De algún modo aquel trabajo recayó en mí igual que la mierda tiende a deslizarse: de arriba abajo. Un servidor era nuevo en el despacho y, aunque algo sabía de la aureola de miedo que rodeaba aquel barrio perdido de la mano de Dios, no me quedaban más opciones que llevar los documentos en mano.
Ese conglomerado de casas victorianas a medio morir tenía mala fama, sus vecinos tenían peor fama y la casa en concreto hacia la que conducía lentamente… Nombrar la casa Wallace en medio de cualquier conversación provocaba un silencio incómodo a poco que los interlocutores llevasen un tiempo viviendo en la ciudad. Los más ancianos directamente me tildarían de loco de saber que me acercaba a menos de diez metros de aquella construcción fatídica. Pero eran malos tiempos, la Gran Depresión nos rascaba el fondo de las entrañas a muchos, provocando un hambre que se presentaba como el perfecto emblema patriótico. Decían los medios que apretarse el cinturón era tarea de todos, mientras los empresarios y políticos reían tras bambalinas. Así que un trabajo como aprendiz de secretario, en aquel pequeño despacho de abogados, me colocaba en una cómoda situación entre medias. Podía vivir sin el peso de la hipocresía característico de los pudientes, pero por las noches no me rugía la tripa en demasía.
Durante el trayecto, con una rapidez mareante, mi mirada nerviosa pasaba del cartapacio, con los papeles del desahucio, a las calles que me flanqueaban. Tuve que levantar el pie del acelerador más veces de las que hubiese querido. A pesar de tener unas ganas horribles de dar marcha atrás y esconderme en la casa de huéspedes de mi tía, me recompuse con varios tragos de veneno. El ardiente contenido de la petaca, proporcionada bajo cuerda por un compañero de trabajo, me insuflaba el ánimo para seguir al volante. Las casas saludaban a mi destartalado coche en silencio, sin un vecino en las ventanas, en los patios, los jardines… venidos a menos bajo un aluvión de hojas muertas, malas hierbas y tejas rotas. Intensamente anaranjado, el ocaso teñía de otoño el asfalto reventado por más baches de los que quizás pudiesen soportar los amortiguadores. En definitiva, un escenario de intensa melancolía que agudizaba mis nervios, al borde del colapso el corazón cuando por fin llegué al final de la vía, presidida por la mansión Wallace: más grande que las demás, más enferma, más decadente y presa de una vegetación más insidiosa si cabe.
Aunque una docena de tablas pendían podridas, la estructura de oscura madera se encontraba en buen estado si obviamos las cagadas de los pájaros y varios cristales rotos en el primer piso. El último de la familia más poderosa de la ciudad, al menos antes de mi nacimiento, se suponía dentro, demasiado inválido para salir y cuidar sus posesiones, demasiado cabezota para retirarse a un lado y dejar que el estado se hiciese cargo de la propiedad.
Independientemente de la recalificación del suelo de aquella zona, el antiguo edificio seguía valiendo decenas de miles. El ayuntamiento, deseoso de dar un nuevo impulso económico a los barrios de las afueras para sacar la correspondiente tajada, llevaba detrás de Cayden Wallace durante casi un lustro, batallando a través de un ejército de abogados por desmontar la validez del título de la propiedad firmado a principios del siglo pasado por los ancestros del ricachón. Sin embargo, el anciano había luchado a capa y espada contra la teoría del ayuntamiento de que esos terrenos se habían expropiado a los nativos por medio de la fuerza y sin cimientos legales. En mi propio despacho, sometido en parte a esos amiguismos hacia el alcalde, no dábamos crédito a semejante tontería. ¿Qué lugar de Estados Unidos no había sido robado con pólvora y fuego de manos de las jodidas pieles rojas? No obstante, la paciencia de los estamentos puede con la corta vida de los hombres, y Wallace, sin descendencia, había visto disminuir sensiblemente su fortuna durante tan largo litigio. El pequeño bufete que lo representaba se había venido abajo cuando un desgraciado accidente acabó con su fundador, Richard Spooner, y aquello marcó el final de la defensa. El estado se anotaba un tanto y comenzaba el proceso de renovación de la zona con nuevos y relucientes unifamiliares, quién sabe si la semilla de la nueva América.
Así que allí estaba yo, con los papeles que aquel octogenario debía firmar para iniciar el proceso de desahucio por las buenas. Sin un teléfono conocido y negándose a responder los telegramas que asustados carteros le habían intentado entregar, yo era la punta de lanza del ejército de chupatintas que íbamos a provocar el derribo de aquella especie de mausoleo. Eché un último trago a la petaca, sintiendo un escalofrío de placer que prolongué encendiendo un nutritivo cigarrillo. Menos placentero fue poner el pie en el suelo para enfrentarme a una valla de forja oxidada y cuyos motivos florales se doblaban para mezclarse con hileras infinitas de malas hierbas. A pesar del exuberante crecimiento vegetal, al otro lado de la maleza se vislumbraba una fuente ornamental, cubierta de musgo la estatua de una etérea hada coronando su cima, y un caminillo de tierra que a duras penas me llevaría sano y salvo hasta el porche y, eso esperaba, al portón escondido.
