VERHOEVEN: LA PROFUNDIDAD DE LO MACARRA

por Carlos Ruiz Santiago

Lo macarra como concepto es algo con lo que yo recuerdo tener contacto por vez primera a través de Mad Max. El término, como cierto tipo que yo conocía decía, se me presento a través del maravilloso palabro de «punkarra post-apocalíptico». Era con esos villanos que la saga atesoraba, esos tipos con crestas horteras, ropas de cuero a retazos y tachones por todos lados, sus gritos y su innecesaria y maravillosa violencia. Para mí, todo tomaba su epítome en el villano de la original, para mí el mejor de la trilogía, que es El Cortauñas, un tipo verdaderamente ido cuyo diseño ya te lo dejaba saber antes de que soltase media palabra. Y, obviamente, había que ir contra él. Era un hijo de puta despiadado, quiero decir, tampoco es cuestión de justificarle. Sin embargo, os mentiría si no so dijese que a mí me daba un poco de pena su muerte. Os parecerá una tontería, pero este sentimiento me dejaba una especie de intranquilidad, y su fuente tardé más de una sesuda comedura de cabeza en averiguarla. Al final, quedé con una verdad empírica frente a mí.

Lo macarra mola.

Y no solo mola en lo que vemos, sino en cómo lo que observamos llega a cosas más profundas, tanto a nivel narrativo como a pura sensación, a filosofía del alma. Sí, hoy empezamos con la pedantería prontito, pero quedaos conmigo que os prometo que al terminar de leer mis divagaciones (porque voy a divagar como un cabrón, ya os lo advierto) esta frase tendrá mucho más sentido.

Para mí, y al ser yo el que está escribiendo este artículo paso a ser la cosa más importante de la creación, no hay cineasta que represente mejor toda la amplitud que lo macarra puede llegar a tener que Paul Verhoeven.

Si buscáis una foto de este señor, de mayor o joven, os encontraréis con el típico cineasta ochentero (¿alguien me explica por qué iban todos igual?). Su filmografía nos revelará una mano más suelta de lo habitual hoy día con la violencia y un gusto por los efectos especiales prácticos bastante desarrollado. Esto, así tal cual, tampoco es que sea la gran cosa y casi podríamos enganchar ahí a todos los directores decentes de la época. Lo que hace destacar a Verhoeven es abrazar ese concepto de lo macarra y elevarlo a su máximo exponente sin hacerle perder esencia, como Arquíloco de Paros hizo con el yambo, riéndose de su suegro de las formas más exquisitas hace ya veinticinco siglos.

La violencia y el sexo son dos pilares casi perpetuos en su obra. Ya me duelen los dedos de escribir artículos aquí diciéndoos que le follen a la civilización y no me voy a extender otra vez en ese punto, pero que sepáis que está presente. Ambos son dos vehículos poderosos para mensajes importantes. Esa es una de las dos mitades que hacen a este cineasta tan interesante: esos vehículos con intención de expresar algo sin tapujos. La violencia de Robocop puede entenderse como una crítica a hiperviolenta sociedad estadounidense y, si me apuras un poco más, un palo dado con mucha clase a la violencia policial desmesurada, siempre presente. En Starship Troopers el cómo el autor critica el militarismo y el colonialismo yankee es una auténtica salvajada de tripas de insecto alienígena. La depravación del Hombre sin sombra o en Der Vierde Man. Lo sensual de Instinto Básico o la crítica de Total Recall a las megacorporaciones proto-cyberpunk (de palabros va la cosa hoy) que ya por aquel entonces aunaban el poder con el que hoy nos golpean cada vez más fuerte, cosa que también se puede ir viendo en Spetters. Todas esas ideas vienen expresadas, como vehículo principal, por la violencia y lo sexual. Y voy un paso más allá: por lo explícito de ambas.

Y ahí podríamos ver la segunda mitad de a lo que yo me refería antes, y es que Verhoeven usa estos recursos, ya no sin temblor de manos, sino con gusto. Él abraza esa bestialidad y ese innuendo sexual constante porque le resulta divertido. ¿No es genial? Más allá del mensaje y la crítica, que tiene una importancia cabal en su obra, se nota que Verhoeven disfruta con lo que muestra, con lo absolutamente descarnado de sus escenas. Incluso para el bastante suelto cine de acción estadounidense de la época, las muertes de Robocop siguen siendo, a día de hoy, una burrada hemoglobínica maravillosa. Su violencia es seca pero impresionante, siempre balanceándose entre un punto más realista y algo más digno del comic pulp, creando suspensión de la credibilidad y un impacto fuerte en nuestras sensaciones («Eso me ha dolido hasta a mí», ya sabéis). De nuevo, estos recursos tienen un uso formal, resultando vehículo para temas narrativos, pero yo creo que subyace algo más.

