seguí en Viana. Para entonces, el número de cánceres de mama diagnosticados en España superaba los ciento veinte diarios, cuando seis meses atrás estaba en cuarenta. Es sólo un ejemplo.

El sistema sanitario se colapsó en pocas semanas. Todo el mundo sufría enfermedades nuevas, o temía sufrirlas. Hubo doscientos mil abortos espontáneos en el mes de abril, y después de ese mes, simplemente perdimos la cuenta.

De todo el mundo llegaban noticias similares, y la paranoia se apoderó del planeta.

Tan sólo en África y América del Sur la muerte parecía respetar a la raza humana, como si hubiera decidido castigar al mundo desarrollado e igualar las cosas con su afilada guadaña. Una guadaña que para el verano debía estar ya mellada por el uso.

Trato de escribir de forma objetiva, pero es imposible no recordar las primeras imágenes, las fotografías de cementerios saturados, con brigadas de obreros derribando sus tapias mientras otros obreros cavaban en la tierra aún cubierta de escombros nuevas tumbas, tumbas que ya tenían nombres asignados. Y la inmensa mayoría de los nuevos muertos se vacunaron.

Yo también me había vacunado, al igual que mi amada Carolina, pero por algún motivo seguíamos sanos.

Aunque nunca he sido muy creyente, o lo he sido de esa forma apática y costumbrista en que tantos lo son en este país, empecé a asistir a la misa de los domingos. El párroco, don Francisco, dedicaba el tiempo de sus homilías a rogar por los enfermos, consolando a quienes sufríamos la obligada cuarentena.

Pero pronto, el tono de sus sermones cambió, y comenzó a hablar de penitencia, de las plagas de Egipto y de la prueba a la que Dios nos sometía. Recordó, y eso no lo olvidaré mientras viva, cómo el Sumo Pontífice nos había pedido, meses atrás, que rechazáramos la medicina oficial, que depositáramos nuestra fe en Cristo.

Ahora, dijo el párroco, con los ojos brillantes y el rostro tenso, Dios premiaba a quienes habían superado la prueba.

Oigo motores. Coches, posiblemente los jeeps de los Depuradores. Me pregunto si ya saben dónde estoy. He de esconderme.

Lo bueno de los cuentos de hadas no es que nos muestren a los dragones, sino que nos enseñan a creer que podemos vencerlos. Chesterton.

Leo la frase, bordada en pulcra letra negra sobre un tapete de color crema, que cuelga en la pared del despacho de mi jefe, Sebastián Olmedo.

 Siempre, cada vez, he sonreído al leerla, pensando en las hábiles manos de su esposa, que tejieron aquella pequeña obra de arte años atrás.

Ahora, el 12 de mayo de 2014, no sonrío. Hace un año que enterré a Carolina y al bebé nonato de ocho meses que habría sido mi hijo. Ninguno de los dos cayó víctima de la pandemia, lo que habría sido quizá un consuelo, pues mi desgracia estaría compartida con la de los familiares de setecientos ochenta millones de personas.

 Yo les maté, eso fue lo que ocurrió, con ayuda de este hombre enflaquecido y severo que se sienta tras el escritorio.

Sebastián Olmedo enciende un cigarro, y me ofrece uno a mí. Ambos sabemos que el cáncer de pulmón no nos matará, o si lo hace no estará causado por el tabaco, así que fumamos tranquilos mientras él estudia los nuevos datos que le he pasado, pulcramente mecanografiados a doble espacio. Ya no nos fiamos de los ordenadores, no son seguros, no son privados.

 Doy una calada al cigarro y trato de hacer un anillo, pero nunca se me ha dado bien. Miro hacia atrás, a través de las cristaleras que tabican el despacho.

La oficina de redacción está ocupada por apenas ocho personas, la tercera parte de las que debería haber en cualquier momento. Los ocho fuman. Manolo Rodríguez incluso está bebiendo una cerveza. Era nuestro experto en deportes, pero ahora no hay ninguna competición en marcha en todo el continente, yo he matado a mi familia y nunca más jugaremos la Champions, y mi mujer se pudre bajo tierra, metida en un féretro, féretro ella misma de mi hijo.

 Sacudo la cabeza y doy otra larga calada al oír la voz de Sebastián. Eso me da tiempo para borrar las imágenes y sorber con fuerza por la nariz, deteniendo así las lágrimas.

—Voy a sacar esto a la luz —me dice con voz segura.

Me encojo de hombros. En este breve tiempo, hemos alcanzado los setecientos noventa millones, poco más o menos.

—Nos matarán si lo hacemos —sentencio, y mi voz es tan desapasionada y grotesca como el grito de un orgasmo fingido.

—Nos matarán de todas formas —Sus ojos, planos y cansados, se posan sobre mi anillo de bodas—. Por lo menos, morir matando.

Se levanta y me da una palmada en la espalda, fuerte, viril.