¿Conseguiría audiencia por parte del señor Wallace? Si los rumores eran ciertos, nadie lo había visto en años. Es más, muchos se preguntaban quién le hacía llegar la comida para lograr sustentarse. Los carteros hablaban de una voz quebrada que a duras penas alcanzaba a distinguirse desde la entrada, una sarta de insultos y maldiciones que aterraban a los mensajeros. Supongo que salían despavoridos imaginándose al anciano trajinar con las pociones y redomas que, al menos así reza la leyenda, provocaron la muerte de su esposa. La clásica historia de amor exacerbado e infertilidad, donde las curas para el útero agostado de la joven y bella señora Wallace habían desembocado en una muerte prematura y la locura del dueño de la mansión. Todo demasiado fácil, todo demasiado evidente; como la clásica historia de miedo de a centavo.
El que suscribe también daba forma en su cabeza a aquellos cuentos de viejas, aunque intentaba aferrarse a la ironía del asunto y no a su parte más macabra, pues que aquella mujer no hubiese podido darle un hijo a su marido cuando la tierra donde se levantaba su hogar era tan pródiga en plantas de retorcidas formas… Sin duda un insulto de la misma naturaleza que el señor Wallace intentó dominar o virar con funestos resultados. Digámoslo de otro modo, aquel jardín suponía el símbolo de la decadencia del millonario, a falta todavía de un funeral que honrase a su mujer, ya que el terco marido se había negado a pasar página del fatídico deceso enterrando a la finada en el cementerio municipal.
Empujé la verja de entrada intentando evitar su chirrido, pero fue inútil, manchándome de óxido y savia durante el gesto. No sé, esperaba algún movimiento a causa del ruido, al menos que una nube de insectos me recibiese, pero allí el único que se movía era yo, por suerte envalentonado gracias al matarratas que corría por mis venas, limpiándome inconscientemente sobre las solapas de la chaqueta…
Fue al tener más cerca la mole de madera, que me vigilaba con la cautela de un gato, cuando pude comprobar la frondosidad en todo su esplendor, el cual no era poco. Una exuberancia rival del espléndido jardín botánico de la ciudad, ubicado junto al museo. En este caso se trataba de algo puramente salvaje, sin embargo contenido, como si una inteligencia guiase el crecimiento de las plantas con una precisión fuera del alcance de las tijeras de podar. Más allá de los hierbajos propios del clima continental de la zona, arbustos más exóticos crecían ulcerosos por todas partes, solo respetando las lindes del sendero hasta la puerta como… como si de una broma se tratase. Pues con una miríada de zarcillos o tallos, sin esfuerzo, podría esa monstruosidad verde invadir el área de paso, y resultaba evidente que allí no existía cuidado humano alguno, sino una cuestión de azar que resultaba más aterradora que la intencionalidad.
Un mojón de piedra sobrevivía a duras penas entre montículos de enredaderas y hojas de extraños colores, intentado exhibir orgulloso un desgastado grabado, un escudo de armas de estilo europeo si la vista no me fallaba. De su centro nacían dos anillas que sujetaban una cadena, probablemente intentando delimitar algún espacio de descanso, quizás un banco ahogado por la maleza. Debió ser por efecto del sol poniente, derramando una cremosa luz capaz de hacer volar la imaginación del hombre más cauto, pero puedo jurar que vi siluetas extrañas entre los setos abombados, como meciéndose y jugueteando alrededor del pilar grisáceo a la par que se agitaban los eslabones de acero. No me refiero a nada monstruoso o sobrenatural, ni nada parecido, sino a figuras de animales que estaban formadas por ramitas y hojas combadas, al estilo de setos podados por un hábil jardinero. Diré que esas siluetas parecían animales domésticos para más señas, pero cuando me paré a observar con más detenimiento, solo el caos de una vegetación sin control me saludaba, espectáculo que el humo del pitillo no ayudaba a definir, así que lo aplasté contra la gravilla del suelo a la espera de otros indicios de vida, la que fuese. Sin embargo, como ya he destacado, ni un pájaro o insecto que sobrevolase la superficie de aquel mar esmeralda, únicamente el tonto de turno con una carpeta tiritando bajo el sobaco.
Procurando que el tenso silencio no delatase el ruido de mis pisadas, avancé en dirección al porche, vigilando por el rabillo del ojo no fuese que algún perro guardián, por obligación responsable del sobresalto anterior, surgiese desde el verdor para «saludarme». Caminar sobre las piedrecillas del camino provocaba estallidos dignos de la Gran Guerra, sin embargo no fue animal la interrupción de mi perezoso avance, sino el vibrante color de pequeños frutos que colgaban de unos tallos a la vera del camino. Se distinguía su rojo escarlata incluso con el resol que dominaba todo mi campo visual. De cuclillas, contemplándolos de cerca, puede comprobar que se trataba de unas bayas perfectamente esféricas, colgando hinchadas por docenas, tentándome a estirar la mano y tocarlas. De tal forma permanecí agachado con el brazo extendido mientras me debatía si rozar siquiera los frutos, pues en su interior, aparentemente translúcido, flotaban unos puntitos negros que me era imposible distinguir. La duda de si el movimiento de los puntitos era efecto de la flotación o de una capacidad motriz antinatural pronto quedó en suspenso, ya que, sin haberme decidido todavía a tocarlas, las bayas se aproximaron a la yema de mis dedos como movidas por una brisa que no sentí de otro modo. Desde luego, era imposible que la planta hubiese reaccionado a mi presencia, aunque ese devaneo mental también quedó sepultado por el mágico efecto de aquel toque aterciopelado. Sorprendentemente, una de las bayas, a mi roce, reventó suavemente como si fuese una pompa de jabón. Y como si las demás también lo fuesen, el resto de sus hermanas explotaron cómicamente sin dejar caer ni una gota de jugo. Simplemente se desvanecieron en el aire, pero dejando un aroma tras de sí que inundó mis pulmones con una acidez difícil de describir en detalle. Aturdido por un instante, quedé paralizado intentando contar en mi memoria cuántas de esas etéreas bayas se habían evaporado en menos de un suspiro. ¿Cincuenta? ¿Más de cien? Solo una gotita en la punta de mi índice, una manchita de color sangre apenas perceptible, quedaba como prueba de una anomalía vegetal a la que jamás me había enfrentado, pese a enorgullecerme de ser un chico de campo. Me limpié el aceitoso resto y tosí despejando mi garganta del fuerte aroma flotando alrededor; ya estaba echando de menos fusilar un nuevo cigarrillo.