Abracemos la violencia. Si no, preguntadle al agente Murphy.

De veras pienso que este cineasta disfruta con esa provocación, con ese canto a lo salvaje de la vida, con ese aire de Peter Pank guionizado por Garth Ennis, sórdido a más no poder. Y lo creo, entre otras cosas, por el uso del humor. El cine de Verhoeven ha sido siempre algo duro de ver, no se corta en ser tajante de las maneras más crudas, pero muchas son las veces que lo adorna con humor. Y no hablo de chistecitos inocentes esputados por Tony Stark, sino humor verdaderamente ácido, zafio e hiriente que a veces roza (cuando no se hunde) en lo negro. Además, para esto tengo la comparación perfecta, y es el famoso episodio de Los Vindicadores de Rick y Morty, donde ese pseudo Tony Stark le dice a Rick que se emborracha, pero solo lo justo para ser guay. Ese es el punto, que Verhoeven no quiere ser guay, quiere presentarte las cosas con una visión absolutamente macabra, sarcásticas, pulpera y, en cierto modo, realistamente irreal. Esa es la vida y él la ve así. ¿Sabéis por qué?

Porque Verhoeven es un macarra.

Un punkarra.

Habéis visto como le he dado la vuelta a la tortilla, ¿eh? Lo macarra es más que una estética, es la intencionalidad de criticar y pasárselo bien, todo a la vez. Es entender el mundo como algo por lo que luchamos aunque no merezca la pena hacerlo. El otro día leí por Twitter a alguien que decía que «un punki es un buen tipo haciéndose pasar por malo» y creo que los tiros van por ahí, aunque le falta aún un poco. Mucha gente acusaba, y acusa, a Verhoeven de ser un cineasta menor, un panfletero de la serie B chusquera que capta con su sensacionalismo barato de muertes rocambolescas y mujeres hermosas. Y yo me imagino a Verhoeven en su casa, oyendo estas críticas, soltando una risa seca y bebiendo de una cerveza (¿Kilkenny a lo mejor? La Kilkenny es genial). Ese es precisamente el juego, lo que antes os contaba, bueno pero parece malo. Supongo que el tipo del que lo leí hablaba de lo moral, pero para mí se extiende a todo. Las películas de Verhoeven pueden parecer zafias, simplonas y sensacionalistas, pero no hace falta ser un genio para rascar y darse cuenta de todo lo que tiene detrás. Para ello, claro está, hay que superar el prejuicio a lo macarra, de su aspecto, de sus formas.

Fue entendiendo esto cuando empecé a entender por qué simpatizaba un poco con El Cortauñas.

No nos queda otra más que esta, como bien ilustraba Der Vierde Man.

En cierto modo, era verse reflejado en un espejo. Uno sucio y distorsionado, por supuesto, uno de remaches oscuros, pero un espejo al final del día. Era ver a Verhoeven, a Peter Pank, a Eskorbuto, La Polla Records y Tu Madre es Puta («Esto no es un grupo, esto es una casa ardiendo», dirían muy acertadamente ellos), es nuestro adorado redactor y poeta macabro Francisco Santos Muñoz Rico, que con sus movidas pulp le da una patada en el culo a más de un escritor de pomposa vanguardia, son cómics de Frank Miller y Garth Ennis, llenos de tipos duros y desagradables, violentos y animales, que imparten una especie de justicia no del todo equivocada.

Me da coraje repetirme y no quiero que os quedéis con la reflexión de siempre, hoy miremos todavía más profundo en el abismo. Verhoeven se lamentaba en una entrevista hace no mucho de que «los jóvenes habían perdido el sentido de la ironía». Supongo que es por lo que a la gente Woody Allen ya no le hace gracia. O qué coño sabré yo, soy un barbudo cualquiera gritando en el desierto que es internet. El punto aquí es no perder nunca esa ironía, el ser capaz de reírte de todo. De ese modo, tal vez podamos igualar las cosas y aprendamos que, tras lo obvio, siempre hay mucho más donde sacar. Que tras un panfleto pulp hiperviolento, tal vez haya verdadera profundidad narrativa, mensaje relevante y crítica social. Que, quizás, un poco de violencia de vez en cuando nos afile algo los sentidos y nos arranque de este corporativismo artístico (vamos a llamarlo artístico por mera convención social, ¿de acuerdo?) en el que nos vemos atrapados.

No perdamos esa ironía y aprendamos a disfrutar y mirar más allá del disfrute. Igual, así entendemos de qué va el arte de una puta vez.

Va de toda la profundidad que el disfrute es capaz de arrastrar, joder. Aunque nos lleve por sitios escabrosos o nos haga replantearnos cosas.

Disfrute y pocos tapujos, eso es ser un macarra y por eso mola tanto, joder.

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