Otro tal vez habría dicho, hoy hace un año del atropello de tu mujer, lo siento. Pero él es así.

Retrocedo de un salto. La oficina desaparece, estoy en medio de una calle, esperando que el semáforo se ponga en verde para los peatones. Al otro lado de la calle, ella sonríe y me saluda con la mano.

Lleva un vestido estampado de flores, veraniego. El día es caluroso y a mí me sobra la corbata. Le lanzo un beso y alzo mi ramo de flores, como un campeón victorioso. La gente muere alrededor, la pandemia está comenzando, pero aún hay flores para los amantes, aún se puede vencer a los dragones.

Eso creemos.

El semáforo se pone en verde, y ella empieza a cruzar, haciéndome señas para que espere. Sobre el vientre abultado, el mágico cofre de mi tesoro, flamea un estandarte de primavera.

El coche pasa a toda velocidad, escuchamos a la vez el motor demasiado revolucionado, giramos las cabezas a la vez, morimos a la vez cuando el conductor la embiste a más de sesenta kilómetros por hora, cuando sus gafas de sol salen despedidas, cuando la sangre salpica el suelo y su cuerpo, sus cuerpos, nuestros cuerpos, ruedan por el asfalto.

El ramo de flores se me cae de las manos, y las gafas de sol, con los cristales rotos, golpean el bordillo, rebotan en mis piernas y se posan como una mariposa muerta junto a las flores.

—Los Depuradores están empezando a actuar con todo descaro. Ningún gobierno está ya capacitado para detener sus Brigadas de Limpieza —digo mientras cruzamos la oficina.

Sebastián asiente, objetivo. Constata un hecho que no parece preocuparle.

Llama la atención de todos con dos fuertes palmadas. Ha perdido quince kilos desde que empezó el fin, pero aún exuda energía y fuerza.

En un breve parlamento, casi una arenga, explica a los supervivientes de la agencia nuestros descubrimientos, más bien la confirmación de nuestros temores.

La vacuna contra la gripe ha matado a… ochocientos millones de personas. Alguien manipuló el timerosal, una sal de mercurio que se ha usado siempre en las vacunas por sus capacidades antimicrobianas. Los muertos de nuestro fin del mundo están cayendo como moscas por exposición al mercurio.

Ahora sabemos cómo. Ahora sabemos quién.

 En el exterior suenan sirenas de policía. Uno de los efectos de la vacuna, de la sobreexposición al mercurio, es el aumento de la irritabilidad. En parte, eso ha detonado los disturbios, el vandalismo y las agresiones. Al principio. Luego, la falta de recursos agravó el problema.

La gente muere por crisis nerviosas, la gente se queda ciega, la gente muere por afecciones galopantes de riñón, cerebro, trastornos conocidos pero que se desarrollan a velocidades hasta entonces nunca vistas.

Daremos luz a la noticia. Los Depuradores vendrán a por nosotros, como hace un año fueron a por mi familia y después, en un ramo de flores que enviaron para el funeral, me dejaron una tarjeta que sólo rezaba “Abandona mientras puedas”.

Sebastián nos ofrece la oportunidad de irnos, de desvincularnos de la agencia. Nadie lo hace.

Casi todos han perdido ya a familiares y amigos, o padecen algún trastorno que les matará pronto.

Todos están cansados de vivir en este nuevo mundo, plagado de predicadores, supermercados vacíos, empresas en quiebra, guerras que sacuden las fronteras de los países desarrollados desde un mundo que antes era pobre y emigraba, y ahora es pobre y ataca.

Sebastián asiente. Todos estamos juntos. Los datos vuelan hacia todas las agencias de información, todos los ministerios, todos los corresponsales. Vamos a morir hoy mismo.

Ochocientos diez millones. Subiendo.

Me despierto con un grito apenas contenido. Un motor que se aleja. Tres horas después, me atrevo a asomar la cabeza fuera de la bodega en la que me he refugiado al oír llegar a los Depuradores, o quien fuera.

Llevo un CETME, robado a un soldado muerto hace año y medio, pero no sé si podría dispararlo.

No lo sabré hoy. Se han ido. Sigo vivo.

Tengo que terminar en seguida. Esta noche huiré a las montañas, el pueblo ya no es seguro. Dejaré estas páginas ocultas en el sótano, y escaparé con lo imprescindible.

No puedo perder más tiempo.

La OMS había previsto que una pandemia como la que se esperaba de la Gripe A mataría a ciento ochenta millones de personas en todo el mundo. El mercurio de la vacuna mató veinte veces más.

Los sistemas sanitarios se colapsaron, la fabricación de alimentos, medicinas, de todo lo necesario para que el mundo siguiese su curso normal… todo ello, simplemente terminó.

Huí de Madrid pocas horas después de que nuestra investigación se distribuyera a todas las agencias de noticias que aún trabajaban en el planeta, publicándose también en Internet.