Dejando de lado la particular escena, por fin alcancé la desvencijada puerta, enmarcada entre tres maderos que amenazaban con desprenderse de la jamba. Sobre la pintura, tan oscura y maltratada como la madera que cubría, destacaba un aldabón diabólico: Las fauces de una bestia cornuda y sonriente que sostenía, a fuerza bruta de largos colmillos, un aro de zarzas y espinas. Si aquello no era una señal evidente de que el propietario de la finca no deseaba visitas, no sé qué más podría serlo.
Temiendo infectarme del tétanos, usé un pañuelo para cubrir el llamador y golpear con fuerza. Mi único deseo era tirar los documentos a los pies de Cayden Wallace, recolectar su firma y largarme de allí por patas.
Nada ni nadie acudió a los tres primeros golpes, así que siguiendo algún tipo de ritmo inventando por mi imaginación, algo desbocada debo reconocer, volví al ataque con tres golpes que solo fueron respondidos por el rozar de troncos y tallos, llenos de gordas semillas, riéndose desde el jardín que me rodeaba. Miré hacia atrás impaciente, molesto al comprobar que los recodos del camino quedaban ocultos por la naturaleza circundante, pues desde el porche apenas se vislumbraba la verja de entrada y mucho menos el coche, que ahora sentía a kilómetros de distancia.
Otra vez, nada ni nadie. Por eso insistí agudizando los siguientes tres golpes, esta vez tan violentos e impacientes que pensé tirarían el portón abajo. Entonces sí, al fondo de la casa, quizás en el último piso o enterrado desde el sótano, me llegó un gemido que apenas pasaba por humano.
«Márchense».
Un simple mandato que devolvió mis pies sobre la tierra. En el fondo lamentaba molestar al anciano, pero mi obligación era conseguir su firma y lo haría; no podía permitir que mi trabajo fuera puesto en duda siendo todavía un aprendiz. Volví a machacar la boca del demonio cornudo y cabrón, esta vez siguiendo una rítmica de cuatro por cuatro durante un largo minuto.
«Déjenme morir tranquilo… ¡Lárguense!».
Igual de lánguido, débil y frágil. Un hilillo de voz que se apagó a la sexta vez que insistí con mi llamado. Estaba claro que nadie iba a abrir, el viejo no iba a ponerme las cosas fáciles.
«Morir tranquilo», había pedido. Ojalá fuese tan fácil y el desahucio pudiera producirse por una vía más directa. Pero si aquel viejo había dejado una últimas voluntades que legasen la haciendo a algún pariente lejano, otra vez estaríamos en las mismas, y mis jefes montarían en cólera ante un nuevo retraso de quizás años. Un gesto tan sencillo como estampar la rúbrica sobre un documento parecía ahora tarea imposible… y la frustración, azuzada merced al alcohol que corría por mis venas, tomó el control de mis actos, cansado de la tensión acumulada hasta el momento: pateé la puerta infructuosamente, ya que se trataba de un mazacote de madera de buena calidad a pesar de su considerable edad; grité exigiendo la presencia del señor de la casa sin que sirviese de nada; busqué de manera inútil otro acceso en el porche, donde solo un viejo balancín con sus tablas rotas me daba la razón con su suave balanceo… y finalmente me senté en las escaleras que subían del camino a encender otro pitillo y calibrar las alternativas. Por si fuera poco, el dedo me escocía insistentemente, emitiendo un latido a ritmo con el pulso martilleando en mis sienes, manchado todavía levemente de aceite rojizo.
«Calma», me dije mentalmente, «tiene que haber alguna forma de acceder al interior. Al fin y al cabo la casa se cae a pedazos». Desafortunadamente, y aunque no me faltaba razón, no podía alcanzar las ventanas, rotas algunas como ya había comprobado al alcanzar la finca pero a demasiada altura. Otras, convenientemente tapiadas con tablones desde el interior, tampoco parecían una solución a corto plazo.
Con la respiración más calmada y el sol amenazando con ocultarse tras el horizonte, me levanté y comencé a rodear la casa, intentando ignorar las penetrantes emanaciones a flores y humedad.
No me considero una persona especialmente reflexiva, pero aquel arrebato aventurero me pilló por sorpresa. De algún modo, relegué los pensamientos conscientes a un segundo plano, como si mi verdadero yo se hubiese convertido en mero espectador de los actos que emprendía mi cuerpo. Parte de aquella confusión se debía a los perfumes que ya he comentado. Me refiero a una serie de fragancias llenas de matices, agotadoras en cierto modo. Tal era la intensidad por momentos, especialmente cuando me interné por un lateral buscando alguna entrada alternativa, que mis sentidos se entrecruzaban ante tan variadas notas: dulces, secas, afrutadas, cítricas, almizcleñas, herbáceas… Un caleidoscopio olfativo que achinaba mis ojos durante un instante, retrasando cualquier avance, para sin darme cuenta verme afectado por un pitido de oídos que amenazaba el frágil equilibrio que mantenía sobre aquel suelo abombado por cientos de raíces atravesándolo.
No obstante, siendo vagamente consciente del peligro que encerraba el entorno alrededor, sigo todavía asombrado de la belleza de algunas de las plantas allí presentes. Fascinantes cuando se trataba de pteridofitas, al estilo de helechos involucionados al primitivismo más apabullante, o hipnóticas cuando desplegaban una llamativa floración. Especialmente en este último caso hablo de campanillas del tamaño de una cabeza humana, las cuales mostraban al saludar mi paso un vibrante azul y blanco a la manera de banderas. Encaradas a la fachada lateral de la mansión, vibraban sus pétalos y pistilos al unísono a medida que apartaba tallos como sogas de ancho con la esperanza de hallar un ventanuco que franquease el acceso, no sé, quizás al sótano….
Y por fin, obviando el roce peludo de un sarpullido de magnolias que surgía directamente de la base de piedra de la casa, di con una ventanilla rectangular a ras de suelo. Pondría en riesgo la integridad de mi ropa, pero aquella gatera era de momento la mejor alternativa para entrar, aunque fuese rompiendo un cristal y arrastrándome. Mi sempiterna delgadez iba a serme de utilidad por primera vez en mucho tiempo. Por si acaso, seguí avanzando unos metros hasta revisar la parte trasera de la casa, donde di de bruces con la entrada oficial al sótano, un par de puertas encastradas que parecían también bloqueadas a conciencia desde el interior y olvidadas desde el exterior a juzgar por el musgo que las aplastaba. Entonces, ¿a qué esperar, sabiendo que el sol tenía prisa por dejar paso a la noche?
Quitándome algún pequeño cristal clavado en las palmas de las manos, apuré medio a ciegas en busca de un interruptor que despejase de sombras la habitación, terriblemente húmeda e invadida parcialmente por la exuberante vegetación exterior. A tientas, envuelto en una penumbra anaranjada cortesía del sol poniente, me di un fuerte golpe en las rodillas con un corpachón metálico, como corroboró el resonante eco posterior. A esto siguió un trompazo en plena cabeza cuando una lámpara de aceite se descolgó de un gancho invisible y cayó a darme un beso de buenas noches en la coronilla.
Tragando para mis adentros los gemidos de dolor, encendí el amoroso quinqué con los restos grasientos de tiempos mejores, logrando confirmar que, efectivamente, estaba justo en medio de un prosaico sótano y que una caldera casi había hecho trizas mi rótula. Ajusté la llamita buscando una puerta al primer piso, ignorando de manera consciente las colosales telarañas que pendían de los largos tallos de un bambú blanco como el hueso carcomido por el sol, plantado allí en medio de forma incongruente. Las paredes de ladrillo desnudo lucían siniestros manchurrones de moho e incluso setas de alargadas cabezas, las cuales aprovechaban para crecer sin freno en los recovecos de una hilera de estanterías combadas. Tras una escalera con aspecto de no haber sido pisada en años, esperaba la salida de aquella asfixiante habitación, lleno de polvo el ambiente y de quién sabe qué tipo de esporas soltadas por los hongos. Esquivando herramientas de jardín, evidentemente carcomidas por el paso del tiempo, y otros trastos inútiles como caballetes y cubos, procedí a dejar el sótano de la forma más silenciosa posible, no sin antes echar un rápido vistazo a las estanterías. Alumbradas con el débil fulgor de la lámpara, una luz casi líquida que creaba más sombras de las que despejaba, estas mostraban archivadores vacíos, carpetas medio abiertas sin nada que aportar al ambiente de misterio de la casa Wallace. Cuestión que me inspiró una idea no demasiado evidente. Volviendo sobre mis pasos, me agaché para abrir la puertecilla de la caldera, encontrando lo que esperaba: restos carbonizados de documentos, incluso algún pedazo a medio quemar; tal debió ser la cantidad de papel del que alguien quiso deshacerse.