No sabíamos hasta qué punto la red era controlada por quienes habían desatado el caos en el planeta, pero teníamos que pensar que no había tiempo para nosotros.

Salir de Madrid, con tan sólo unas latas de conservas en una mochila y mucho miedo, fue más sencillo de lo que creía. Pero también fue la experiencia más deprimente de mi vida.

 Las calles estaban plagadas de coches mal aparcados, muchos con los cristales rotos o las puertas forzadas. El atasco era mayor cuanto más lejos del centro me llevaban mis pasos. Patrullas del ejército recorrían toda la ciudad, cargando en camiones descubiertos los cuerpos de los muertos.

Algunas casas ardían, reducidas a escombros, brasas gigantescas que escupían su humo dulzón, fragante de carne humana abrasada, a un cielo cada vez más gris.

 Toda la ciudad olía a muertos enterrados, a descomposición, a seres humanos fallecidos solos y olvidados en sus casas, en sótanos, en garajes, muertos de nadie que nadie había recogido ni retirado.

Supongo que murió más gente por las infecciones y los disturbios que por la vacuna asesina. No sé si estaba previsto así, o si a nuestros verdugos se les escapó el control de la situación.

En todo caso, esto es lo que ocurrió.

El mayor inversor a nivel mundial en laboratorios de investigación clínica, es decir la iglesia católica, había decidido mezclar ciencia y creencia a un nivel hasta entonces desconocido, sólo soñado por los locos.

Durante años, investigaron y probaron, testeando en sus modernos laboratorios alquímicos hasta conseguir una vacuna capaz de matar, de envenenar por la acción del mercurio a quienes se la inoculaban.

Cuando la consiguieron, probando con conejillos de indias humanos en sus misiones del tercer mundo, donde la gente moría sin salir en ningún noticiario, sólo tuvieron que poner en marcha su inmensa maquina publicitaria, creando la psicosis de la pandemia.

Y después, el llamamiento del Papa a la fe, a recurrir a Dios como remedio para el mal, confiando en Él y no en la medicina.

Quienes no escucharon ese llamamiento, quienes a ojos de la iglesia no tuvieron fe, fueron castigados. Castigados con una vacuna que en realidad mataba. Fabricada y distribuida a nivel mundial por ellos. Controlada por ellos. Diseñada por ellos.

Millones de personas nos vacunamos, los países desarrollados en primer lugar, y millones cayeron enfermos. Murieron, castigados por la falta de fe, por no haber obedecido el mandamiento papal.

Algunos sobrevivimos a la vacuna, quién sabe por qué. Los Depuradores, grupos armados de fanáticos religiosos, más letales que cualquier integrista con un cinturón de bombas, recorren el planeta buscando a esos supervivientes, a quienes ahora se niegan a apoyar y reconocer al único gobierno coherente que permanece, poderoso e incólume, protegido por miles de hombres armados, en las antiguas salas del Vaticano.

Somos proscritos en nuestro propio planeta, mientras el mundo se desangra en una guerra en la que cada hombre es un ejército.

Muchos viven escondidos, como yo. Otros se organizan en bandas armadas, viviendo del caos, paseando como señores de ciudades vacías y alimentándose de lo que roban o cultivan en solares abandonados.

Otros tratan de reorganizarse, de volver a la civilización que conocíamos. Pero el control es de los Depuradores, una horda alimentada por ejércitos inagotables, hombres y mujeres provenientes de los países tercermundistas, donde no se distribuyeron las vacunas.

 Son los mismos que, por su fe, hicieron caso a los distintos pontífices y se negaron a usar preservativos durante décadas, prefiriendo morir de Sida que desobedecer lo que su fe les indicaba, o tal vez muriendo por simple ignorancia.

La diferencia no es importante, supongo.

Sólo importa lo que ocurrió, y sus consecuencias. Sólo importa que el mundo ha muerto, reducida su población en un sesenta por ciento. El planeta es grande, aunque no sé si tan grande para enterrar a todos los muertos.

El pontífice de Roma ha proclamado el reino de Dios en la Tierra, y el Infierno posterior para quienes lo desobedezcan.

 Yo no veo la diferencia.

J. D. Martín

J. D. Martín ha participado en numerosas antologías, y es autor de la saga de novelas del detective sobrenatural Jonathan Silencio (De ilusión también se muere, Vivir en el intento, A corazón abierto) y de la obra de fantasía épica Tiempo en ruinas. Colabora como redactor en Dentro del Monolito.

1 comentar

Román junio 20, 2020 - 6:42 pm

El relato es un cuadro, sucesión de escenas y emociones en primera persona, esbozado con detalle a fuego lento.
De hecho, es la cadencia pausada y meticulosa de la historia, junto con esas corrientes cósmicas que bien conozco, lo que engancha.
Y el fanatismo ciego con ansia de purga, que no discute ni convence, sino que extermina. Sea por fe o por odio. Un peligro muy real.
Grande!

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