No creí que pudiese obtener algo de utilidad de aquellos cartoncillos negruzcos, pero aun así dediqué unos minutos a descifrar frases sueltas caracterizadas por una enrevesada caligrafía. Por el momento, palabras inconexas y alguna cifra proveniente a buen seguro de un libro de contabilidad. Solo un pequeño fragmento de cuartilla estaba lo suficientemente completo como para regalarme con un breve párrafo lleno de insinuaciones, más si tenemos en cuenta la leyenda que rodeaba aquella propiedad:
«… debería permanecer su perfecto cuerpo enterrado en una triste y gris necrópolis cuando su corazón, dulce y lleno de amor, siempre me perteneció? ¿Cómo explicar además a los leguleyos el poder de esa enfermiza fecundidad, superior incluso a los designios de Aquello que yo le otorgué tan…»
Un adecuado pasaje que contenía todos los ingredientes —muerte, amor y fertilidad— responsables de la mala fama que rodeaba a Cayden Wallace, además de un nombre propio tan evocador y poco definitorio como amenazante. Y por si aquello no fuese suficiente indicativo de que a veces las malas lenguas son las únicas capaces de escupir la verdad, un examen más detallado del sótano reveló que las estanterías también contenían instrumentos de exótica apariencia, al menos a mis ojos, que reconozco no muy duchos en los asuntos de la ciencia.
De hecho, completando la escasa información robada a la caldera, un retrato yacía de medio lado tras una columna de cápsulas y crisoles de porcelana. El lienzo mostraba la típica estampa adusta que se estilaba a principios de los años veinte: una pareja pintada con el detalle del trabajo por encargo, carcomidas las mejillas de él por las secuelas de la varicela y luminosa ella gracias al porte de su mentón, fino como el de una estatua, y la maraña de bucles castaños que aureolaba una sonrisa larga como los días de verano. Sin lugar a dudas los Wallace, posando tras el enlace. Solo quedaba afeada la imagen al verse reclamada por algunas motas de verdín sobre su superficie, la cual debería haber estado en algún lugar más selecto del caserón. Evidentemente, eso demostraba cómo el anciano millonario intentaba dar la espalda a su pasado, reafirmando a mis ojos la veracidad de la leyenda negra que le perseguía.
Encaré de nuevo la escalera con la intención de salir de allí, convenientemente reforzado mi propósito por un gritito que surgió desde alguna parte ignota de la mansión, mucho más arriba de mi posición:
«¿Quién anda ahí?».
Siguieron más balbuceos ininteligibles, los cuales parecieron animar ruidos más insidiosos al otro lado de la pared guardada por las proliferaciones de hongos. Roces y gruñidos propios de animales seguidos de tintineos, chasquidos que nada tenían que ver con la ajada voz que se había filtrado desde la parte superior de la casa. Lo más lógico hubiese sido pensar que se trataba de perros encerrados en alguna especie de jaula o encadenados, pero algo en mi cerebro se había bloqueado por el miedo, considerando que, dado el volumen y cantidad de golpeteos, debían ser decenas de cuerpos los que se agolpaban contra el muro. Peor aún, ¿dónde estaban los ladridos en lugar de ese quedo resollar proveniente de infinitas gargantas abrasadas por el hambre? Debo reconocer que casi me cagué en el acto y dejé que mis nervios tomasen el control por completo, lanzando mi cuerpo contra el ventanuco rectangular que ahora se negaba a tragarme, a llevarme hasta el anochecer. Subir no resultaba tan sencillo como deslizarse hacia abajo, por mucho que intentase ayudarme con una precaria e improvisada escalera de cubos de fregar. Desesperado, habiendo perdido ya la carpeta con los documentos del desahucio, eché a llorar y emprendí la carrera hacia la salida que daba a la planta baja de la casa, ignorando constantemente lo que debían ser pezuñas en carne viva luchando por atravesar el ladrillo, bendito ladrillo y no la madera húmeda, casi chapoteante, de la escalera que a punto estuvo de hacerme perder el equilibro.
Busqué serenidad en la luz del quinqué, el cual milagrosamente seguía aferrado a unos dedos engarfiados, los míos, como si perteneciesen a un espectador ajeno. Ensordecido por mi propia respiración histérica y dejando caer todo el cuerpo sobre la puerta recién cerrada, hallé algo de falsa seguridad en el hecho de enajenarme por completo. Dejé que olas de pensamientos negros y absurdos ahogasen la vocecilla de la razón, me abracé a la locura irracional que precede a la revelación. Esta misma llegó de sopetón, sin filtro alguno, cuando por fin dejé de darle vueltas a mi propia fragilidad y comprobé visualmente el largo pasillo que se adentraba en la mansión. Un túnel de materiales no menos nobles que la insania y el horror, el cual me hizo echar de menos, de manera inmediata, los humildes muros de ladrillo y el suelo encalado del sótano. Como si fuesen las fauces de un ser abisal o el corredor creado por las ramas de tupidos árboles, las casi completas tinieblas no lograban ocultar cientos de protuberancias de madera, abombada e hinchada desde el techo hasta los tablones del parqué, creando venas irregulares del mismo material. Algunos de aquellos nudos de madera orgánica palpitaban en un ciego e idiota balanceo, cuando no colgaba de su punta un bulto que podría pasar por fruta o la pupa de un insecto. El crujir era inequívoco, bajo la suela de mis zapatos se hundía la superficie al igual que si pisase el blando lomo de una bestia mastodóntica, sonido que no opacó la letanía al fondo de aquel pasaje de los horrores:
«¡Márchense! ¡Váyanse antes de que sea demasiado tarde! No hay nada de valor en la casa…».
Se trataba del inconfundible graznido afónico de un anciano, sin duda el dueño de aquella mansión de pesadilla, filtrándose su lamento entre los ramilletes quitinosos que se agitaban desde el techo, acusando un latido periódico que afectaba a toda la casa. Como digo, un palpitar que se dejaba notar de manera más ostensible en unas bolsas pálidas que, aquí y allá, se hinchaban y se contraían como enormes vejigas, amenazando con reventar. Las paredes cubiertas de una mucosidad parecida a resina, pero más líquida, vibraban como si en vez de un corredor se tratase más bien del esófago de una criatura molesta por la intrusión de una partícula extraña llamada «servidor».
Luchando contra el mareo, intenté barajar las opciones a mi alcance con un hálito de racionalidad, buscando una huida factible, lo más rápida posible. Parecía que el pasillo se perdía en la negrura infinita, una sima de mutaciones y deformaciones arquitectónicas más terribles si cabe, sin vía de escape posible. No era así exactamente, como pude comprobar mientras esperaba asustado a que la puerta que sostenía mi peso se transformase en una válvula cardia y se abriese, dando con mis huesos en el antro subterráneo que acababa de abandonar. No todo estaba perdido en realidad: donde puede que antaño se abriese el marco de una entrada, ahora existía una raja de madera y carnosidad, parecida a un esfínter dilatado por fuerzas invisibles. Supuse que podría entrar sin mucho esfuerzo, aunque al otro lado de la irregular apertura solo se vislumbraban más sombras y poco amparo. Aun así suponía una alternativa mejor a la absoluta oscuridad del final del pasillo y la voz que surgía de ella:
«¿¡Por qué este asalto, malditos!? No se llevarán más que los… » [esa parte fue ininteligible, una sarta de silabas unidas por sonidos guturales]. «Estúpidos críos, no hay nadie con quien jugar, vuestra madre está ocupada amamantando a los…» [más repiqueteos a medio formar de saliva, como si las palabras no estuviesen diseñadas para ser emitidas desde una garganta humana, siquiera comprendida por oídos mortales].
Llegado a ese punto tuve la tentación de volver a intentar alcanzar el ventanuco por el que había profanado la casa, ahora llena del olor de los mausoleos. Imagínense, los siglos y tejidos en descomposición. Pero no podía enfrentarme otra vez a los roces medio intuidos sobre las paredes del sótano. Claramente, algo hizo clic en mi cerebro, los pude identificar como entrechocar de piedra contra piedra. Digamos que siempre quedará esa fricción en mi memoria como preludio sonoro de catástrofes relativas a la integridad física. ¿Y si estaba a punto de derrumbarse el muro que separaba a un puñado de famélicos cachorros de gárgola, genial contribución de una imaginación espoleada por el miedo, de mi frágil cuerpo?
Ante semejante indecisión resultó fundamental que el escozor sobre mi dedo índice, aquel con la suerte de haber tocado o sido tocado por las bayas evanescentes, volviese a primera plana del cúmulo de sensaciones que me embargaba. Pude concentrarme en algo que no fuesen los delirios mentales propios de un loco, así que tomé la primera decisión que se me pasó por la cabeza y de esa manera atravesé el esfínter situado a la derecha, manchándome de resina y mucílago durante el proceso.
Casi me di de bruces contra un largo banco de trabajo metálico, pues mi renqueante entrada la realicé con los ojos entrecerrados, suponiendo que alguna deformidad se encargaría de mandarme al otro barrio y acabar con este infierno de una vez por todas. En cierto modo, el encuentro sí fue con una deformidad, pues aquella salita solo tenía de normalidad los tablones tapiando las dos ventanas que daban al exterior, curiosamente inmunes al desaforado crecimiento que aquejaba a cualquier material orgánico en aquella zona, así como el tablero donde se acumulaban más trastos de cristal. Distinguí matraces con una costra marrón tiznando su base; una balanza a la que faltaba un platillo; un mechero Bunsen desproporcionado, a juego con jaulas que podrían encerrar algo del tamaño de una cabra en su interior; probetas, balones de destilación y embudos rotos… Todo prosaico hasta cierto punto, dentro de mis desconocimientos de la técnica científica, de no ser por las paredes y techo que acogían ese equipamiento digno de un gran laboratorio. Me refiero a un desconcierto de madera creciendo por momentos en jorobas amorfas, llenas a su vez de más tumores del tamaño de puños que resquebrajaban los escasos restos de papel pintado. Temblé de asco ante listones violados por excrecencias rígidas; goteando, como si fuesen estalactitas, unos enormes frutos de la misma sustancia gelatinosa que animaba el crecimiento de las vigas, otro vergel retorcido de frutos bulbosos. El suelo tampoco era ajeno a ese crecimiento desmedido, pulsando los largueros por adoptar una posición erguida. O dicho de otro modo, toda la madera mostraba cualidades animales antes que vegetales, y así lo reafirmaban una serie de probóscides que, a la manera de estalagmitas, desafiaban al visitante a dar un traspié y quedar empalado en sus afiladas puntas huecas.
«¡Lárguense, desgraciados! Dejad de husmear por las… » [¿un sonido como la deglución de un pato?] «… de mi esposa… ¡No tenéis derecho! ¡¡¡No tenéis derecho!!!».
Sumido en el frenesí de la bestia acorralada, herido por esos gruñidos amplificados debido a la insólita configuración de la casa, rebusqué una herramienta que me ayudase a quitar los tablones de una de las ventanas, dispuesto a lanzarme de cabeza por cualquiera de ellas. Heridas las palmas de las manos por la afilada porquería acumulada durante décadas sobre el panel de acero que servía de mesa, no fue hasta dar con un destornillador —quizás me ayudase con los clavos de las tablas— cuando vi a duras penas las marcas que alguien había grabado sobre la plateada extensión. Me guardé la herramienta junto al costado, merced al cinturón de cuero que mi madre me regaló antes de dejar el pueblo, y barrí con el brazo todo el contenido de la mesa, creando un escándalo de los que hacían época.
«¡Bastardos! ¿Qué os ha hecho esta pobre mujer? ¡Dejadla! ¡Venid aquí si os atrevéis con un pobre viejo! ¡Salid del paritorio!».
¿Paritorio? Aquel hombre estaba loco, más fuertes cada vez sus improperios, y probablemente con la misma locura había grabado toscamente sus ideas sobre el metal, como si necesitase reafirmarse en lo que fuese estaba haciendo. Acerqué el farol fascinado, no tanto por fórmulas y diagramas que no entendí, sino por la tosca ilustración de un cuerpo evidentemente femenino a tenor del espacio uterino en pleno torso y del cual surgían… ¿unas hebras agusanadas conectadas directamente con un aparato lleno de interruptores? ¡Allí estaba! Al fondo de la salita, el mismo aparato, casi pasando desapercibido gracias a la escolta de probóscides que surgían del entarimado, cercándolo a él y a la mugrienta camilla que descansaba a su lado. La misma forma rectangular, los mismos diales, cables o gusanos, el mismo agitar que hundía el plástico en la intimidad de esas paredes, un cuarto madera, otro cuarto goma y el resto un puré que absorbía con hambre la luz del quinqué.
Volví la mirada al banco de trabajo, buscando alguna palabra, alguna explicación al experimento que presenciaba, seguramente puesto en marcha hacía lustros. Una tabla con fechas, remontándose casi diez años en el tiempo, revelaba una serie de hitos esclarecedores:
04/06/1922: Confirmación médica de esterilidad
20/09/1923: Recibo los materiales gracias a [tachado]
13/12/1923: Comienzo el tratamiento
12/07/1924: Primer aborto, depresión
12/09/1924: Inyecciones exitosas. Reconstrucción dermis
01/05/1925: Segundo aborto, intento de suicidio
03/07/1925: Principios de psicosis. Uso tejidos de [tachado]
30/03/1926: Crisis, rechazo. Uso suero de Wadsworth
03/04/1926: Éxito parcial. Los quistes están desapareciendo
19/05/1927: ¡Útero regenerado!
20/01/1928: Nacen trillizos
25/01/1928: Reduzco la dosis. Otro nacimiento
28/01/1928: Modificar fórmula. No sobreviven
02/02/1928: Sigue pariendo
04/02/1928: No sobreviven. Elimino el destilado de [tachado]
07/02/1928: Quintillizos. Constantes vitales debilitadas
16/02/1928: No sobreviven. Sedación continúa
01/03/1928: Contener crecimiento anómalo
10/03/1928: Gemelos. Aumenta la esperanza de vida
15/03/1928: Incremento exponencial de consumo de plasma
20/03/1928 Fórmula errónea
03/06/1928: Psicosis incontrolada
06/06/1928: Mis ayudantes me han abandonado. Tienen mejores planes
13/06/1928: Fallo órganos
14/06/1928: Riñones e hígado en mal estado. Máquina de electrólisis
16/06/1928: Sedación extrema. Sigue pariendo
29/06/1928: Paro cardíaco. Fracaso
01/07/1928: Entierro en el jardín
02/07/1928: Sigue pariendo
31/08/1928: Introduzco aceite G’nah en la nueva fórmula
11/09/1928: Absorción de nutrientes estable. Monitorización global
13/09/1928: Reubicación de los restos. Implementación de tejido exitosa
12/11/1928: Sigue pariendo
01/01/1929: Los individuos se desarrollan a buen ritmo
09/02/1929: Asimilación de materia. No es necesaria fórmula
20/02/1929: Crecimiento incontrolado
02/03/1929: Se extiende a la casa
Por si aquella historia relatada de forma fragmentaria no fuese lo suficientemente esclarecedora, una de las probóscides, a pocos centímetros de mi posición, se anchó sonoramente, forzada con el quejido de la madera seca. Temblaba con la misión de expulsar algo duro y grande. La fascinación que las alucinadas anotaciones habían ejercido sobre mi mente se desvaneció cual gota de lluvia tragada por el mar, aquel espectáculo sobrecogedor requería de toda mi atención y de los escasos haces de luz que la lámpara, agonizando, derramaba sobre la rugosa superficie de aquella bola, parecida a una semilla de trigo gigante, recién desparramada sobre el suelo. La pasta resinosa tan común en aquella mansión maldita cubría la cosa que poco a poco se expandía y agrietaba. Antes de poder tomar una decisión consciente, vomité todo el contenido del estómago sobre aquella parodia de nacimiento. Con lágrimas en los ojos, y preocupado porque más de esas trompas diesen a luz, fui testigo del lento desperezar de algo que no era ni un bebé humano ni un esqueje vegetal, ni siquiera mostraba la curiosidad marina de un pececillo recién roto el huevo o la configuración alienígena de una larva de insecto. No iba a encontrar ningún reflejo de toda esa fealdad en la naturaleza, por mucho que hasta la fecha yo creyese que sobre la Tierra se podían hallar todo el rango de colores y formas imaginadas por obra y gracia de la providencia. La cabeza, si esos bultos merecían tal nombre, podía estar tanto a un extremo como al otro de un tubo famélico compuesto de fibras entrelazadas. ¿Los cientos de extremidades? No eran más que excrecencias del tamaño y forma de almendras que poco a poco se expandían con malicia. Orificios se abrían y cerraban sobre su blanda superficie, formando burbujas sobre la gelatina que ya lo recubría. No sé si intentaba aspirar aire o excretar algo, tan confusa era la escena. Tampoco me importaba llegar hasta el final de la misma, a la imposible mutación que se producía delante de mis ojos. Así que empuñé de manera espasmódica el destornillador y lo hundí repetidamente en aquella aberración, la cual ni se defendió ni emitió sonido alguno, agonizando un jugo oscuro y fragante por cada una de las heridas provocadas. ¿Cómo iba a gritar? ¿Qué tipo de Dios podría atreverse a proporcionarle cuerdas vocales a tamaña anomalía? Con el dulzor de la fruta demasiado madura aferrado a mis papilas gustativas, he de reconocer que regusto placentero hasta cierto punto, di media vuelta y me lancé como un poseso contra las tablas tapiando la ventana.
«¡Puercos! ¡Nunca abandonaré a mi amor, nuestra descendencia!».
Y al débil berrinche del anciano, perdido en algún lugar de aquella alucinante ratonera, uní mis alaridos cuando apuñalé con la punta roma del destornillador las tablas que me separaban de la libertad…
Dejando a un lado el escozor allí donde la baya me había rozado, no existió secuela física alguna de mi irreflexiva incursión a la casa Wallace. Recuerdo poco de la huida, tan solo gritos y maldiciones mientras descargaba mis puños manchados de polvo y sangre sobre el volante. ¿Qué culpa tendría un objeto inanimado (los he sabido apreciar más con el tiempo)? Pero no era capaz de canalizar mi pánico, la frustración provocada por un conocimiento que no le desearía ni a mi peor enemigo. A medida que me alejaba de aquel barrio carcomido por la degeneración de su más significativo habitante, más confusas se volvían las imágenes grabadas en mi cerebro. Hasta entremezclar por momentos fantasía y realidad.
¿Y si todo se debía a algún tipo de alucinación provocada por el estrés y lo que fuese que contenían las bayas que estallaron frente a mis narices? Las monstruosidades machacando mi ánimo a golpe de visión no podían ser obra de un ser humano, ¿qué sentido tenía toda esa desmedida fertilidad? ¿Por qué semejantes aberraciones no quedaban relegadas al ámbito de las revistas de a centavo? Resultaba imposible que los horrores de la mansión hubiesen pasado desapercibidos al resto del mundo, aunque no en vano ocupaba una zona dejada de la mano de Dios. ¡Imposible! ¡Imposible! ¡Si la fachada exterior parecía tan normal! ¿Cómo se mantenía la edificación en pie?
Desgraciada o afortunadamente, nunca conseguiría una respuesta clara, pues pasados unos días de presentar mi renuncia en el despacho, donde además recibí una bronca monumental por haber perdido los documentos oficiales, llegó a mis manos el periódico local, donde se informaba de un incendio que había arrasado trágicamente la vivienda de un reconocido ciudadano de la ciudad: Cayden Wallace. Inmediatamente me vino a la cabeza el quinqué, mi única ancla a la cordura cuando viví la pesadilla. ¿Fui yo el responsable del siniestro? En todo caso, ¿fui consciente? Mi memoria nunca ha conseguido ubicarme lanzando el farol contra las inmundicias, medio vegetales, medio animales, que allí se desplegaron. Y qué más da, se trataba en todo caso de un final piadoso para unas anomalías de semejante calibre. Sin embargo… ¿y si fui presa del delirio o influenciado por el ambiente tan cargado de la mansión? Eso me convertiría en un vulgar asesino, un ser tan demente como creía que era el dueño de la finca, ¿o se trataba de un apacible anciano al que molesté sin razón alguna? Desprovisto de pruebas, solo con un puñado de imágenes distorsionadas como si de un sueño se tratase. Y, que de tal forma, he reflejado con la certeza de que la invención forma parte intrínseca de estos pensamientos. Lejos de la ciudad, lejos de la naturaleza, aislado para proteger estas memorias perfectas… ¿Quién soy yo para juzgar el alma de un hombre enamorado, de un abnegado padre de familia?
Jorge P. López
Oculto tras la máscara del típico escritor de horror ontológico, misántropo y despreciable, este sectario buscado en varias democracias occidentales cuenta en su haber con diversas colecciones de cuentos, dos suicidios rituales en masa, la traducción al español de los textos prohibidos de Jyrki Svenson, tres órdenes de busca y captura por tráfico de órganos y la reciente publicación de un tratado sobre la vejación llamado “La Institución”, para Dilatando Mentes. Actualmente en paradero desconocido o dado por muerto.
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Después de leer La Institución sabía que nada salido de la pluma mefítica de este ente alienígena llamado Jorge podía defraudarme: maravilloso.